Название: La claridad
Автор: Marcelo Luján
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Voces / Literatura
isbn: 9788483936610
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A veces un cuerpo es la salvación: la única oportunidad de redimirse y por qué no de vengarse.
También así funciona el azar.
Astrid se quita finalmente el otro auricular. Enrolla el cable. No deja de otear, ya con cierta impaciencia, el entorno.
–Vamos a pueblo –dice.
Ya sentada sobre la hierba gruesa que crece a la vera del sendero, con el móvil en la mano, Marta contesta sin despegar la vista de la pantalla del aparato:
–¿Pueblo? ¿Qué pueblo? Aquí no hay ningún puto pueblo.
Y enseguida dice:
–¿O no te das cuenta? Estamos en medio de la nada, tía.
Y enseguida, como si ahora solo le hablara al teléfono:
–Esto no rula, joder.
Y maldice sacudiendo un par de veces las piernas y levantando polvareda con los bordes de las zapatillas. Había intentado conectar el GPS pero la escasa cobertura de esa zona del valle se lo impidió.
–Oye, mira si tienes cobertura. Prueba a ver.
Astrid tarda en entender. La otra se lo repite, le enseña su teléfono agitándolo en el aire.
Pero tampoco el móvil de Astrid tiene cobertura.
Marta enfurece de pronto. Dice:
–¿Sabes? Todo esto es tu puta culpa.
Los ojos grises de Astrid se abren como se abre la tierra cuando la parte un rayo. Así.
–¿Por qué insulto?
Marta no responde. O sí: se mofa. También hace un gesto con la mano, displicente. Y se pone de pie.
–Vamos –dice.
Y sin entusiasmo, ambas retoman la marcha.
Nada de lo que sucederá dentro de un rato debería suceder nunca. Ni en los sueños ni en la vigilia ni en el único y diminuto y a menudo absurdo mundo que habitan los vivos. Porque nadie debería nunca decidir el daño ajeno. Y menos aún desde la lucidez. Ni el daño ni el dolor ni la devastación ni el perjuicio. Nada de lo que sucederá dentro de un rato debería suceder nunca pero sucederá de todos modos.
Ahora van juntas, casi a la par, y cualquiera que las observara a la distancia podría pensar que son amigas, esto es, que se protegen y se protegerán, que se defienden mutuamente, ahora pero también en el futuro o al menos en el futuro cercano, porque existe entre ellas solidaridad, compañerismo, respaldo y protección, y que ambas desean, para la otra, solo el bien.
Pero no.
Van en silencio. La primera en ver la casa es Astrid. Pedalea despacio procurando no dejar atrás a Marta. Lo que ve está a unos doscientos metros y en realidad solo ve el tejado y algún trozo de pared recortado tras la línea del aligustre. Marta también ve el aligustre y el tejado y tampoco dice nada: ya no se siente a rastras pero no consigue olvidar aquello que la perturba.
Aunque de cerca sería muy fácil de detectar, ninguna de las dos ve todavía el abandono. De la casa y del aligustre y de la hierba que rodea la casa hasta toparse con el aligustre. Tampoco ven la piscina, por supuesto, ni la lona que alguna vez cubrió el rectángulo que forma el vaso. Ni el cartel de SE VENDE amarrado con alambre, ni el que está de cara al bosque ni el de la entrada principal. Vienen pedaleando desde el corazón del valle y todavía no pueden ver nada de eso. Creen que la casa está habitada: ninguna de las dos lo dice pero confían de pleno en ello y es esa confianza la que las ciega.
La primera en ver la casa había sido Astrid pero es Marta quien se adelanta y llega y, sin bajarse de la bicicleta, se asoma por encima del aligustre. Enseguida intuye que allí no hay nadie desde hace mucho tiempo.
–Me cago en tus muertos.
Entonces llega Astrid. Tampoco se baja de la bicicleta. Observa la casa, las maderas que clausuran las ventanas, la hierba crecida como si allí nunca hubiese pisado el ser humano.
–Abandonado –dice.
Y enseguida dice algo más, pero lo dice en su lengua y como si lo murmurara. Tal vez haya dicho Lo que nos faltaba. O Qué putada. O Vaya suerte la nuestra. O Vaya suerte la mía: perderme en medio de un valle con esta chiflada dando por saco. No se sabe lo que murmuró. Lo que sí se sabe es que Marta no dijo nada. O sí, dijo:
–Es tu puta culpa.
Y nuevamente:
–Toda esta mierda es tu puta culpa.
Astrid, los ojos grises bien abiertos, se queda en silencio unos segundos. Tal vez, durante esos segundos de silencio, dude de la realidad. Después de dudar, finalmente dice:
–Por qué culpa de mí.
Tarda muy poco la sangre en hervir.
–¡Que por qué!
Y más. Y como si se lo dijera a ella misma:
–Qué huevos tienes.
Y enseguida, ya con toda la furia desbordándole el cuerpo:
–Te lo diré, bonita: porque le haces morritos a mi chico, gilipollas. Que eres una zorra y una gilipollas. ¿Te enteras?
Astrid, quieta encima de la bicicleta, con el rostro encendido de rojo pero sin entender del todo lo que le está recriminando la otra, no solo duda sino que tiene la mala idea de murmurar palabras en noruego.
Y Marta, la sangre hervida y la ira fuera:
–Oye.
Astrid ya no murmura. Puede que se haya dado cuenta a tiempo.
–Como cuchichees en tu idioma otra vez, te meto.
No entiende ese último verbo conjugado de ese modo pero sí entiende el carácter agresivo de la amenaza. El peligro siempre se entiende.
Cualquiera que hubiese oído esa conversación, cualquiera que hubiese visto el gesto de Marta en ese momento, no habría tenido dudas de que le pegaría, de que se le iría encima como una fiera para agarrarla, como mínimo, de los pelos, de la coleta rubia que le sobresale a Astrid a la altura de la nuca. Cualquiera que las hubiese visto así, una frente a la otra, los ojos bien abiertos y los dientes bien apretados, la duda y el peligro y la sangre hervida, diría que sí, que el puño cerrado de Marta volaría directo hacia la cara de Astrid, cerca de la nariz o de la boca o incluso, de modo exacto, en medio de la nariz o en medio de la boca.
Y eso es lo que habría pasado de no ser por un sonido. Un sonido que salió de la mochila de Marta y que nadie más que ella alcanzó a percibir. Por eso saltó de la bicicleta y se quitó la mochila y sin tiempo a casi nada cogió el móvil y comprobó que tenía cobertura.
Lo primero que hizo fue marcar el número de Fran.
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