Carlos Broschi. Eugène Scribe
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Название: Carlos Broschi

Автор: Eugène Scribe

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664182630

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       Índice

      «Mi hermana y yo nacimos en el reino de Nápoles, que en aquel tiempo era una provincia de España. Siendo muy jóvenes aún, perdimos a nuestros padres y quedamos bajo la tutela de nuestro tío, el duque de Arcos, del que no pretendo hacer el retrato, porque fue muy conocido. En su juventud, había sido virrey de Nápoles, y su dureza e inflexible rigor causaron la desgracia del pueblo, a quien trataba como esclavo, conduciéndole de este modo a la desesperación, a la rebeldía. Bajo su gobierno ocurrió aquella famosa revolución de una semana, durante la cual el pescador Masaniello fue aclamado rey por el pueblo y asesinado después por el mismo pueblo que le había aclamado. El duque de Arcos, al volver al poder, no fue ni más hábil ni más clemente; redobló sus rigores, a los que él denominaba rigores saludables. Este era todo su sistema político; no conocía otro. El clamor público obligó, por último, al rey de España a darle un sucesor, retirándose el Duque murmurando de la debilidad de un soberano que no le dejaba concluir la gloriosa obra a que había dado principio. Y aunque le seguían las maldiciones del pueblo, no obstante conservaba en su tranquila conciencia la satisfacción interior y el convencimiento íntimo del bien que había realizado.

      »En la época en que nos llevó consigo, nuestro tío tenía cerca de ochenta años, y era siempre el mismo. Sus opiniones y su carácter no habían cambiado en nada. No había perdonado aún a mi padre, que se había casado sin su consentimiento, y mi madre murió sin que consintiese en verla. En aquellos momentos estaba solo y sin familia, y lo que era más sensible, sin nadie en quien ejercer su tiranía; y no teniendo a quien dominar, por puro egoísmo se propuso educarnos. Al vernos, se obstinó en que Isabel, que contaba a la sazón tres o cuatro años, debía tener vocación religiosa, y la puso en el convento della Pietá. Yo tenía algunos años más que mi hermana, y me dejó en su casa con el propósito de establecerme un día a su capricho.

      »Relataré brevemente cuanto sucedió durante mis primeros años. Separada de mi hermana, a quien no veía nunca, y encerrada en un lúgubre pero magnífico castillo cuyo circuito no podía traspasar, fui criada en el temor de Dios y de mi tío, cuyo aspecto y cuya voz me hacían temblar. El Duque veía siempre con una especie de satisfacción íntima el respeto que me inspiraba. El miedo era la única lisonja que le agradaba. Era el mejor medio de hacerle la corte, y sin quererlo, yo satisfacía su gusto.

      »No tenía, por mi parte, otra satisfacción que la de ver a mi maestro de música, un hábil organista, un napolitano de unos cincuenta años de edad, cuyo entusiasmo, cuyos gestos, y sobre todo, cuya peluca me hacían reír; éstos eran los únicos momentos que tenía de distracción en tan sombría morada.

      »Gerardo Broschi, que así se llamaba, era un verdadero artista que no carecía de talento, ni tampoco de amor propio. Pero el amor a su arte le había trastornado; nunca hablaba más que de música; siempre llegaba cantando, y a veces contestaba a mi tío con un recitado. Hablador incansable, tenía siempre en sus labios historias inverosímiles que contarnos sobre sus aventuras en las cortes de Europa, en las que figuraban grandes señoras a quienes enseñó su arte. Había descuidado su fortuna por dedicarse a sus galanteos, y después de una larga carrera, el pobre anciano no tenía otros bienes que su buen humor, sus cavatinas, su vestido negro y aquella prodigiosa peluca que me divertía extraordinariamente.

      »Cierto día entró en su habitación, contra su costumbre, sin cantar. Yo le miré con inquietud.

      —»¿Está usted malo, Gerardo?—le dije.

      —»No, señora; pero me sucede una gran desgracia: me ofrecen un puesto distinguido, dignidades, honores... no podré sobrevivir a semejante suceso... y me es imposible rehusar.

