Название: Memorias de un anarquista en prisión
Автор: Berkman Alexander
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: General
isbn: 9788418403187
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III
La columna de presos pasa por delante de mi celda. Caminan de dos en dos y conversan en voz queda. Es una variopinta multitud venida de los cuatro confines de la tierra. El autóctono de la región oeste del estado, «el holandés de Pensilvania», de semblante impasible, pasa despacio, en silencio. El hijo de la Italia meridional, chaparro y de ojos negros, con una mirada despierta de desconfianza, camina con paso rápido y nervioso. El alto y esbelto español, moreno y de rasgos clásicos, mira a su alrededor con contenido desdén. Al pasar, todos miran furtivamente hacia mi celda. El último de la hilera es un joven negro, que camina solo. Me hace un gesto con la cabeza y me sonríe abiertamente, dejando ver unos dientes de blancura deslumbrante. El guardia cierra la marcha. Se detiene ante mi puerta y me cala con una mirada aguda, crítica y severa.
—Puede integrarse al grupo.
Abren la celda y me uno a la hilera. El negro está a mi lado. No pierde un instante antes de empezar a hablar conmigo. Está muy contento, me asegura, de que por fin me hayan permitido «integrarme». Es una vergüenza que me hayan privado de ejercicio durante cuatro días. Seguro que ahora «el perro nocharniego te deja en paz. No querían suicidios», me explica.
Las palabras brotan sin cesar de su boca. No parece que mi manifiesta renuencia a hablar con él le desconcierte ni un ápice. ¿Desearía un cigarro? Puedo fumar en la celda. Aquí se pueden comprar pitillos, si se tiene «guita» se puede comprar de todo excepto «trago». No hace más que hablar de los chismes de la prisión. Ese hombre alto es Jack Tinford, de Homestead —seguro que lo cuelgan—, les tiró dinamita a los Pinkertons. Aquel italiano bajito le acompañará: le rebanó el gaznate a su mujer. Ese holandesito está majara: estranguló a su hijo mientras dormía. En ese momento y sin que yo se lo pida, mi locuaz compañero me informa de que también él está pendiente de juicio. De todos modos, lo peor que le puede caer es homicidio imprudente. No pueden colgarle, y se ríe con regocijo. «Su» hombre no la «diñó» hasta pasados nueve días. Rechaza a la ligera mi comentario a propósito de la superstición de los nueve días. Está convencido de que no lo colgarán. «No pueden hacerlo», reitera, con una alegre sonrisa. De repente cambia de tema. «¿Y qué haces tú aquí? En esta galería sólo tenemos casos de asesinato. Tu hombre no la diñó.» Es evidente que no espera respuesta por mi parte y enseguida me garantiza que me irá bien. «Seguro que pensaron que estarías más seguro aquí. Pero no pueden colgarte, no pueden colgarte.» Se pone muy nervioso cuando empieza a contarme su caso. Lo desgrana en todos sus detalles. «Aquel negrata seguro que pensó que le tenía miedo. Bueno, ahora ya sabe que no», me dice riéndose entre dientes. «¡Ei!, chiquillo, nadie me asusta. Yo no le tengo miedo a nadie. “Vete al diablo, negro”, me dice. “Será mejor que dejes en paz a mi chica”. Y aquel negrata enorme empuñó la tajadera, estábamos en la cocina del hotel, sabes. “Suelta eso negrata”, le grito, y viene hacia mí. Y no me deja sacar a mi fiel hermanita» y se palpa el bolsillo elocuentemente. «Y le doy para el pelo al negro de malas pulgas. Le arreo un puñetazo en el estómago, sí señor, eso es lo que hago, y entonces suelta la tajadera y yo saco mi cuchillo, cinco dedos, más o menos, y le pincho así, con medio giro de muñeca, y se lo vuelvo a meter adentro.» Ilustra el ademán espantoso. «Ese mal negrata no me va a fastidiar nunca más, ni él ni nadie más. Pero no pueden colgarme, no señor, no pueden hacerlo, porque mi hombre la palmó al cabo de dos semanas. Estuve de suerte, tío. Sí, es lo que hay.» Una amplia sonrisa se adueña de su rostro, sus dientes rielan de blanco. De repente se pone serio. «¿No eres un huelguista, no? ¿No trabajas en la acería?», me pregunta absolutamente asombrado. «¿Para qué querías disparar a Frick?» No intenta disimular su incrédula impaciencia mientras aventuro una explicación. «Tienes miedo, ¿verdad? No te atreves a decirlo. Tienes toda la razón, Ahlick, ¿así te llamas, no? Pero tienes razón, sí señor, tienes razón. No se lo digas a nadie. La mayoría son unos sinvergüenzas, eso son, y no te perderán ojo. No lo olvides.»
