Название: Vivir abajo
Автор: Gustavo Faverón
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Candaya Narrativa
isbn: 9788415934813
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–He leído doscientos veintidós.
Al rato llegó su mamá, que siempre iba a recogerlo, y conversamos unos minutos. Por ese tiempo (hablamos de 1974), Hilda y yo éramos las únicas sudamericanas en Brunswick, y sin embargo nuestra relación era de hola y chau. A mí eso me parecía raro. Sobre todo porque ella era secretaria en Biología y su oficina estaba junto a la de Clay. Así que aproveché para invitarla a cenar en casa el sábado. Ella aceptó encantada.
–Anda con tu marido –le dije.
–Está en Paraguay.
El padre de George era oficial del Ejército. Yo creía que estaba asignado al cuerpo diplomático, porque viajaba continuamente a Sudamérica, sobre todo a Paraguay y a Bolivia, a veces por mucho tiempo. Por ejemplo, ese año estaba en Paraguay y solo regresó en febrero del año siguiente. En Paraguay y en Bolivia, en esa época, había dictaduras de derecha. En Paraguay, Stroessner, que estaba desde siempre, y en Bolivia, Hugo Banzer. Eso me daba mala espina.
–Entonces lleva a tu hijo –dije–. A George le va a encantar la biblioteca de Clay.
La tarde del sábado saqué un pastel de jamón y queso del horno y de pronto me distrajo la luna a través de la ventana del comedor. Aún no me acostumbraba a verla de día o a que el sol y la luna estuvieran en lo alto al mismo tiempo. Cada vez que la luna aparecía, yo sentía que de pronto era de noche: ¿o era de noche?
Le pregunté a Hilda por su esposo. Me dijo que trabajaba en inteligencia, en las embajadas americanas en Bolivia y Paraguay. A veces en Argentina. La mayor parte de su trabajo, dijo, consistía en ir a Bolivia cada cierto tiempo a convencer a los generales de que no era el mejor momento para dar un golpe de estado. Le pregunté si se habían conocido allá y dijo que sí, que se conocieron en La Paz, pero que ella era de Santa Cruz. Ya iban a ser doce años. Dijo que, cuando estaba en la universidad (la Universidad de San Andrés, en La Paz), a principios de los sesenta, fue parte de un grupo de estudiantes de izquierda, de oposición al gobierno de Paz Estenssoro, y que la arrestaron en una protesta y la tuvieron en prisión varios días. («No era una prisión», dijo. «Digamos que era un centro de detención, una cárcel semiclandestina»). Según Hilda, su esposo era uno de los supervisores americanos que cuidaban que los estudiantes arrestados no sufrieran abusos ni vivieran en condiciones infrahumanas. Cuando visitó la cárcel hablaron por primera vez. Apenas la dejaron libre, ella lo buscó para darle las gracias. Por algún motivo, tenía la impresión de que él había abogado para que la dejaran ir. Él lo negó, pero días más tarde la buscó y la invitó a cenar. No pasó mucho antes de que se hicieran novios, dijo.
A mí me pareció que a su historia le faltaban piezas, pero no pude preguntar porque en ese momento se oyó el ruido de otro motor y pedí que me disculparan un segundo y dije que seguro era Clay. Abrí la puerta del porche. En la ventisca, los árboles daban la impresión de caminar hacia atrás, como si quisieran ocultarse en el bosque o entremeterse en la bola blanca y lechosa que flotaba al fondo del camino: ¿era la luna? Probablemente, pero también era Clay. Minutos más tarde les pedí a todos que pasaran al comedor. Lo que vino después fue una conversación que duró varias horas, aunque yo la recuerdo como si hubiera durado dos minutos, no sé por qué:
–Hace poco me di cuenta de que no tengo fotografías de mi padre –dice Clay–. Las busqué porque ya no recuerdo su cara.
