Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
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Название: Memorias de un anarquista en prisión

Автор: Berkman Alexander

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: General

isbn: 9788418403187

isbn:

СКАЧАТЬ ante el pueblo. Nosotros, ¿criminales? Nosotros, que siempre estamos dispuestos a entregar nuestras vidas por la libertad, ¿criminales? ¿Y ellos, nuestros acusadores? Infringen sus propias leyes; sabían que no era legal multiplicar los cargos contra mí. A partir de un solo acto pergeñaron seis acusaciones, como si los «delitos» menores no se incluyesen en el mayor, que el propio hecho requirió. Estaban sedientos de sangre. Legalmente no podían caerme más de siete años. Pero soy un anarquista. He atentado contra la vida de un gran magnate, el capitalismo se ha sentido atacado en su persona. Desde luego que sabía que iban a sacar partido de mi negativa a que me representasen legalmente. ¡Veintidós años! El juez impuso la máxima condena para cada cargo. Bien, no esperaba menos. A fin de cuentas da lo mismo. Voy a morir de todos modos.

      Agarro la cuchara febrilmente. La punta estrecha sobre mi corazón. Pongo a prueba la resistencia de la carne. De un golpe fortísimo lograré meterla entre las costillas...

      Uno, dos, tres... El bajo metálico y profundo se queda flotando en el silencio, resonante, persuasivo. Al instante todo se pone en movimiento: arriba, a los lados, todo bulle de vida. Los hombres bostezan y tosen, sillas y camas se trasladan ruidosamente, pies pesados pisan los suelos de piedra. Se oye a lo lejos un estruendo grave como de un trueno. Se acerca, cada vez se oye más fuerte. Oigo las órdenes cortantes de los oficiales, el consabido clic de las cerraduras, las puertas que se abren y se cierran. El estruendo se oye cada vez más cerca, llega más nítido. Con un gemido el pesado carrito del pan se detiene frente a mi celda. Un guardia abre la puerta. Su mirada se fija en mí, curiosa, llena de sospecha, mientras el machaca me da una pequeña rebanada de pan. Apenas tengo tiempo para retirar el brazo cuando la puerta ya se cierra a cal y canto.

      —¿Quieres café? Levanta la taza.

      Entre los estrechos barrotes me vierten la bebida en la taza abollada y herrumbrosa de estaño. El líquido humeante rebosa en la semi-oscuridad de la celda y me quema los pies desnudos. Con un grito de dolor suelto la taza. Parece que hay manchas de sangre en el suelo del corredor débilmente iluminado.

      —¿Qué significa esto? —me grita el guardia.

      —Ha sido sin querer.

      —Quieres pasarte de listo, ¿no? Pues se te van a pasar las ganas. ¡Eh, Sam! —el oficial se dirige con un gesto al machaca—, el A7 sin cena, ¿me has oído?

      —A sus órdenes, señor.

      —También se queda sin café.

      —Sí, señor.

      El guardia me mira de arriba abajo con odio y desdén. La maldad se refleja en su rostro. Sin querer, doy un paso atrás en la celda. Su ojos recalan en mis pies desnudos.

      —¿Es que no tienes zapatos?

      —Sí.

      —¿Sí? ¿Podrías decir «señor»? ¿Tienes zapatos?

      —Sí.

      —Póntelos, maldita sea.

      Se pasa con la lengua una porción enorme de tabaco de mascar de una mejilla a otra. Un chorro marrón me salpica los pies con un silbido. «Maldita sea, póntelos.»

      El traqueteo y los ruidos han cesado; los pasos se han alejado hasta desaparecer. Todo sigue a oscuras en el corredor. Sólo algunas sombras ocasionales pasan fugazmente, silenciosas, fantasmales.

      II

      —Adelante, ¡en marcha!

      La larga columna de presos vestidos a rayas se asemeja a una serpiente ondulante con su cuerpo negro y gris que culebrea al avanzar, si bien parece que no se mueve un paso. Un millar de pies pisan el suelo de piedra a un ritmo constante, con acentos crecientes y decrecientes que se suceden a medida que las distintas divisiones, flanqueadas por oficiales, se aproximan y finalmente pasan frente a mi celda. Caras feroces, repugnantes en su impasible indiferencia o en su lascivia maligna. De vez en cuando, un cabeza bien formada, una mirada inteligente, o una expresión comprensiva, que no hace sino acentuar los rasgos de la columna a rayas: basta y siniestra, con la mirada culpable y traicionera de un animal acorralado y cazado sin piedad. Cabeza gacha, brazo derecho tendido, con la mano en

      el hombro del preso que te precede en la fila, todos vestidos con el uniforme a rayas horizontales grises y negras... los hombres parecen engranajes sin voluntad en una máquina que oscila al dictado de los gritos de los espigados guardias que, con rostro vigilante y severo, flanquean la columna.

      El latido acompasado pierde intensidad hasta desaparecer, con el golpe sordo de la última pisada, tras la puerta doble cerrada que conduce al patio del penal. Una mortaja de silencio cae sobre el bloque de celdas. Me siento completamente solo, abandonado y olvidado en el interior de esta altísima mole de piedra y acero. La quietud me oprime con un peso casi tangible. Estoy enterrado entre unas estrechas paredes, la piedra gigantesca me aprieta la cabeza y en los costados. No puedo respirar. El aire hediondo resulta sofocante. ¡No puedo vivir aquí, no puedo! No puedo sufrir esta agonía. ¡Veintidós años! Es toda una vida. No, es imposible. Tengo que morir. ¡Lo haré! ¡Ahora!