Observo un movimiento extraño en la marcha de la columna. Veo que un preso deja su lugar. Echa una mirada nerviosa a su alrededor antes de desaparecer en el hueco de la puerta de una celda. La fila continúa su marcha y cuando paso por delante del escondrijo le oigo susurrar: «Quédate atrás, Aleck.» Me sorprende que se dirijan a mí con un tono tan familiar y aminoro el paso. El hombre está a mi lado.
—Mira, Berk. Será mejor que no te vean con ese negrata.
El sonido de mi nombre amputado me rechina en los oídos. Siento el impulso de enfrentarme a la mutilación. Los modales de este hombre sugieren falta de respeto y un insulto a mi dignidad
de revolucionario.
—¿Por qué? —le pregunto volviéndome hacia él.
Es bajo y fornido. Los labios delgados y la barbilla puntiaguda de su rostro alargado recuerdan a un zorro. Encuentra mis ojos con una mirada penetrante por encima de los cristales tintados de sus gafas. Tiene la voz ronca, su tono cómplice me resulta desagradable. No es bueno que un hombre blanco se deje ver con un «negrata», me informa. Me traerá problemas. Él mismo ha sido un hombre de Pittsburgh durante los últimos veinte años pero «nació y se crió» en el sur, en Atlanta. Ya no necesitan a los negros allá abajo, me asegura. Hay que enseñarles a no moverse de su sitio, aunque a fin de cuentas no sirven para nada. Debería haber escuchado su consejo, ya que muestra buena disposición hacia mí. Tengo que cuidar mi apariencia ante el tribunal. Mi inexperiencia resulta muy evidente, pero él «conoce los entresijos». No tengo que darles ni la más mínima ocasión de que digan algo contra mí. El juez tendrá en cuenta mi comportamiento en la cárcel para decidir mi condena. De hecho, él mismo espera «arreglárselas». Conoce a algunos de los jueces, en su mayoría, hombres buenos. Debería saberlo: contribuyó a que uno saliera elegido, votó tres veces por él en la última elección. Me guiña el ojo izquierdo y bromea arreándome con el codo. Tiene la esperanza de ir «ante ese juez». Con suerte, lo conseguirá, me asegura. Siempre había tenido bastante buena suerte. La última vez sólo le cayeron tres años, aunque casi había matado a «su» hombre. Pero fue en defensa propia. ¿Tengo tabaco de mascar? ¿No le doy a la hierba? Bueno, me resultará más fácil en la «trena». ¿Qué es la «trena»? Vaya, ¿que no lo sé? La prisión, desde luego. No tengo nada que temer. Frick no se va a morir. Pero, ¿por qué quise matar a aquel hombre? No soy de Pittsburgh, eso salta a la vista. ¿Por qué quise «meter las narices»? ¿Para ayudar a los huelguistas? Tengo que estar loco para hablar así. Pero si es que no tengo «tajada» en este asunto. ¿No venía yo de Nueva York? ¿Sí? Entonces por qué me iba a importar la huelga. Seguro que tengo alguna cuenta pendiente con Frick. ¿Hice negocios con él? ¿No? ¿Seguro? Entonces será que estoy totalmente desquiciado. No tiene sentido hablar. Pero su caso es distinto. Fue su socio en el negocio. Sabía que el canalla quería timarle y quedarse con todo el dinero. Discutieron. ¿Me había fijado en sus gafas oscuras? Bueno, sus ojos están mal. Sólo quería asustar al tipo. Pero el condenado la palmó. ¡Maldita la suerte! Además, su tercer delito. ¿Creo yo que el juez se apiadará de él? Pero si es que está medio ciego. ¿Cómo mató «a su hombre»? Bueno, fue un disparo accidental. No pretendía hacerlo...
El gong entona su bajo profundo y oscuro.
—¡Todos adentro!
La fila se rompe. Se oyen muchos portazos simultáneos y de nuevo estoy en la celda.
IV
En el interior de la celda, sobre el banco estrecho, hallo una escudilla de hojalata llena de una mezcla de color marrón oscuro. Es el menú del mediodía, pero el «almuerzo» no parece muy apetitoso: la escudilla está vieja y oxidada; el hedor de la sopa alimenta mis sospechas. La superficie grasienta, salpicada aquí y allá con motas de verdura, recuerda una charca de agua estancada cubierta de limo verde. El primer sorbo me da náuseas y resuelvo «almorzarme» los restos de mi desayuno: un pedazo de pan.
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