Название: El destructor del Amazonas
Автор: Alberto Vazquez-Figueroa
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Novelas
isbn: 9788418263286
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–Interesante.
–En tierra firme los «fogueiros» pueden masacrar a una familia de campesinos o a una tribu de nativos sabiendo que los jueces y los políticos les protegerán, pero tienen muy claro que si asaltan un barco acabarán como pasto de caimanes.
Violeta encendió un cigarrillo y le ofreció otro.
–Le agradezco que nos vaya poniendo al corriente de las costumbres locales –comentó–. Ahora tengo claro que en tierra puedo volarle la cabeza a quien me apetezca pero que a bordo debo mantenerme tranquila o usted mismo me tirará al agua para que los caimanes me coman el culo.
El lenguaje desconcertó levemente al capitán por lo que Bernardo Aicardi se apresuró a agitar la mano como intentando quitarle importancia a las palabras de quienes todos consideraban su amante:
–No le haga caso… –suplicó–. Es la forma en que acostumbra a expresarse, y suerte ha tenido con que haya dicho culo y no otra cosa.
–Admito que son ustedes la pareja más extraña que he llevado nunca a bordo.
–No se imagina hasta qué punto.
CAPITULO II
El animal extendió la mano aferrando la siguiente rama, se dispuso a dar un salto, pero en ese momento sintió un pinchazo en la espalda, se le nubló la vista, le fallaron las fuerzas y cayó sin tan siquiera emitir un lamento.
Kapoar se apresuró a degollarlo para evitar que sufriera.
El suyo no era tan solo el gesto de compasión que le enseñara su padre y que debía aplicarse a todo ser vivo que agonizaba; también servía para evitar que por culpa del intenso dolor sus músculos se contrajeran con lo que su carne se volvería dura y correosa.
Si se cazaban bien y se asaban a la justa altura sobre las brasas, los araguatos aulladores constituían un manjar tan solo comparable a la pata trasera de un cerdo salvaje bien cebado.
Cubrió con una gruesa capa de tierra la mancha de sangre con el fin de que su olor no se extendiera por el bosque llegando hasta el finísimo olfato de un jaguar que no dudaría a la hora de seguir su rastro y atracarlo por la espalda con el fin de arrebatarle tan apetitosa presa.
Y tal vez convertirlo en otra presa igualmente apetitosa.
El camino que le esperaba era largo; casi medio día de marcha a través del bosque, porque una primera regla que afectaba a los guerreros jóvenes establecía que debían buscar sus presas lo más lejos posible.
Si cazaban cerca del poblado los animales no tardaban en llegar a la conclusión de que la vecindad de los seres humanos resultaba poco recomendable y al poco tiempo las piezas más apreciadas cambiaban de aires.
Y esas piezas resultaban imprescindibles cuando caían auténticos diluvios y el suelo se encharcaba, o cuando los jóvenes se encontraban lejos y eran ancianos, mujeres y niños los encargados de conseguir el sustento diario.
Lo que estaba más a mano en «la despensa» debía conservarse en ella el mayor tiempo posible, aunque esta despensa fuera una jungla casi impenetrable.
Kapoar no tardó en echarse a la espalda al pesado pelirrojo y emprender a buen paso el regreso a casa con el fin de que los suyos pudieran celebrar un festín a la luz de la hoguera y su madre disfrutara del honor de ser la encargada de despellejar y aderezar a tan bien alimentado araguato.
Caía la tarde cuando escuchó voces y de inmediato comprendió que no eran voces «ahucas» sino voces de los temidos y aborrecidos hombres blancos.
Depositó en el suelo su carga y se deslizó por entre la maleza con el mismo sigilo con que solía hacerlo cuando seguía el rastro de una manada de jabalíes.
Sabía muy bien que quienes se encontraban cerca
–fueran «fogueiros», «garimpeiros», ganaderos o madereros– eran mucho más peligrosos, crueles y traicioneros que el peor de los jaguares.
A los pocos metros le asaltó su hediondo olor a ropa sucia y pies sudados.
También le llegó el inconfundible olor a «cachaza», y por las risotadas dedujo que habían bebido en exceso.
Por fin apartó con sumo cuidado unas ramas y pudo verlos.
Se habían instalado en la casa comunal que, como la mayoría de las casas comunales, no tenía paredes y tan solo estaba conformada por un techo de hojas de palma asentado sobre altos postes de madera de ceiba. Y un caboclo barbudo que parecía ser el más borracho se había acostado en la hamaca de su abuelo, lo que constituía una ofensa y una absoluta falta de respeto.
No distinguió a ningún miembro de su tribu, pero sí las huellas que habían dejado al alejarse, lo que tuvo la virtud de tranquilizarle puesto que no resultaba cosa extraña que unos salvajes que se consideraban a sí mismos civilizados tuvieran la odiosa costumbre de raptar mujeres a las que acababan convirtiendo en esclavas.
Al parecer, estos tan solo eran incendiarios.
***
–¿Y por qué hay menos incendios en esta zona?
–Porque abundan los caobos.
–¿Y eso qué demonios tiene que ver?
–Mucho, puesto que las llamadas «maderas nobles», especialmente la caoba, son de crecimiento lento pero de gran calidad y se pagan muy bien –el capitán Andrade trazó un semicírculo con la mano señalando cuanto se encontraba frente a él–. Debido a ello los «fogueiros» esperan a que se corten los caobos antes de prenderles fuego al resto.
–¿Y usted qué opina?
El brasileño la miró como si aquella fuera la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca, dejó a un lado la cuchara, y se aclaró la garganta con un trago de cerveza antes de responder casi con acritud:
–¿Y qué quiere que opine, señorita? Soy marino de río y sé muy bien que cuando no haya selva no habrá ríos. El mar siempre estará ahí, más limpio o más sucio, pero los ríos y los lagos van desapareciendo, por lo que a este ritmo de destrucción dentro de veinte años nuestros barcos se quedarán varados en el fango.
–¿Como en Mar de Aral?
–¡Exactamente! Era uno de los mayores lagos del mundo y en menos de medio siglo lo han convertido en un secarral.
–¿Y realmente cree que puede ocurrirle al Amazonas?
–Al Amazonas, no, pero algunos afluentes por los que antaño navegábamos sin problemas se han quedado sin caudal ni para una canoa.
–Doloroso.
–Mucho. Es como asistir a la agonía de un gigante al que no le empieza a circular la sangre por los dedos y luego por las manos hasta que al fin comprende que pronto se le agarrotarán las piernas y los brazos.
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