Название: Casa en venta
Автор: Mercedes Abad
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Voces / Literatura
isbn: 9788483936603
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Cinco días después los Formidables, como yo los había bautizado después de mucho vacilar entre ese apodo y el de los Magníficos o el de los Epustuflantes, se presentaron de nuevo. Era, sin la menor duda, una buena señal, aunque no fuera esa la primera ocasión ni mucho menos en que unos mismos pretendientes regresaban varias veces antes de esfumarse para siempre jamás. Recuerdo que ese día rugía la tormenta: olas de dos metros encabritaban el mar y cubrían de salitre todos mis cristales. Por suerte, no apestaba a cloaca, como a veces sucede cuando hay tempestades. Los dos se quedaron inmóviles y mudos, cogidos durante un buen rato de la barandilla, contemplando las olas en la terraza azotada por un levante feroz. «Esto es impresionante», dijo él. «Casi sobrecogedor», susurró ella tan flojito, o bien el bramido del mar era tan fuerte, que a punto estuve de que se me escapara el elogio. Me sentía tan ávida que habría sido una pena. Además, las alabanzas de aquellos dos me gustaban particularmente. Tenían un don para la adjetivación. «Quien mira el mar lo ve por vez primera, siempre», añadió ella al poco. «¿De quién es?», preguntó él. «Borges», fue la escueta respuesta». «¿Y el de Baudelaire? Ese que te gusta tanto», intervino él. Entonces sucedió algo estremecedor: ella se puso a decir frases que sin duda eran versos en francés, con el mismo acento con que hablaba Solange. Me faltan palabras para dar una idea, aun pálida y borrosa, del tumulto que me agitó. El mar a mi lado era una balsa de aceite. Por segunda vez en mi vida el afecto me traicionaba. Me puse a desear que aquellos dos me compraran con una fuerza monstruosa. De haber podido hacerlo los habría succionado, secuestrado, encerrado dentro de mí sin posibilidad de huir. Los habría tapiado para que jamás pudieran volver a salir al mundo exterior. Eran mi perla y yo, una ostra feroz. Sin embargo, enseguida me di cuenta del peligro que mi propio afecto entrañaba. Por nada del mundo quería hundirme en una nueva decepción. Así que me cerré. Cerré herméticamente las compuertas y ahogué en hielo mi afecto. En lugar de dejarme en paz, regresaron varios días, persistentes como moscas, sin dejarse impresionar por la mayúscula displicencia con que los acogía y trataba de escupirlos como a un hueso de aceituna; ella trajo un día a un hermano ingeniero o arquitecto o promotor inmobiliario, por mí podía dedicarse a remendar zapatos o a pescar atunes. Me hacía la sorda; no quería escucharlos. Mi antídoto contra la esperanza consistía en rememorar fragmentos de la pieza musical con que se despidió Solange. Eso me protegía contra cualquier tentación de volver a soñar.
Hasta que un buen día, casi acabado septiembre, los Formidables entraron con sus propias llaves. A ella le costó un poco acertar en la cerradura porque, según he visto después, es de una torpeza rayana en lo inverosímil. Ya no los acompañaban los de la inmobiliaria. El encargado de obras de todo el edificio y un operario eran su cortejo. Sacaron metros, tomaron medidas, marcaron mis paredes, señalaban aquí, señalaban allá. Yo asistí incrédula al despliegue de actividad. Tras tanto haberme resistido, me costaba bastante digerir la evidencia: los Formidables acababan de convertirse en mis propietarios. No me había equivocado al confiar en que ella vendería su piso lo bastante rápido para que ningún otro comprador se les adelantara. O tal vez fue él, y no ella, aunque eso no era importante. Lo esencial era que allí estaban. Durante un par de semanas de estrépito y frenesí, operarios diversos me sometieron a una metamorfosis. Cada día traía cambios. Me agujerearon, me perforaron, pusieron nuevos enchufes, movieron radiadores, colgaron lámparas del techo, instalaron mamparas y armarios en los cuartos de baño, toldos en las terrazas, y volvieron a pintar lienzos de pared. Apenas si tenía un minuto para pensar si me gustaban o no esas transformaciones. De algún modo sentía que no afectaban a mi esencia. Seguía siendo yo misma. Luego se presentaron los suministradores de la luz, el agua y el gas. Habría rugido de dicha cuando por primera vez el agua empezó a correr por mis tuberías y cuando el gas insufló calor a todos los radiadores. Aunque era agotador y a veces me mareaba de tantas cosas que sucedían dentro de mí al mismo tiempo, me encantaba el ajetreo. Los Formidables especulaban, calibraban posibilidades, sopesaban pros y contras y tomaban decisiones: «Aquí pondremos mi estudio; aquí pondremos el tuyo». Ya entonces me di cuenta de que les gustaba hablar. De ahí que adjetivaran bien. Debían de llevar muchos años explorando a fondo las posibilidades del lenguaje desde una praxis constante. Ni siquiera ahora que han vivido tiempo aquí acertaría a decir cuál de los dos habla más. Ambos vivían convencidos de que era el otro quien con más ahínco perturbaba el silencio, pero yo no me atrevería a señalar a ninguno. Se pasaban la vida hablando. En el salón, sentados en el sofá, a la mesa o en cualquiera de las terrazas, por la noche o a mediodía, admirando el crepúsculo o viendo salir la luna. Él era más proclive a la especulación teórica y contaba con tal cantidad de intereses y una erudición tan portentosa que yo estaba pasmada. Ella era más dada a la anécdota concreta, al análisis psicológico de sus semejantes y a soltar enseguida sus impresiones del día, como si las atesorase con el objetivo secreto de contárselas a él. Admito que al principio me costaba seguirlos en algunos de sus vuelos, en parte porque la conversación no avanzaba en línea recta, sino a saltos y trazando curvas en las que a veces me daba la impresión de que disfrutaban derrapando. Irónicos y burlones, establecían analogías insólitas y enlazaban un tema con otro de un modo desconcertante. Me perdía sobre todo cuando jugaban con las palabras, algo a lo que eran muy dados, pero poco a poco me iba cultivando. Aunque hablaban castellano, a veces ella salpicaba su charla de palabras en francés. Yo vivía a la espera de esos momentos, que me llevaban al éxtasis.
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