Название: Obras de Emilio Salgari
Автор: Emilio Salgari
Издательство: Ingram
Жанр: Современная зарубежная литература
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377208
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—No lo escuché en Shaja —contestó Sandokán, que por poco se traiciona—, sino en las Romades, en cuyas playas desembarqué hace días. Allí me hablaron de una joven de incomparable belleza, que montaba como una amazona y que cazaba fieras; que por las tardes fascinaba a los pescadores con su canto, más dulce que el murmullo de los arroyos. ¡Ah, milady, también yo quise oír esa voz algún día!
—¿Conque tantas gracias me atribuyen? —dijo ella riendo.
—Sí, y ahora veo que decían la verdad —exclamó el pirata con acento apasionado.
—¡Adulador!
—Querida sobrina —dijo el lord—, ¿vas a enamorar también a nuestro príncipe?
—¡De eso estoy convencido! —exclamó Sandokán—. Y cuando salga de esta casa para volver a mi lejana tierra, diré a mis compatriotas que una joven de rostro blanco ha conmovido el corazón de un hombre que creía tenerlo invulnerable.
La conversación continuó luego acerca de la patria de Sandokán y de Labuán. Así que se hizo noche, el lord y su sobrina se retiraron.
Cuando el pirata quedó solo estuvo largo rato inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por donde había salido Mariana. Parecía sumido en profundos pensamientos e invadido de una emoción vivísima.
Así permaneció algunos minutos, con el rostro alterado, la frente perlada por el sudor, hundidas las manos en los espesos cabellos hasta que por fin aquellos labios que no querían abrirse, pronunciaron un nombre:
—¡Mariana!
El pirata no pudo refrenarse más.
—¡Maldición! —exclamó con rabia, retorciéndose la manos—. ¡Siento que me vuelvo loco, siento que... la amo!
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Capítulo 7: Curación y amor
Lady Mariana Guillonk había nacido bajo el hermoso cielo de Italia, en las orillas del golfo de Nápoles, de madre italiana y padre inglés.
Huérfana a los once años y heredera de una sólida fortuna, la recogió su tío James, su único pariente.
En ese entonces James Guillonk era uno de los más intrépidos lobos de mar de Europa y Asia, que cooperaba con James Broocke, el rajá de Sarawack, en el exterminio de piratas malayos.
Aunque no tenía gran cariño por su sobrina, decidió embarcarla en su propia nave y llevarla con él a Borneo.
Durante tres años la muchacha fue testigo de sangrientas batallas donde perecieron miles de piratas y que dieron a Broocke una triste celebridad.
Un día lord Guillonk se cansó de matanzas y peligros, abandonó el mar y se estableció en Labuán.
Lady Mariana había adquirido una fiereza y una energía sin igual. Obligada ahora a vivir en tan extraño lugar, se dedicó a completar su propia educación. Poseía una voluntad muy firme y poco a poco fue modificando la feroz rudeza adquirida en su contacto con la gente de mar. Se convirtió en una apasionada cultivadora de la música, de las flores, de las bellas artes, gracias a las enseñanzas de una antigua amiga de su madre, muerta más tarde bajo la inclemencia del clima tropical.
No perdió su pasión por las armas y por los ejercicios violentos y recorría a caballo los bosques persiguiendo tigres, o se arrojaba intrépidamente en las azules olas del mar malayo. Con mucha frecuencia se la veía en los lugares donde reinaban el infortunio y la miseria, socorriendo a todos los indígenas de los alrededores.
Y de este modo conquistó el sobrenombre de Perla de Labuán, que hizo latir el corazón del Tigre de la Malasia. Pero la niña, alejada por completo de la civilización, se convirtió en mujer sin darse cuenta, hasta que al ver al fiero pirata experimentó sin saber por qué, una extraña turbación.
Veía siempre ante sus ojos al herido, se le aparecía en sueños su altivo rostro en que se transparentaba un valor indomable.
Después de fascinarlo con sus ojos, su voz y su belleza, a su vez ella quedó fascinada y vencida.
En un principio procuró reaccionar contra aquellos latidos de su corazón, nuevos para ella como eran nuevos para Sandokán. Pero fue en vano. Sentía que una fuerza irresistible la empujaba hacia ese hombre; sólo era feliz cuando estaba junto a su lecho calmando los agudos dolores de su herida.
Cuando ella cantaba las dulces canciones de su país natal, él no era ya más el pirata sanguinario. Conteniendo la respiración, bañado en sudor, escuchaba como en un ensueño, y al morir la nota final de la mandolina, permanecía con los ojos fijos en la joven, olvidado de Mompracem, de sus tigrecitos, y de sus batallas.
Los días pasaron rápidamente y la curación, ayudada por el amor que le devoraba la sangre, marchaba a toda prisa.
Un día el lord encontró al pirata en pie y dispuesto para salir.
—¡Cuánto me alegro de verlo así, amigo mío! —dijo.
—Me siento tan fuerte que lucharía con un tigre —contestó Sandokán.
—Entonces lo pondré a prueba. He invitado a algunos amigos a cazar un tigre que ronda a menudo los muros de mi parque, y ya que está sano, daremos la batida mañana por la mañana.
—Seré de la partida, milord.
—Bien. Además, creo que será usted mi huésped durante algún tiempo más.
—Debo marcharme pronto, milord; me llaman asuntos graves.
—Para los negocios siempre hay tiempo. No lo dejaré marchar antes de algunos meses. Déme su palabra de que se quedará.
Para Sandokán quedarse en la quinta, cerca de la joven que lo fascinaba, era la vida, era todo. No pedía más por el momento.
¿Qué le importaba que en Mompracem lo lloraran por muerto? ¿Qué le importaba su fiel Yáñez, cuando Mariana comenzaba a corresponderle? ¿Qué le importaba no experimentar las emociones terribles de las batallas, si ella le hacía sentir emociones mucho más sublimes? ¿Qué le importaba que lo descubrieran y que lo mataran, si todavía respiraba el mismo aire que respiraba Mariana?
—Sí, milord, me quedaré el tiempo que usted quiera —contestó—. Acepto su hospitalidad y si algún día, no olvide estas palabras, milord, nos encontramos con las armas en la mano como valientes enemigos, recordaré cuánto agradecimiento le debo.
El inglés lo miró estupefacto.
—¿Por qué habla así?
—Quizás lo sepa algún día.
El lord antes de salir se volvió al pirata y le dijo:
—Si quiere bajar al parque, encontrará en él a mi sobrina, cuya compañía espero que le hará más agradable el tiempo.
—¡Gracias, milord!
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