Vardo. Kiran Millwood Hargrave
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Название: Vardo

Автор: Kiran Millwood Hargrave

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788418217227

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СКАЧАТЬ muertos —dice otro—. Demasiado trabajo para un pueblo lleno de mujeres.

      —Un sudario lleva más trabajo que un ataúd —responde Kirsten con frialdad y Toril se sonroja por la sorpresa—. Le agradecería que no tocase a mi marido.

      Kirsten se sienta al borde de la tumba y, antes de que Maren comprenda qué pretende hacer, ya ha saltado dentro y solo le sobresalen la cabeza y los hombros, con los brazos extendidos.

      Los hombres comparten murmullos mientras Kirsten toma a su marido y desaparece al bajarlo. Vuelven a verla cuando se impulsa para salir y vislumbran un reflejo de su pierna descalza, cubierta por la media.

      Toril chasquea la lengua con desaprobación y le da la espalda. Uno de los hombres ríe, pero Kirsten los ignora, toma un puñado de tierra del montículo y la arroja sobre su marido. Después, pasa por delante de Maren, lo bastante cerca como para verle las lágrimas en las mejillas. Debería acercarse a ella y decir algo, pero siente la lengua inútil como una piedra.

      —Después de todo, sí que lo amaba —murmura mamá, y Maren se muerde la lengua para no responder. Cualquier idiota habría visto que Kirsten amaba a su marido. Los veía a menudo paseando juntos y compartiendo risas como grandes amigos. La llevaba a los campos y, a veces, salían juntos a navegar. Si lo hubiera acompañado el día de la tormenta, las mujeres de Vardø estarían todavía más perdidas de lo que ya están.

      El pastor Kurtsson avanza para bendecir la tumba. Aprieta la mandíbula y Maren supone que le avergüenza que Kirsten haya sido tan atrevida ante los hombres.

      —Que la misericordia de Dios sea contigo —entona con su voz vacilante, sin añadir mucho sobre el hombre que nunca conoció.

      —Kirsten no debería haber hecho eso. —Diinna aparece junto a Maren y observa al pastor. Se apoya la mano en el vientre. El bebé llegará en cualquier momento y la pena bloquea la garganta a Maren; su hermano estará bajo tierra antes de que su hijo respire. Siente el impulso repentino de alargar la mano y tocar a su cuñada, de sentir el calor de su estómago y del bebé que lleva dentro, pero ni siquiera la Diinna de antes habría tolerado algo así. La nueva Diinna es dura como una piedra y Maren no se atreve ni a preguntar.

      Ninguna otra mujer participa en el entierro de sus parientes. Los hombres trabajan de forma metódica: dos levantan un cuerpo y se lo pasan a otros dos, dentro de la tumba. Las familias se adelantan para lanzar un puñado de tierra, el pastor Kurtsson bendice la tumba y la cubren. Nadie llora ni cae de rodillas. Las mujeres están cansadas, entumecidas, hastiadas. Toril reza sin cesar y las palabras se mecen al viento.

      El ciclo se repite hasta que llega el momento de vaciar el segundo cobertizo. El pastor Kurtsson arquea una ceja pálida al ver el sudario de abedul plateado. Mamá tira del de papá y alterna la mirada entre el pastor y Maren.

      —A lo mejor deberíamos pedir a Toril…

      —No me queda tela —dice la aludida.

      —Tengo una vela…

      —Tampoco me queda hilo —añade Toril, que les da la espalda para marcharse a casa, con su hijo y su hija a rastras.

      La siguen Sigfrid y Gerda. Maren está segura de que Diinna, mamá y ella se quedarán solas para enterrar a sus muertos, pero las demás mujeres no se marchan para ver cómo bajan y cubren a Mads, luego a papá, a Erik y, por último, a Baar.

      Esa noche, cuando los hombres de Kiberg ya se han marchado, Maren camina hacia las tumbas con el mechón de pelo de Erik en el bolsillo y la idea de enterrarlo con él. Ha decidido que es un recuerdo macabro y que podría envenenar sus sueños, dejar que el mar se filtre en ellos. Las noches ya no son tan oscuras como en invierno y, en la penumbra, las tumbas se le antojan una manada de ballenas en el horizonte, jorobadas y amenazantes. Es incapaz de acercarse.

