Название: Memorias de un anarquista en prisión
Автор: Berkman Alexander
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: General
isbn: 9788418403187
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Agarro la cuchara febrilmente. La punta estrecha sobre mi corazón. Pongo a prueba la resistencia de la carne. De un golpe fortísimo lograré meterla entre las costillas...
Uno, dos, tres... El bajo metálico y profundo se queda flotando en el silencio, resonante, persuasivo. Al instante todo se pone en movimiento: arriba, a los lados, todo bulle de vida. Los hombres bostezan y tosen, sillas y camas se trasladan ruidosamente, pies pesados pisan los suelos de piedra. Se oye a lo lejos un estruendo grave como de un trueno. Se acerca, cada vez se oye más fuerte. Oigo las órdenes cortantes de los oficiales, el consabido clic de las cerraduras, las puertas que se abren y se cierran. El estruendo se oye cada vez más cerca, llega más nítido. Con un gemido el pesado carrito del pan se detiene frente a mi celda. Un guardia abre la puerta. Su mirada se fija en mí, curiosa, llena de sospecha, mientras el machaca me da una pequeña rebanada de pan. Apenas tengo tiempo para retirar el brazo cuando la puerta ya se cierra a cal y canto.
—¿Quieres café? Levanta la taza.
Entre los estrechos barrotes me vierten la bebida en la taza abollada y herrumbrosa de estaño. El líquido humeante rebosa en la semi-oscuridad de la celda y me quema los pies desnudos. Con un grito de dolor suelto la taza. Parece que hay manchas de sangre en el suelo del corredor débilmente iluminado.
—¿Qué significa esto? —me grita el guardia.
—Ha sido sin querer.
—Quieres pasarte de listo, ¿no? Pues se te van a pasar las ganas. ¡Eh, Sam! —el oficial se dirige con un gesto al machaca—, el A7 sin cena, ¿me has oído?
—A sus órdenes, señor.
—También se queda sin café.
—Sí, señor.
El guardia me mira de arriba abajo con odio y desdén. La maldad se refleja en su rostro. Sin querer, doy un paso atrás en la celda. Su ojos recalan en mis pies desnudos.
—¿Es que no tienes zapatos?
—Sí.
—¿Sí? ¿Podrías decir «señor»? ¿Tienes zapatos?
—Sí.
—Póntelos, maldita sea.
Se pasa con la lengua una porción enorme de tabaco de mascar de una mejilla a otra. Un chorro marrón me salpica los pies con un silbido. «Maldita sea, póntelos.»
El traqueteo y los ruidos han cesado; los pasos se han alejado hasta desaparecer. Todo sigue a oscuras en el corredor. Sólo algunas sombras ocasionales pasan fugazmente, silenciosas, fantasmales.
II
—Adelante, ¡en marcha!
La larga columna de presos vestidos a rayas se asemeja a una serpiente ondulante con su cuerpo negro y gris que culebrea al avanzar, si bien parece que no se mueve un paso. Un millar de pies pisan el suelo de piedra a un ritmo constante, con acentos crecientes y decrecientes que se suceden a medida que las distintas divisiones, flanqueadas por oficiales, se aproximan y finalmente pasan frente a mi celda. Caras feroces, repugnantes en su impasible indiferencia o en su lascivia maligna. De vez en cuando, un cabeza bien formada, una mirada inteligente, o una expresión comprensiva, que no hace sino acentuar los rasgos de la columna a rayas: basta y siniestra, con la mirada culpable y traicionera de un animal acorralado y cazado sin piedad. Cabeza gacha, brazo derecho tendido, con la mano en
el hombro del preso que te precede en la fila, todos vestidos con el uniforme a rayas horizontales grises y negras... los hombres parecen engranajes sin voluntad en una máquina que oscila al dictado de los gritos de los espigados guardias que, con rostro vigilante y severo, flanquean la columna.
