El intruso. Vicente Blasco Ibanez
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Название: El intruso

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664152237

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СКАЧАТЬ de mena y volverlas á su primitivo sitio. Después de una mala comida de alubias y patatas, con un poco de bacalao ó tocino, dormían en aquel tabuco, sin quitarse más que las botas ó, cuando más, el chaquetón, conservando las ropas impregnadas de sudor ó mojadas por la lluvia. El aire, estancado bajo un techo que podía tocarse con las manos, hacíase irrespirable á las pocas horas, espesándose con el vaho de tantos cuerpos, impregnándose del olor de suciedad. Los parásitos anidados en los pliegues del camastro, en las junturas de la madera, en los agujeros del techo, salían de caza con la excitación del calor, ensañándose al amparo de la obscuridad en los cuerpos inánimes que duermen con el sueño embrutecedor de la fatiga. En las noches tormentosas, cuando el viento pasa de parte á parte la casucha por sus resquicios y grietas, amenazando derribarla, los cuerpos vestidos y malolientes se buscan y se estrechan ansiando calor, y los sudores se juntan, las respiraciones se confunden, la suciedad fraterniza.

      El médico consideraba que aquellos ocho hombres que dormían en común eran amigos, eran compatriotas, ligados por el nacimiento y las aventuras de su peregrinación anual: y su pensamiento iba hacia otras casas de peones, tan míseras como aquella, donde los hombres acostados en la misma cama no se habían visto nunca; donde el infeliz muchacho, recién llegado de su tierra, dormía en contacto con un individuo, con otro que también acababa de llegar á la mina, tal vez recién salido del presidio ó fugitivo por algún crimen. Los cuerpos extraños se juntaban bajo la misma pegajosa cubierta, la carne se rozaba con otra carne sudorosa, tal vez enferma de peligrosas infecciones. Y esta promiscuidad, bajo la misma manta, de viejos y jóvenes, de inocentes jayanes recién venidos de su tierra y veteranos de la vida errante, conocedores de todas las corrupciones, se efectuaba en medio de una forzada abstinencia de la carne, en un país donde por las condiciones del trabajo, los hombres son mucho más numerosos que las mujeres, y la continua afluencia de presidiarios licenciados traía consigo todas las criminales aberraciones de la virilidad aislada.

      Aresti vió al enfermo en el fondo del camastro, junto á la pared, respirando jadeante. Estaba acostumbrado á visitar los tabucos de los mineros: nada le extrañaba, y con agilidad de muchacho saltó encima del tablado, marchando de rodillas sobre los jergones. Encendió una cerilla y entonces vió en el tabique de la cabecera que en otros tiempos había sido blanco, un crucifijo y varias estampas de colores, representando generales contemporáneos, con el ros calado y el pecho cubierto de bandas y cruces, héroes de la guerra que se habían cubierto de gloria entregando territorios al enemigo ó fusilando en masa á indígenas indefensos.

      El médico no pudo contener su risa.

      —¿Por qué estarán aquí estos tíos?...

      Las estampas habrían sido pegadas como adorno, sin fijarse en los personajes; ó tal vez serían recuerdos de algún antiguo soldado, cándido y entusiasta, que creería haber servido á las órdenes de caudillos inmortales.

      El enfermo tenía los ojos cerrados, y respiraba trabajosamente. Su piel ardía. Estaba vestido, conservando las mismas ropas, mojadas por la lluvia de la noche anterior.

      —Una pulmonía de padre y señor mío—dijo el doctor arrojando la cerilla y saliendo del camastro otra vez de rodillas.

      Afuera, junto al fogón, escribió una receta en una hoja de su cartera, encargando al pobre pinche, que después de la visita parecía más tranquilo, que bajase por los medicamentos al hospital.

      Cuando Aresti salió de la barraca, después de hacer varias recomendaciones á la vieja, vió que le aguardaba en medio del camino un contratista de los más amigos. Iba vestido de flamante pana; sobre el chaleco brillábale una gruesa cadena de oro y calzaba altas polainas fabricadas con la tela impermeable que servía de forro á las cajas de dinamita.