Clay: cincuentaiún años, pantalón con las bastas húmedas, descalzo, medias verdes, camisa a cuadros de tonos rosáceos y azulinos, de gusto objetable, remangada hasta el antebrazo, barba de fin de semana, cabellera compactada con la forma del gorro de lana que se acaba de quitar, cicatriz en la oreja, anillo de su primer matrimonio. Ánimo: intrigado.
–Mi padre nunca permitió que le tomaran fotos –digo yo–. Decía que siempre era mejor no guardar pruebas de la existencia del pasado. A mí eso me parecía razonable. Además, tomarse fotos es una tortura.
Yo: veintisiete años, pantalón pescador, camiseta gris de mangas largas bajo camiseta negra de mangas cortas, zapatillas azules, pelo castaño recogido en una trenza, aretes de aro, ligeros rasguños en distintas partes del rostro, antigua quemadura en la mano izquierda, varias uñas rotas, actitud expectante, ningún maquillaje, excepto rímel y delineador: belleza natural. Ánimo: permanentemente sobrecogida.
–Mi papá tiene cámaras de torturas –dice George.
George: once años, zapatos guindas, brillantes, camisa blanca de mangas largas, cerradas hasta el puño bajo saco azul con insignia de club imaginario, bluejeans, manicura maternal, callosidad en las yemas de ambos índices, ojeras oscuras, pelo casi marrón que dos años atrás era casi rubio, apariencia general de profesor universitario en miniatura. Ánimo: ilegible.
–Esas no son cámaras de torturas. Son cámaras fotográficas –dice Hilda.
Hilda: treintaisiete años, vestido de flores negras y grises sobre fondo lila, delgada cadena de oro, pendiente de perlas de imitación, diminuto reloj pulsera detenido a las doce, zapatos de charol de taco bajo, pantimedias negras, una curita en el codo, uñas barnizadas pero de color natural, cejas delineadas en exceso, pestañas postizas, ¿mirada despierta?, ¿labios indecisos?, pelo negro, anillo de compromiso, aro matrimonial. Ánimo: ilegible.
–Por eso mismo –dice George.
Probablemente no fue así. Seguro hablamos de libros y películas y alguien contó alguna historia sobre la guerra. O quizás hablamos de las novelas incesantes y George paró la oreja y tuvimos que resumirle la historia a él y a su madre. Lo que recuerdo es que George la estaba pasando muy bien y que a mí verlo contento me produjo una pena muy honda, la misma pena que me producía verlo en silencio en la escuela, y esa fue la vez en que descubrí que George me daba pena más allá de cuál fuera su estado de ánimo. O tal vez sí dijo eso de las cámaras de torturas y eso fue lo que me produjo una lástima inmensa: saber que George tenía esas cosas adentro, que cada vez que decía algo, ese algo era la punta de un iceberg, y que el iceberg era un infierno. Lo otro que recuerdo es que después de comer fuimos al estudio para que George viera la biblioteca. Lo que vino después fue una conversación de pocos minutos que yo recuerdo como si hubiera durado horas. Hilda se quedó de pie. Me pareció incómoda y me disculpé por la falta de sillas (pero sí había sillas). Dijo que no era problema, solo que ella no podía sentarse en el piso. Dijo que tenía una cosa en la espalda. Pregunté qué tal estaba la tarta de manzanas. El policía gordo dijo que estaba deliciosa. (No, perdón, el policía gordo no estaba esa tarde). Le pregunté a Hilda qué tenía en la espalda. Dijo que no era nada, un accidente que le ocurrió hacía muchos años. Un golpe. Un culatazo. Un policía en Santa Cruz. Le pregunté si eso pasó en la época en que conoció a su esposo, cuando la arrestaron. Me dijo que lo del culatazo fue antes. Le pregunté cuántos días estuvo encerrada. Me dijo que unos cien. De inmediato miró su reloj detenido a las doce y dijo que ya era hora de irse. George le preguntó a Clay si tenía libros de poesía. Clay dijo que no, yo dije que sí, Clay СКАЧАТЬ