El latido acompasado pierde intensidad hasta desaparecer, con el golpe sordo de la última pisada, tras la puerta doble cerrada que conduce al patio del penal. Una mortaja de silencio cae sobre el bloque de celdas. Me siento completamente solo, abandonado y olvidado en el interior de esta altísima mole de piedra y acero. La quietud me oprime con un peso casi tangible. Estoy enterrado entre unas estrechas paredes, la piedra gigantesca me aprieta la cabeza y en los costados. No puedo respirar. El aire hediondo resulta sofocante. ¡No puedo vivir aquí, no puedo! No puedo sufrir esta agonía. ¡Veintidós años! Es toda una vida. No, es imposible. Tengo que morir. ¡Lo haré! ¡Ahora!
Recojo la cuchara y me echo en la cama. Mis ojos vagan por el techo que la luz del corredor ilumina tenuemente: las paredes enjalbegadas, amarillentas por la humedad... los racimos de bichos alrededor de los agujeros de la pared, la mesita y la silla desvencijada, el suelo mugriento, lleno de manchas negras y grises... ¡Pero si es de piedra! Podré afilar la cuchara. Me agacho en un rincón con cautela. El estaño resbala en la superficie grasienta sin hacer ruido, fácilmente, hasta que la gruesa capa de mugre se desprende. Ahora raspo y raspo. Trato de amortiguar el ruido con la almohada. El metal se calienta en mi mano. Me corto el dedo con el extremo afilado. Unas gotas de sangre caen al suelo. La herida no es regular, pero la hoja está afilada. Me busco el corazón palpando con la mano. Rozo el lugar con el filo. Entre las costillas... aquí. Para cuando me encuentren ya estaré muerto... Si Frick hubiese muerto. Se podría haber hecho tanta propaganda... Maldito Most, ¡si no se hubiera vuelto contra mí! Echará por tierra todo el efecto del acto. No es más que cobardía. Pero ¿por qué estaría asustado? No pueden implicarle. Llevamos años distanciados. Podría acusarme pero le costaría demasiado demostrarlo. ¡El traidor! Lleva toda su vida preconizando la propaganda por el hecho y ahora repudia el primer Attentat en este país. ¡Podía haber generado una agitación enorme! Ahora reniega de mí, dice que no me conoce. ¡El infeliz! Me conocía de sobras y, además, confiaba en mí cuando preparamos la circular secreta en la redacción de Freiheit.14 Fue en William Street. Esperamos a que los demás cajistas terminasen; luego trabajamos hasta el amanecer. Tenía que servirme como recomendación; entonces proyectaba ir a Rusia. Sí, a Rusia. Quizá hubiese hecho algo importante allá. ¿Por qué no fui? ¿Qué pasó? Por extraño que parezca, ahora no puedo recordarlo. Pero América era más importante. Había revolucionarios de sobras en Rusia. Y ahora... ¡Oh! Ya no podré hacer nada más. Pronto estaré muerto. Me encontrarán frío —un charco de sangre bajo mi cuerpo—, el colchón estará rojo... no, será rojo oscuro, y la sangre empapará el jergón hasta atravesarlo... Me pregunto cuánta sangre tengo. Manará a borbotones de mi corazón... Tengo que golpear justo aquí, fuerte y rápido, no me dolerá mucho. Pero el filo es irregular, puede engancharse en la carne, o rasgarla. Dicen que la piel es dura. Tengo que apretar fuerte. ¿Tal vez resulte mejor dejarse caer contra la hoja? No, el estaño podría doblarse. Lo pondré cerca, así, y entonces un movimiento rápido, derecho al corazón. Es la manera más segura. Tengo que evitar herirme, sangraría despacio y tal vez me encontrasen vivo. No, no. Tengo que morir en el acto. Me encontrarán muerto... mi corazón... lo notarán, ya no latirá, la hoja todavía en su interior, llamarán al doctor: «Está muerto.» Y la noticia llegará a oídos de la Muchacha, Fedya, y los demás. Ella se pondrá triste, pero lo entenderá. СКАЧАТЬ