Название: Tres flores de invierno
Автор: Sarah Morgan
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Top Novel
isbn: 9788413486574
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Pronto volverían a estar juntas las tres hermanas y Suzanne sabía que ese año la Navidad sería perfecta.
Estaba segura.
Capítulo 2
Beth
La maternidad la estaba matando.
Beth intentaba en vano sacar a sus hijas de su juguetería favorita cuando llegó la llamada. Por un momento se sintió culpable, como si la hubieran pillado haciendo algo que no debía.
Le había prometido a Jason que no compraría más juguetes, pero no se le daba bien negarles nada a las niñas. Su marido subestimaba continuamente la insistencia de las niñas. Nadie podía acabar con la determinación de una persona tan fácilmente como un niño decidido. «Por favor, mamá. Por favor, por favor…».
A ella le resultaba especialmente difícil porque quería a toda costa ser una buena madre y tenía la desagradable sospecha de que no lo era. Había descubierto que había una gran brecha entre la intención y la realidad.
Sacó el teléfono y apartó a Ruby de otro camión de bomberos gigante, ese con luces parpadeantes y una sirena ruidosa, que sin duda lo habría diseñado un hombre joven, soltero y sin hijos.
No reconoció el número, pero contestó de todos modos, reacia a perder lo que podía ser la oportunidad de una conversación con un ser adulto. Desde que tenía hijos, su mundo se había encogido, y tenía la sensación de haberse encogido con él.
Esos días estaba dispuesta a hacer amistad con cualquiera que no quisiera hablar de problemas para comer, dormir o de comportamiento. La semana anterior se había descubierto prolongando una conversación con alguien que quería venderle un seguro del coche, aunque no tenía coche. Al final había colgado el vendedor, lo cual debía de ser todo un hito en la historia de las llamadas de ventas.
—Hola —dijo.
El teléfono estaba pegajoso e intentó no pensar en la procedencia de la sustancia pegada a él. ¿La golosina favorita de Melly? Cuando Beth estaba embarazada, había decidido no dar jamás azúcar a sus vástagos, pero esa, al igual que tantas otras resoluciones, se había evaporado ante el fuego feroz de la realidad.
—¡Quiero el camión de los bomberos, mamá!
Como siempre, a las niñas les daba igual que estuviera hablando por teléfono y seguían hablando con ella. Ni descansos para publicidad, ni para ir al baño y, desde luego, no para llamadas telefónicas.
Sus necesidades eran las últimas de la fila.
Beth siempre había sabido que quería tener hijos. Lo que no sabía antes de ser madre era a cuánto de sí misma tendría que renunciar en el proceso.
Se volvió ligeramente para poder oír a la persona que llamaba.
—¿Beth McBride? —era una voz vigorosa y formal. Una mujer con un objetivo, que tachaba esa llamada de su lista de cosas que hacer.
En otro tiempo, Beth había sido como esa mujer. Había disfrutado del glamour y el brillo de Manhattan. Del ritmo frenético de la ciudad. Había sido como probarse un vestido y descubrir que te sienta perfectamente y que no quieres quitártelo nunca. Quieres comprarte dos por si se estropea uno y altera de algún modo esa imagen perfecta.
Y luego, un día, te despiertas y descubres que el vestido ya no es tuyo. Lo has echado de menos. Has visto a otras personas con él y has querido arrancárselo.
—Beth McBride al habla.
McBride.
Hacía años que nadie la llamaba así. Años que era Bethany Butler.
—Beth, soy Kelly Porter, de KP Recruiting.
Beth habría soltado el teléfono, de no ser por la sustancia pegajosa que lo mantenía soldado a su palma.
Antes de tener hijos, había trabajado en relaciones públicas para distintas empresas de estética. Había empezado por abajo, pero había subido rápidamente, y Kelly le había buscado al menos dos de aquellos trabajos.
—Hola, Kelly. Me alegro de oírte —Beth se alisó el pelo y se puso un poco más recta, aunque no era una videollamada.
Ella era Beth McBride, una persona que recibía llamadas de agencias de contratación.
—Tengo algo que podría interesarte.
A Beth le interesaba cualquier cosa que no gritara, mojara nada ni dejara marcas en el suelo, pero no conseguía entender por qué la llamaba Kelly.
Jason y ella habían hablado de que volvería a trabajar en algún momento, cuando las niñas fueran más mayores. Con Ruby ya en preescolar, había llegado el momento de volver a tener esa conversación, pero Beth solía estar demasiado agotada para defender su caso.
Por no hablar de la parte de ella que se sentía culpable por querer dejar a las niñas.
—Te escucho.
—Tengo entendido que has tenido un paréntesis profesional —el tono de Kelly daba a entender que catalogaba eso en el mismo grupo de sucesos desafortunados que el tifus o la fiebre amarilla.
—Llevo un tiempo concentrándome en mi familia, sí —repuso Beth.
Le quitó a Melly un disfraz de princesa de la mano y negó con la cabeza. Melly tenía ya un armario lleno de vestidos de princesa. Jason se pondría como loco si le compraba otro, y más estando tan cerca la Navidad.
—¿Has oído hablar de Glow PR? —preguntó Kelly, ignorando la mención a la familia—. Es un equipo joven y dinámico que empieza a hacerse un nombre. Buscan a alguien de tu perfil.
¿Cuál era exactamente su perfil?
Beth era esposa, madre, cocinera, taxista, limpiadora, líder de juegos y ayudante personal. Podía limpiar salsa de espaguetis de las paredes y recitar todos los libros ilustrados de Ruby sin sacarlos de la estantería.
A su lado, en la pared, había un espejo rodeado de tanta cantidad de rosa y purpurina como para satisfacer a la aspirante a princesa más exigente. Podía parecer un objeto sacado de un cuento de hadas, pero la imagen que le devolvía la mirada a Beth no tenía nada de cuento de hadas.
Tenía el pelo moreno, y sus pocos intentos de tiempo atrás por teñirse de un tono un poco más claro la habían convencido de que algunas personas habían nacido para ser morenas. En ese momento tenía ojeras oscuras, como si la naturaleza estuviera decidida a mostrar lo cansada que estaba.
En otro tiempo había creído que sabía todo lo que había que saber sobre belleza y cómo conseguir una cierta imagen, pero después había aprendido que el mejor producto de belleza no era una crema para la cara ni una sombra de ojos, sino una noche seguida de sueño y, desgraciadamente, eso no se vendía en frascos.
—Mamá —Ruby le tiró del abrigo—. ¿Puedo jugar con tu teléfono?
Ruby siempre quería todo lo que tenía Beth.
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