      —Hola, Milord—dijo el médico.—¿Qué, hoy no hay oficios divinos en la capilla de Baracaldo?

      —No, don Luis—dijo el contratista con cierta unción en sus palabras.—Demasiado sabe usted que en nuestra religión este día no es de fiesta.

      —¿Y Milady, siempre tan hermosa y elegante?

      —Vaya, no se burle usted; ya sabe que no somos más que unos pobres patanes con un poquito de protección.

      Después de esto, el llamado Milord rogó al médico, que ya que estaba en Labarga, se llegase á la cantina de Tocino, el capataz de su confianza, que llevaba varios días inmóvil en la cama por el reuma. Aresti se resistía alegando su viaje á Bilbao.

      —Un momento nada más, don Luis: entrar y salir. Yo también tengo prisa por llegarme á la mina. ¡El pobre Tocino me hace tanta falta cuando no está allí!...

      El doctor se dejó conducir algunos minutos más allá de Labarga, hasta una altura donde estaba establecida la tienda de Tocino. Por el camino bromeaba con el contratista sobre su religión. El Milord había sido capataz de las minas de una compañía inglesa, logrando interesar al ingeniero director en fuerza de excederse en la vigilancia del trabajo y no dejar descanso á los peones de sol á sol. La protección del jefe lo elevó á contratista, colocándole en el camino de la riqueza, y, no sabiendo cómo mostrar su gratitud al inglés, había abrazado el protestantismo. La despreocupación religiosa era general en las minas: sólo se pensaba en el dinero y el trabajo. Era viudo, con una hija, y para ligarse más íntimamente con sus protectores, la tuvo durante seis años en un colegio de Inglaterra, volviendo de allá la muchacha con un exterior púdico y unas costumbres de confort que regocijaban á toda Gallarta. Los domingos, Milord y Milady bajaban á Baracaldo, vestidos con trajes que encargaban á Londres, para confundirse con las familias de los ingenieros y los mecánicos ingleses empleados en las minas ó en las fundiciones de la ría, que llenaban la única capilla evangélica del país. Aresti, que había cogido cierto miedo á los flirts con Milady, hasta el punto de rehuir el encontrarla sola y que conocía ciertas historias de jovenzuelos que saltaban su ventana durante la noche, ensalzaba irónicamente al padre lo mucho que su robusto retoño había ganado después de la cepilladura en el extranjero.

      —¡La educación inglesa!—decía Milord abriendo mucho la boca para marcar su admiración.—¡Una gran cosa! Hay que ver lo que sabe la chica... Es verdad que acostumbrada á tantas finuras, se aburre aquí entre brutos. Pero, de mi para usted, don Luis, yo tengo mi plan, mi ambición, y es casarla con algún señor de la compañía.

      —Hará usted bien—dijo el médico con zumbona gravedad, recordando las ligerezas de la niña al verse libre en las minas, después de las pudibundeces del colegio.—Esos señores son aquí los únicos que pueden cargar con ella.

      Llegaron á la cantina de Tocino, una casa aislada, de mampostería, con un gran mirador de madera. Desde aquella altura abarcaba la vista toda la tierra de las Encartaciones y además el abra de Bilbao, la ría, Portugalete. Los pueblos aglomerados en las orillas del Nervión, parecían formar una sola urbe. En último término, entre montañas, se adivinaba la villa heroica é industriosa: el humo de las fundiciones y fábricas se confundía con el cielo plomizo. A la entrada de la ría, el alto puente de Vizcaya marcábase como un arco triunfal de negro encaje.

      La cantina ocupaba el piso bajo, amontonándose en ella los más diversos objetos y comestibles, unos en estantes y tras sucios cristales, otros pendientes del techo... Allí estaban almacenados todos los víveres, por cuya conquista dejaban los hombres pedazos de su vida en el fondo de las canteras. Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba cara. Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano entre grandes manojos de cebollas y ajos.

      El pan se amontonaba detrás del mostrador, al amparo de los dueños, como si éstos temiesen СКАЧАТЬ