Название: El retrato de Dorian Gray
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074576610
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–Margaret Devereux era una de las criaturas más encantadoras que he visto nunca, Harry. Qué la impulsó a comportarse como lo hizo es algo que nunca entenderé. Podría haberse casado con quien hubiera querido. Carlington estaba loco por ella. Pero era una romántica. Todas las mujeres de esa familia lo han sido. Los hombres no valían nada, pero, cielo santo, las mujeres eran maravillosas. Carlington se declaró de rodillas. Me lo dijo él mismo. Margaret Devereux se rio de él, y no había por entonces una chica en Londres que no quisiera pescarlo. Y, por cierto, Harry, hablando de matrimonios estúpidos, ¿qué es esa patraña que me cuenta tu padre de que Dartmoor se quiere casar con una americana? ¿Es que las chicas inglesas no son lo bastante buenas para él?
–Ahora está bastante de moda casarse con americanas, tío George.
–Yo apoyo a las mujeres inglesas contra el mundo entero, Harry –dijo lord Fermor, golpeando la mesa con el puño. –Todo el mundo apuesta por las americanas.
–No duran, según me han dicho –murmuró su tío. –Las carreras de fondo las agotan, pero son inigualables en las de obstáculos. Lo saltan todo sin pestañear. No creo que Dartmoor tenga la menor posibilidad.
–¿Quiénes son sus padres? –gruñó el anciano–. ¿Acaso los tiene? Lord Henry negó con la cabeza.
–Las jóvenes americanas son tan inteligentes para esconder a sus padres como las mujeres inglesas para ocultar su pasado –dijo lord Henry, levantándose para marcharse.
–Serán chacineros, supongo.
–Eso espero, tío George, por el bien de Dartmoor. Me dicen que la chacinería es una de las profesiones más lucrativas de los Estados Unidos, después de la política.
–¿Es bonita esa muchacha?
–Se comporta como si fuese hermosa. La mayoría de las americanas lo hacen. Es el secreto de su encanto.
–¿Por qué no se quedan en su país? Siempre nos están diciendo que es el paraíso de las mujeres.
–Lo es. Ésa es la razón de que, como Eva, estén tan excesivamente ansiosas de abandonarlo –dijo lord Henry–. Adiós, tío George. Gracias por darme la información que quería. Me gusta saberlo todo sobre mis nuevos amigos y nada sobre los viejos.
–¿Dónde almuerzas hoy, Harry?
–En casa de tía Agatha. He hecho que me invite, junto con el señor Gray, que es su último protégé.
–¡Umm! Dile a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con sus empresas caritativas. Estoy harto. Caramba, la buena mujer cree que no tengo nada mejor que hacer que escribir cheques para sus estúpidas ocurrencias.
–De acuerdo, tío George, se lo diré, pero no tendrá ningún efecto. Las personas filantrópicas pierden toda noción de humanidad. Se las reconoce por eso.
El anciano caballero gruñó aprobadoramente y llamó para que entrara su criado.
Lord Henry atravesó unos soportales de poca altura para llegar a Burlington Street, y dirigió sus pasos en dirección a la plaza de Berkeley.
