Название: Nikola Tesla
Автор: Margaret Cheney
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Noema
isbn: 9788415427285
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Su padre, lívido de cólera, sólo le propinó un cachete en la mejilla, “el único castigo corporal que me infligió y que, sin embargo, aún me parece sentir”. Tesla aseguraba que había pasado un apuro y una vergüenza indescriptibles; desde aquel incidente, todo el mundo lo miraba como a un apestado.
Pero un golpe de suerte le permitió redimirse a ojos de sus vecinos. El pueblo acababa de comprar una bomba de incendios y de dotar de uniformes nuevos a los bomberos, ocasión que había que celebrar como Dios manda. El ayuntamiento organizó un desfile, en el que no faltaron los consabidos discursos; a continuación, se dio la orden de bombear agua para estrenar el equipo. Ni una gota salió de la manguera. Mientras los prohombres de la localidad aguantaban el tipo como podían, nuestro brillante joven se acercó hasta el río y, tal y como había sospechado, observó que la toma de agua se había atascado. Enmendó el problema, y la manguera puso como una sopa a los emocionados próceres de la localidad. Mucho tiempo después, Tesla recordaría que “ni Arquímedes corriendo desnudo por las calles de Siracusa causó tanta sensación como yo. Me sacaron a hombros; me convertí en el héroe de aquella jornada”.[2]
En la bucólica localidad de Smiljan, donde pasó sus primeros años, el inquieto muchacho de cara pálida y angulosa y cabellos revueltos y muy negros llevó una vida que bien podría calificarse de afortunada. Igual que años más tarde trabajaría con energía eléctrica de muy alto voltaje sin sufrir percance alguno, en aquella etapa de su vida, más de una vez se encontró al borde de graves peligros.
Con memoria telescópica, y quizá una pizca de imaginación, relataba cómo, hasta por tres veces, los médicos lo desahuciaron; que a punto estuvo de ahogarse en numerosas ocasiones; que una vez casi lo cuecen vivo en una tinaja de leche caliente; que poco faltó para que lo incinerasen, y que hasta habían llegado a enterrarlo (pasó una noche en una antigua sepultura). Carne de gallina y pelos de punta por culpa de unos perros rabiosos, enfurecidas bandadas de cuervos y afilados colmillos de cerdo amenizan, entre otras, este repertorio de tragedias inconclusas.[3]
Y eso a pesar de que su hogar se hallaba en un paraje bucólico, idílico: ovejas paciendo en los pastos, arrullos de palomas en el palomar y los pollos que tenía que atender el pequeño. Por la mañana, extasiado, contemplaba la bandada de gansos que partía al encuentro de las nubes, la misma que, al ponerse el sol, regresaba desde los campos que había visitado en busca de alimento, “en orden de batalla, en una formación tan perfecta que hubiera avergonzado a la mejor escuadrilla de aviadores de nuestro tiempo”.
A pesar de la espléndida belleza que contemplaba a su alrededor, también acechaban ogros agazapados en la cabeza de aquel niño, la imborrable huella de una tragedia familiar. Hasta donde podía recordar, toda su vida había estado marcada por la profunda influencia de su hermano, siete años mayor que él. Daniel, un chico estupendo, el ojito derecho de sus padres, perdió la vida a los doce años en un inexplicable accidente.
La causa inmediata de la tragedia pudo haber sido un magnífico caballo árabe, regalo de un buen amigo de la familia. Mimado por todos, le suponían dotado de una inteligencia casi humana. Lo cierto es que, en una ocasión, la hermosa criatura había conseguido que su padre saliera ileso de una montaña infestada de lobos. De hacer caso a la autobiografía de Tesla, sin embargo, habríamos de concluir que Daniel murió por culpa de las heridas que le infligió el caballo. En conclusión, no sabemos a ciencia cierta qué ocurrió.[4]
A partir de ese momento, cualquier cosa que hiciera, nos dice el propio Tesla, quedaba empañada por el recuerdo del prometedor hermano fallecido. Sus propios logros “sólo servían como pretexto para que mis padres lamentasen aún más su pérdida. De modo que, si bien nadie pensaba de mí que fuera tonto, no desarrollé una gran confianza en mí mismo durante la infancia…”.