      No obstante, sabe lo que son: terreno sagrado, bendecido por un hombre de Dios, donde no hay nada más que los restos de sus hombres. Sin embargo, ahora, mientras el viento silba entre los canales abiertos de la isla y las casas iluminadas quedan a su espalda, caminar hacia ellos le parece tan malhadado como saltar de un acantilado. Se las imagina saltando y cayendo, y siente que el mundo se tambalea bajo sus pies. Confundida, deja de apretar el mechón de pelo de Erik y el viento se lo arranca de los dedos y se lo lleva volando.

      Más tarde, esa misma noche, el ruido de la puerta despierta a Maren. Mamá está acurrucada entre las mantas como un caracol dentro de su caparazón, inhalando aire viciado. Ha insistido en que sigan compartiendo la cama, aunque Maren duerme peor así.

      Se incorpora y se tensa por los nervios cuando la puerta se cierra. No ve a nadie, solo siente una presencia. Oye una especie de gruñido y una respiración agitada, como la de un animal. Suena como si tuviera la boca llena de tierra y se ahogara.

      —¿Erik?

      Se pregunta si lo ha invocado, si lo ha conjurado con sus sueños y oraciones, y se asusta tanto que pasa sobre el cuerpo de su madre para alcanzar el hacha de papá. Entonces, oye a Diinna sollozar cuando una sacudida de dolor la hace caer de rodillas y distingue su silueta. Maren se reprende a sí misma: un espíritu no abriría una puerta y, además, un hacha no le serviría de nada.

      —Iré a buscar a fru Olufsdatter.

      —No —replica Diinna sin aliento—. Quiero que seas tú.

      Guía a Diinna hasta la alfombra frente a la chimenea. Mamá está despierta y aviva el fuego para que la luz se derrame sobre el suelo, trae unas mantas y pone agua a calentar. Luego, agarra una tira de cuero para que Diinna la muerda y empieza a hacer sonidos relajantes.

      No les hace falta la correa; Diinna tan solo emite algunos jadeos. Suena como un perro maltratado, gime y se muerde el labio. Maren se coloca junto a su cabeza y mamá le quita la ropa interior. Está mojada y toda la habitación huele al sudor de Diinna. Está empapada; Maren le seca la frente con un paño mientras trata de no mirar el oscuro montículo entre las piernas de Diinna, donde las manos de su madre resbalan y trabajan. Nunca ha visto nacer a un niño, solo animales, y, a menudo, no sobreviven. Intenta desterrar los recuerdos de lenguas flácidas que cuelgan entre mandíbulas blandas.

      —Ya viene —sentencia mamá—. ¿Por qué no nos has avisado antes?

      Diinna apenas puede hablar por el dolor, pero susurra:

      —He golpeado la pared.

      Maren le seca la frente de nuevo y le susurra al oído, disfrutando de la cercanía que el dolor de Diinna les permite, como en los viejos tiempos. Pronto, la luz que atraviesa el fino tejido de las cortinas de la ventana se encuentra con la del fuego y quedan atrapadas en una neblina blanca y brillante. Maren siente que la bruma del mar la envuelve mientras Diinna se aferra a ella como si fuera un ancla para que la mantenga firme entre las mareas del dolor. La besa en la frente y le sabe a sal.

      Cuando por fin llega el momento de empujar, Diinna aletea como un pez fuera del agua y convulsiona contra el suelo.

      —Sujétala —ordena mamá.

      Maren lo intenta, pero nunca ha sido más fuerte que Diinna y no espera serlo ahora. Se sienta detrás para que se apoye en ella y le susurra al oído. Sus propias lágrimas se mezclan con las de su cuñada mientras esta se retuerce y, al final, un grito sale de entre sus piernas y responde a sus lamentos.

      —Es un niño. —La voz de mamá refulge de alegría, aunque esconde СКАЧАТЬ