Aquélla era, por tanto, la historia familiar de Dorian Gray. Pese a lo esquemático del relato, le había impresionado porque hacía pensar en una historia de amor extraña, casi moderna. Una mujer hermosa que se arriesga a todo por una loca pasión. Unas pocas semanas de felicidad sin límite truncadas por un crimen odioso, por una traición. Meses de silenciosos sufrimientos, y luego un hijo nacido en el dolor. La madre arrebatada por la muerte, el niño abandonado a la soledad y a la tiranía de un anciano sin corazón. Sí; unos antecedentes interesantes, que situaban al muchacho, que le añadían una nueva perfección, por así decirlo. Detrás de todas las cosas exquisitas hay algo trágico. Para que florezca la más humilde de las flores se necesita el esfuerzo de mundos… Y, ¡qué encantador había estado durante la cena la noche anterior, cuando, la sorpresa en los ojos y los labios entreabiertos por el placer y el temor, se había sentado frente a él en el club, las pantallas rojas de las lámparas avivando el rubor despertado en su rostro por el asombro! Hablar con él era como tocar el más delicado de los violines. Dorian respondía a cada toque y vibración del arco… Había algo terriblemente cautivador en influir sobre alguien. No existía otra actividad parecida. Proyectar el alma sobre una forma agradable, detenerse un momento; emitir las propias ideas para que las devuelva un eco, acompañadas por la música de una pasión juvenil; transmitir a otro la propia sensibilidad como si se tratase de un fluido sutil o de un extraño perfume; allí estaba la fuente de una alegría verdadera, tal vez la más satisfactoria que todavía nos permite una época tan mezquina y tan vulgar como la nuestra, una época zafiamente carnal en sus placeres y enormemente vulgar en sus metas… Aquel muchacho a quien por una extraña casualidad había conocido en el estudio de Basil encarnaba además un modelo maravilloso o, al menos, se le podía convertir en un ser maravilloso. Suyo era el encanto, y la pureza inmaculada de la adolescencia, junto a una belleza que sólo los antiguos mármoles griegos conservan para nosotros. No había nada que no se pudiera hacer con él. Se le podía convertir en un titán o en un juguete. ¡Qué lástima que semejante belleza estuviera destinada a marchitarse! … ¡Y Basil? Desde un punto de vista psicológico, ¡qué interesante era! Un nuevo estilo artístico, un modo nuevo de ver la vida, todo ello sugerido de manera tan extraña por la simple presencia de alguien que era todo eso de manera inconsciente; el espíritu silencioso que mora en bosques sombríos y camina sin ser visto por campos abiertos, mostrándose, de repente, como una dríade, y sin temor, porque en el alma que la busca se ha despertado ya esa singular capacidad a la que corresponde la revelación de las cosas maravillosas; las simples formas, los simples contornos de las cosas que se estilizaban, por así decirlo, adquiriendo algo semejante a un valor simbólico, como si fuesen a su vez el esbozo de otra forma más perfecta, a cuya sombra dotaban de realidad: ¡qué extraño era todo! Recordaba algo parecido en la historia del pensamiento. ¿No fue Platón, aquel artista de las ideas, quien lo había analizado por vez primera? ¿No había sido Buonarotti quien lo esculpió en el mármol multicolor de una sucesión de sonetos? Pero en nuestro siglo era extraño… Sí; trataría de ser para Dorian Gray lo que él, sin saberlo, había sido para el autor de aquel retrato maravilloso. Trataría de dominarlo; en realidad ya lo había hecho a medias.
Haría suyo aquel espíritu maravilloso. Había algo fascinante en aquel hijo del Amor y de la Muerte.
De repente, lord Henry se detuvo y contempló las casas que lo rodeaban. Se dio cuenta de que había dejado atrás la de su tía y, sonriendo, volvió sobre sus pasos. Cuando entró en el vestíbulo, un tanto sombrío, el mayordomo le hizo saber que los comensales ya se habían sentado a la mesa. Entregó el sombrero y el bastón a uno de los lacayos y pasó al comedor.
–Tarde como de costumbre –exclamó su tía, reprendiéndolo con un movimiento de cabeza.
Lord Henry inventó una excusa banal y, después de acomodarse en el sitio vacío al lado de lady Agatha, miró a su alrededor para ver a los invitados. Dorian Gray le hizo una tímida inclinación de cabeza desde el extremo de la mesa, apareciendo en sus mejillas un rubor de satisfacción. Frente a él tenía a la duquesa de Harley, una dama con un carácter y un valor admirables, muy querida por todos los que la conocían, y con las amplias proporciones arquitectónicas a las que los historiadores contemporáneos, cuando no se trata de duquesas, dan el nombre de corpulencia. A su derecha estaba sentado sir Thomas Burdon, miembro radical del Parlamento, que seguía a su líder en la vida pública y a los mejores cocineros en la privada, cenando СКАЧАТЬ