      —»¿Qué le acontece, pues? ¿Alguna gran señora que le protege?

      —»¡Más que eso, un rey, un emperador!

      »Entonces Gerardo me contó que el czar Pedro el Grande reclutaba artesanos en todos los países de Europa y artistas en Italia, con el propósito de formar una banda de música para sus regimientos y una orquesta para su capilla, y se le habían hecho a Gerardo, antes que a nadie, proposiciones ventajosas para ir a Rusia.

      »Yo no podía calcular entonces de dónde procedían su tristeza y mal humor. Pensé que sería, sin duda, el disgusto de abandonarme; pero Gerardo era demasiado franco para dejarme en un error. Tenía un hijo que constituía su única pasión... después de la música... Un joven encantador que, luego de haber oído la relación de Gerardo, creí que sería el hijo de alguna gran señora o alguna princesa a quien él había dado sus lecciones de música.

      »Lo único que en todas mis hipótesis había de cierto, es que Gerardo era un buen padre, que adoraba a su pequeño Carlos, a su hijo, y que se privaría de todo, hasta de su guitarra, por proporcionarle un juguete o un vestido nuevo. El pobre niño estaba enfermo, sufría mucho, y el sol de Nápoles era casi su existencia; a esto debíase la inquietud de Gerardo. Poner a Carlos bajo la influencia del helado cielo de la Rusia era matarle, y sin separarse de él, era imposible evitar lo que temía... ¿A quién había de confiarlo? ¿quién tendría cuidado de él? ¿qué sería de este niño?... Lloraba Gerardo, y yo también lloraba al ver las lágrimas en aquella fisonomía que ordinariamente causaba tanto regocijo.

      »Ese día, por fortuna, era el santo del duque de Arcos; y aquella tarde, todavía me acuerdo, aunque apenas tenía doce años, mi tío me dijo con aquella voz terrible que me llenaba de espanto:

      —»¡Vamos, Juanita! ¡diviérteme! ¡Canta una barcarola!

      —»¡Sí, señora!—exclamó vivamente Gerardo, a quien la música le hacía olvidarlo todo.—Cante usted el aire de Pórpora: O pescator felice.

      »Mi tío frunció su entrecejo; porque después de la revolución de Masaniello, no podía oír tranquilamente la palabra pescador. No obstante, como en la cavatina de Pórpora el pescator felice concluye por naufragar, este desenlace, más sin duda que el modo con que yo canté, causaron tanto placer a mi tío, que exclamó:

      —»¡Bravo! ¡bravo! ¡Pide lo que quieras, te lo concedo por el día que celebramos!

      »Yo me arrojé a sus pies y le supliqué que hiciese traer y educar en el castillo al pequeño Carlos, que era de mi edad, próximamente. Esperando su contestación, Gerardo no respiraba; y yo, pálida y conmovida, temblaba de pies a cabeza.

      »Agradablemente sorprendido, sin duda, mi tío contestó con una dulzura poco acostumbrada en él:

      —»Un noble español no tiene más que una palabra; sostendré la que te he dado. En lo sucesivo, Carlos será de la casa; será un paje que estará a tu servicio.

      »Me es imposible pintar a ustedes la alegría y el reconocimiento del pobre Gerardo. Partió dichoso y tranquilo, y durante tres años nos dio noticias suyas con bastante frecuencia. Tuvo su viaje un resultado feliz y alcanzó gran éxito en la corte de Rusia. La esposa de Pedro el Grande, la emperatriz Catalina, le nombró su maestro de capilla. Al cuarto año cesó de escribirnos. ¿Había sucumbido al rigor del clima? ¿El amor que por todas partes seguía su fortuna le había hecho robar alguna princesa rusa? No lo pudimos averiguar, y hasta mucho tiempo después no tuvimos noticias suyas, ni oímos hablar más del pobre Gerardo, de mi maestro de música.

      «Durante este tiempo, Carlos, su hijo, se criaba y educaba en la casa de mi tío; yo estaba encantada de mi joven paje. Su salud delicada se СКАЧАТЬ