Название: El Metro Del Amor Tóxico
Автор: Guido Pagliarino
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Полицейские детективы
isbn: 9788835413981
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Toqué instintivamente con el dedo medio de la mano izquierda la uña del índice de su mano, que llevaba posada desde hace tiempo en medio de la mesa, al lado de mi vaso de agua mineral.
No la retiró.
Al acabar la comida, me propuso dar una vuelta por la ciudad. De hecho, no teníamos nada que hacer hasta las siete de la tarde. La primera cita de mi estancia preveía, para esa hora, un cóctel en el apartamento neoyorquino de Mark Lines, mi editor estadounidense. Por fin nos íbamos a conocer. Tenía familia, pero me iba a recibir solo.
—Se trata de un pequeño ático que tiene como base en la ciudad, donde vive con un criado: la mujer y los hijos viven en el campo, a unas cuarenta millas de aquí y se ve con ellos los fines de semana —me explicó Norma. Luego añadió que también estaban invitados dos de los Valente, hermano y hermana, y algunos otros potentados de la ciudad—: A pesar de sus millones de habitantes, las familias que cuentan de veras son unos pocos centenares y se conocen casi todas entre sí.
Después del cóctel de Lines, iba a cenar con él y mi intérprete en un restaurante vecino de Manhattan y después, libertad para mí para hacer lo que quisiera. Mi asistente tenía dos entradas para un concierto, si quería ir o, si no, que propusiera yo algo. La entrega de premios sería un día después, a las seis de la tarde. Corbata negra, pero, dado el gran calor de esos días, con derecho a ponerse en mangas de camisa inmediatamente después. A continuación, una fiesta en mi honor en el jardín de la villa.
—¿Le llevo por la ciudad, señor Velli o prefiere otra cosa? —Y encendió el motor.
—De momento, preferiría que me llamara Ranieri, incluso Ran, que es más sencillo. ¿Puedo llamarla Norma? —Tuve el impulso de volver a acariciarle la mano, que había puesto sobre la palanca cambio para maniobrar, pero me contuve. Me limité a observar largamente su perfil.
Ella, sin mirarme, respondió:
—Está bien, tuteémonos.
—Me gustaría ver Brooklyn. ¿Qué te parece?
—Okay, Ran.
Estábamos ya de vuelta, casi al final de la Brooklyn-Queens Expressway, junto a los muelles y cerca de los puentes.
—… y ahora ¿a dónde queremos ir? —me preguntó Norma.
—A comer algo bueno.
—¿A comer? ¿Tienes hambre?
—No he probado casi nada —Tuve una inspiración. Dando vueltas, me arriesgué a decir—: Si conoces alguna cocina disponible, podría preparar alguna cosilla aceptablemente sabrosa.
—¿Sabes cocinar? ¿Y te gusta? —Su voz sonaba a sorpresa y diversión—: Yo lo odio.
—A mí me gusta y, al menos, sé lo que como, pero ¿dónde encontramos una cocina? —Le rocé el brazo en una levísima caricia.
—En mi casa —sonrió.
Era un pequeño apartamento en la calle 34, junto al Herald Square, en Manhattan, en el bajo de una casa antigua recién pintada. No estaba lejos del hotel. Un bonito apartamento. Desde el salón-recibidor, bastante amplio, con muebles de madera de ébano de estilo inglés del siglo XIX y dos pequeños divanes modernos enfrentados, poco más que sillas, se entreveía a la izquierda, por la puerta que se había dejado abierta, la cómoda del dormitorio, de estilo Luis XV. La entrada a la cocina se veía al fondo a través de una puerta con un arco, toda de madera de nogal. El baño debía estar junto al dormitorio.
—Vivo de alquiler —aclaró Norma—, incluidos los muebles. Hasta el mes pasado vivía en el ático de mi marido, aquí al lado. Arnold también puso el atelier.
—¿El atelier? ¿Qué es, un modisto?
—Pues no —se rio— es Arnold Miniver, el pintor.
Nunca había oído es nombre:
—¿Es famoso?
—¡Muy famoso! —se asombró—. Ha vendido incluso en Italia ¡¿De verdad no lo conoces?!
—Francamente, no —La dejé perpleja—. ¿Puedo entrar en la cocina?
—Oh... claro, estamos aquí por eso, ¿no? —La expresión indicaba una idea muy distinta. En realidad, pensé en cierto momento en abandonar la idea de la comida y pasar de inmediato al cortejo, pero el hambre que tenía y, sobre todo, ese aplazamiento podía ser una buena táctica para aumentar su interés por mí, siempre y cuando yo le mostrara rápidamente el mío.
No tenía mucho en la despensa. Improvisé con ese poco: carne cruda en lonchas finas, pepinillos en vinagre, yogurt, perejil congelado y tomates y me puse a preparar cuatro deliciosos escalopines. Trituré finamente los pepinillos mezclándolos luego con el yogurt en un bol con un poco de sal y un poco de perejil que había descongelado previamente con un momento en el horno. Lo dejé reposar. Entretanto, puse al fuego una gruesa sartén antiadherente, a fuego vivo, poniendo un papel de horno. Cuando se oscureció en los puntos en contacto con el fondo, quité el papel y eché la carne a la sartén. Siempre a fuego vivo, asé los pequeños bistecs durante cuatro minutos por cada lado. Puse sal y serví en dos platos, cubriendo la carne con la salsa fría. Unas rebanadas de tomate de guarnición. ¡Algo sabroso y rápido! Norma, aunque estaba a dieta, se comió toda su ración, alegremente. Sí, creo que también se puede conquistar así a las mujeres, por el paladar.
No sabía que, tal vez en ese momento, algún otro se estaba preparando para pescarme por el paladar, con una bebida y con un objetivo bien distinto.
Nos quedamos en la intimidad hasta casi la hora del cóctel.
Por mí, no habría sido una simple aventura de viaje. Ya al volver al hotel con Norma empecé a entenderlo.
Me había duchado en su casa y en el Plaza me cambié rápidamente de ropa, en un momento, pero igualmente llegamos a casa de Lines con media hora de retraso, los últimos:
—Está bien —me susurró ella en cuanto llegamos, al ver que miraba el reloj—, eres el invitado de honor.
Tal vez no estaba tan bien para el dueño de la casa, al que, en cuanto el criado, un hombre de aspecto frágil de unos sesenta años, de piel mulata, evidente fruto de una combinación afroamericana y europea, nos abrió e hizo entrar, se le escapó un sonriente:
—¡O, por fin! —Pero inmediatamente se corrigió—: ¡Estábamos todos impacientes por conocerlo en persona, señor Velli! —Y, después de estrecharme la mano, volviéndose a los presentes, me aplaudió. Los demás se unieron al aplauso.
El editor parecía tener unos cincuenta años, pelo espeso, entrecano y descuidado, media altura y muy delgado, pero fuerte: me estrechó la mano con energía.
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