Название: Falsa proposición - Acercamiento peligroso
Автор: Heidi Rice
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ómnibus Deseo
isbn: 9788413486215
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–Es increíble –murmuró Devereaux–. Se ve tan claro.
–Tenemos el mejor equipo de ultrasonido, estamos muy orgullosos.
Louisa estaba transfigurada. El frío gel sobre su abdomen, la presión de la sonda, incluso los rápidos latidos del corazón del bebé, todo eso desapareció mientras miraba la cabecita, los brazos… el cuerpo ya formado de un ser diminuto.
De repente, se le hizo un nudo en la garganta.
La doctora pulsó unos botones y, como por arte de magia, el rostro del bebé apareció en la pantalla. Tenía los ojos cerrados, un puñito le cubría la nariz y la boca…
–¿Qué está haciendo? –Louisa escuchó su propia voz como si llegase de muy lejos.
–Creo que se está chupando el dedo –respondió la doctora.
Los ojos se le llenaron de lágrimas e intentó parpadear para contenerlas. Desde que supo que estaba embarazada solo había pensado en sí misma, en cómo iba a afectarle la situación, cuando había algo más importante en juego: su hijo.
El bebé no le había parecido real hasta ese momento, pero lo era. Fueran cuales fueran sus problemas con Devereaux, por mucho que aquel embarazo fuese a cambiar su vida, jamás lamentaría el milagro que crecía dentro de ella.
Pero iba a traer al mundo a un bebé sin ninguna de las cosas que había dado por sentado: una familia, un hogar estable…
Louisa dejó escapar un suspiro. Si pudiese hablar con su madre un momento, solo una vez más. El eco de un dolor que no olvidaría nunca hizo que las lágrimas le rodasen por el rostro, pero cuando levantó la mano para apartarlas, otra mano, más grande, le sujetó la muñeca.
Devereaux, mirándola con una expresión indescifrable, se sacó un pañuelo del bolsillo y, después de secar sus lágrimas, se lo puso en la mano.
–¿Estás bien?
No, pensó ella, pero se sonó la nariz, enterrando la cara en el pañuelo al mismo tiempo. Lo último que necesitaba era que se mostrase amable.
–Sí, claro –respondió en cuanto pudo hablar, intentando parecer serena cuando tenía el corazón encogido.
Él se quedó mirándola un momento con esos ojos de acero y luego se volvió hacia la doctora.
–¿Está todo bien?
–Muy bien. Yo diría que el feto es un poco largo para la fecha que me han dado. ¿Puedo preguntarle cuánto mide, lord Berwick?
–Llámeme Luke –dijo él–. Mido un metro noventa.
–Ah, bueno, eso lo explica –la doctora tomó un pañuelo de papel para limpiarle el gel del abdomen–. Mientras la señorita Di Marco esté segura de que no puede haber concebido una semana antes…
Tendría que ser tres años antes, pensó Louisa.
–No, fue entonces –dijo Devereaux, antes de que ella pudiese responder–. Fue concebido el día vienticinco de mayo.
Louisa apretó los labios, airada. Le gustaría decirle dónde podía meterse sus conclusiones, pero no podía hacerlo porque, desgraciadamente, tenía razón. El precioso ser humano que habían visto en la pantalla era su hijo.
Mientras la doctora empezaba a hablar de fechas, escalas de crecimiento y vitaminas prenatales, Louisa vio que las atractivas facciones de Devereaux se iluminaban cada vez que miraba a su hijo en la pantalla.
Louisa suspiró. El bebé que crecía dentro de ella significaba que, hiciera lo que hiciera, siempre tendría una conexión con aquel hombre dominante, implacable, que tanto daño le había hecho. Un hombre que la había engañado, haciéndole creer que era el hombre de sus sueños, para luego reírse de ella.
¿Qué clase de padre iba a darle a su hijo?
De nuevo, se le hizo un nudo en la garganta. No podía pensar en eso en aquel momento. Era demasiado pronto para preocuparse por ello, de modo que hizo un esfuerzo para tranquilizarse.
Qué ironía, pensó, que el momento más increíble y asombroso de su vida hubiera resultado ser el más devastador. Entendía lo que David debió sentir mientras apuntaba a Goliat con su pequeña honda.
Capítulo Tres
Luke giró en Regent’s Park y miró a la mujer que iba sentada a su lado, en silencio, mirando por la ventanilla. Solo un pómulo era visible bajo la cortina de pelo dorado, como un halo alrededor de su cabeza. Apenas había dicho dos palabras desde que salieron de la clínica.
Y empezaba a preocuparlo.
Por su corta relación con Louisa di Marco, sabía que no era una persona silenciosa. En su única cita se había sentido cautivado por su personalidad, su sentido del humor y su incesante charla.
Por supuesto, también había visto otra faceta de su personalidad… su lengua afilada cuando le dijo quién era, por ejemplo. Pero prefería esa lengua afilada a aquel opresivo silencio.
Mientras atravesaban la majestuosa avenida flanqueada por robles y arces, Luke pensó que tal vez el silencio era una bendición. Necesitaba ordenar sus pensamientos, analizar la situación, pensar bien en lo que iba a hacer.
No se le había ocurrido que Louisa no supiera que estaba esperando un hijo. ¿No se suponía que las mujeres tenían un sexto sentido para esas cosas?
Pero era evidente que ella no tenía ni idea. Tumbada en la camilla de la clínica, tan vulnerable bajo la bata, la sorpresa en su rostro había sido genuina.
–¿Adónde vamos? –preguntó Louisa entonces, interrumpiendo sus pensamientos.
–A tu casa.
Ella se volvió, con gesto de sorpresa.
–¿Recuerdas dónde está?
Luke asintió con la cabeza, incapaz de hablar mientras miraba ese rostro que había estado grabado en su cerebro doce semanas: los ojos de color caramelo, los labios gruesos y sensuales, los altos pómulos, la piel de color miel.
Recordaba cada detalle de esa noche, no solo su dirección. El fresco aire de la noche mientras paseaban por Regent’s Park, el calor de su cuerpo, el aroma de las flores, su cautivadora sonrisa, el rico sabor del capuchino que habían tomado en Camden High Street, las caricias robadas.
Y después, los brazos de Louisa alrededor de su cuello mientras la llevaba por el pequeño apartamento, el sabor de sus labios, su sensual inocencia mientras la desnudaba en el pasillo, sus sollozos cuando la llevó al primer orgasmo y lo que había sentido él cuando los dos llegaron a un devastador final.
Sí, recordaba mucho más que su dirección. Ella volvió a mirar por la ventanilla.
–Tengo que volver a la oficina. Te agradecería que me llevaras allí.
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