Disponemos de otra versión psicológicamente más compleja, sobre la muerte del hermano mayor de Tesla, según la cual Daniel murió a consecuencia de una caída por las escaleras que llevaban al sótano. Se cuenta que, en pleno delirio, acusó a Nikola de haberlo empujado. Como murió a causa de una herida en la cabeza, probablemente un derrame cerebral, hay quien da por buena esta explicación. A estas alturas, resulta imposible saber cuál fue la realidad.
Es cierto que, durante mucho tiempo, Tesla sufrió pesadillas y alucinaciones que tenían que ver con el fallecimiento de su hermano. Nunca se especifican con claridad tales experiencias, pero se trata de episodios recurrentes que aparecen en diferentes etapas de su vida. Se puede creer, por tanto, la hipótesis de que un chaval de cinco años, incapaz de cargar con esa culpa, hubiera reinterpretado los hechos a su manera.
En cuanto al grado en que la desaparición de Daniel pudo haber influido en la extraordinaria panoplia de fobias y obsesiones que Nikola desarrollaría más adelante, sólo podemos elucubrar. Lo único que sabemos con certeza es que, al parecer, algunos de los rasgos de su carácter, excéntrico por demás, se pusieron de manifiesto desde su más tierna infancia.
Por ejemplo, aunque las joyas y las refulgentes facetas de las rutilantes piedras preciosas que las adornaban reclamaban poderosamente su atención, no soportaba que las mujeres llevasen pendientes, sobre todo si eran de perlas. El olor de una bola de alcanfor en cualquier parte de la casa le desagradaba en extremo. Cuando investigaba, si arrojaba trocitos de papel en un plato que contuviese un líquido, sufría de un singular y espantoso mal sabor de boca. Cuando paseaba, contaba los pasos que daba, igual que el volumen de los platos de sopa, de las tazas de café o de los alimentos sólidos que tomaba. Si no lo hacía, no disfrutaba de la comida; de ahí que prefiriese comer a solas. Si acaso, lo más preocupante, en cuanto a las relaciones físicas se refiere: aseguraba que no podía tocar el cabello de otras personas, “salvo, quizá, con el cañón de un revólver”.[5] Con todo, no es posible establecer con precisión cuándo comenzaron a manifestarse éstas y muchas otras manías.
Según su propio testimonio, desde muy pequeño se sometió a una férrea disciplina para sobresalir en todo, con la esperanza de aliviar a sus padres por la pérdida de Daniel. Trataba de ser más austero, más generoso y estudioso que sus compañeros, sacándoles ventaja en todos los campos. En su opinión, como explicaría más adelante, fue la negación de sí mismo y la represión de sus impulsos naturales lo que le llevó a desarrollar tan extrañas manías.
Si de verdad el carácter de Tesla comenzó a cambiar entonces, los síntomas no se manifestaron hasta pasado un tiempo tras la muerte de Daniel. “Hasta eso de los ocho años –asegura–, fui un chico de carácter débil y caprichoso”. Soñaba con fantasmas y ogros; tenía miedo de la vida, de la muerte y de Dios. Hasta que, gracias a una de sus formas preferidas de pasar el rato, a saber, leyendo en la bien surtida biblioteca de su padre, experimentó una metamorfosis. En un momento dado, el reverendo Milutin Tesla, temiendo que su hijo se destrozase la vista si se pasaba las noches sumido en la lectura, le prohibió que utilizase velas. Pero el chaval se hizo con los materiales necesarios y las fabricó por su cuenta; tapaba el ojo de la cerradura y las rendijas de la puerta de su cuarto, y leía toda la noche sin parar, hasta que oía cómo su madre comenzaba a trajinar al despuntar el alba.
El libro Abafi, o El hijo de Aba, de un consagrado escritor húngaro, consiguió mudar su espíritu pusilánime, una obra que “de algún modo, sirvió para despabilar mi fuerza de voluntad, que estaba adormilada, y me inició en la senda del autocontrol”. Siempre atribuyó sus éxitos como inventor a la férrea disciplina que adoptó a partir de aquel momento.[6]
Desde que nació, estuvo destinado a seguir la carrera eclesiástica. Aunque el chico soñaba con ser ingeniero, su padre no dio su brazo a torcer. Con este objetivo, el reverendo Tesla le impuso una rutina diaria:
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