Название: La hermana San Sulpicio
Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664093462
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—Mucho.
Vagamos todavía un rato por los jardines, pero no volvimos a tropezar con ellas. En cambio, fuimos a dar a un cenador donde tres o cuatro bañistas leían periódicos. Mi patrón entabló conversación con ellos. Se habló de política: la proximidad de una guerra entre Francia y Alemania era lo que preocupaba la atención en aquel momento. Pesáronse las probabilidades de triunfo por una y otra parte. Uno de aquellos señores, hombre gordo, de piernas muy cortas y traje claro, apostaba por Alemania; los otros dos ponían por Francia. Cuando hubieron discutido un rato, mi patrón intervino, sonriendo con superioridad.
—No lo duden ustedes, la victoria esta vez será de Francia.
—Yo lo creo así también. Francia se ha repuesto mucho y se ha de batir mejor y con más gana que la primera vez—dijo uno.
—Pues yo creo que están ustedes en un error—saltó el hombre gordo.—Alemania es un país exclusivamente militar; todas sus fuerzas van a parar a la guerra; no se vive más que para la guerra... Además, ¿qué me dicen ustedes de Bismarck?... ¿Y de Moltke? Mientras ese par de mozos no revienten, no hay peligro que Alemania sea vencida.
—Yo le digo a usted, caballero—contestó mi patrón con sonrisa más acentuada, en tono excesivamente protector,—que todo eso está muy bien, pero que vencerá Francia.
—Mientras no me diga usted más que eso, como si no me dijera nada... Lo que yo quiero son razones—respondió el hombre gordo, un poquillo irritado ya.
—No es posible dar razones. Lo que le digo es que Alemania será vencida—manifestó mi patrón con grave continente y una expresión severa en la mirada que yo no le había visto.
—¿Qué me dice usted? ¿De veras?—replicó el otro riendo con ironía.
Entonces mi patrón, encendido por la burla, profirió furiosamente:
—Sí, señor; se lo digo a usted... Sí, señor, le digo a usted que vencerá Francia.
—Pero, hombre de Dios, ¿por qué?—preguntó el otro con la misma sonrisa.
—¡Porque quiero yo!... ¡Porque quiero yo que venza Francia!—gritó el señor Paco con la faz pálida ya y descompuesta, los ojos llameantes.
Nos quedamos inmóviles y confusos, mirándonos con estupor. Un mismo pensamiento cruzó por la mente de todos. Y reinó un silencio embarazoso por algunos segundos, hasta que uno de los bañistas, volviéndose para que no se le viera reír, entabló otra conversación.
—Allá va el padre Talavera con unas monjas.
Me apresuré a mirar por entre las hojas de la enredadera, y en efecto vi el grupo a lo lejos. El bañista que nos lo había anunciado metía el rostro por el follaje para que no se oyesen las carcajadas que no era poderoso a reprimir.
Mi patrón, avergonzado, y otra vez con aquella expresión humilde e inocente en los ojos de perro de Terranova, me dijo tirándome de la ropa:
—D. Ceferino, ya es la hora de almorzar; ¿nos vamos?
Despedímonos de aquellos señores, que apenas nos miraron, y subimos a una de las calesas que partían para el pueblo. Mientras caminábamos hacia él, el señor Paco me dijo con acento triste y resignado:
—Aquellos señores se han quedado riendo de mi... Bueno; algún día se arrepentirán de esa risa y se llamarán borricos a sí mismos... ¡Si yo pudiese hablar!... Pero no está lejano el día en que vendrán los más altos personajes a pedirme de rodillas que les revele mi secreto...
—¡Diablo, diablo!—exclamé para mí.—¡He venido a parar a casa de un loco!
III
Me enamoro de la hermana San Sulpicio.
OS días después, el señor Paco, yendo conmigo de paseo otra vez, me reveló la mitad de su secreto. Los alemanes no podían vencer porque tenía pensado ofrecer a la Francia un sistema de cañones que daba al traste con todos los inventos que hasta ahora se habían realizado en materia de artillería. Era un cañón el suyo extraordinario, mejor dicho, maravilloso; un hombre lo podía subir a la montaña más alta.
—No será de hierro.
—No, señor.
—¿De madera?
—Tampoco.
—¿De papel?
—No, señor.
Quedeme reflexionando un instante.
—¿Y tiene el mismo calibre que los demás?
—Cuanto se quiera.
—¡No comprendo!...
El señor Paco me miraba con sus grandes ojos inocentes, donde brillaba una sonrisa de triunfo.
—No puedo decirle ahora, D. Ceferino, de qué está hecho; pero no tardará usted en saberlo... Dentro de pocos días empezará a construirse el modelo en París... Ya verá usted, ya verá adónde llega mi nombre... Por supuesto que si Bismarck supiese lo que tiene encima, ya estaría ofreciéndome el dinero que quisiera... Pero yo no le vendo el secreto así me entierre en oro, ¿está usted?... Aunque sea de balde se lo doy yo al francés primero que al pruso... Cada hombre tiene su simpatía, ¡vamos!... Usted tiene más aquel por una persona, y le da la sangre del brazo, y a otro ni el agua...
—Tiene usted mucha razón—repuse.—El asunto es tan serio y trascendental que los intereses particulares de una persona, siquiera sean los del mismo inventor, deben posponerse a los de tantos millones de seres...
El inventor quiso conmoverse.
—Sí, señor; primero me quedo con él en el cuerpo que se lo dé al príncipe de Bismarck... y eso que mire usted, D. Ceferino, yo no tengo motivo para estar agradecido de los franceses. Aquí ha venido uno hace dos años, un monsieur Lefebre, que me ha quedado a deber quince días de pupilaje.
—Doblemente le honra a usted esa generosidad.
Se enterneció el señor Paco, y si hubiera insistido un poco, tengo la seguridad de que llegaría a revelarme la primera materia de su famoso cañón; pero tenía yo prisa en aquel momento y no abusé de su blandura.
Las monjas, como me había dicho el patrón, ocupaban dos habitaciones no lejos de la mía. En una de ellas dormía la madre y en la otra las hermanas San Sulpicio y María de la Luz. No bajaban a comer en la mesa redonda, sino que lo hacían en su cuarto. Lo mismo los suyos que el mío, tenían la salida a un corredor abierto que daba СКАЧАТЬ