Obras Completas de Platón. Plato
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras Completas de Platón - Plato страница 82

Название: Obras Completas de Platón

Автор: Plato

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия:

isbn: 9782380372014

isbn:

СКАЧАТЬ tranquilizarle y traerle a buen camino, hasta que, dueño de su resentimiento, les haya restituido toda su terneza y les respete como antes. Estoy persuadido de que Simónides mismo se ha encontrado muchas veces en la necesidad de alabar a un tirano o a cualquier otro notable personaje. Lo ha hecho por conveniencia, pero lo ha hecho a pesar suyo. He aquí el lenguaje que usa dirigiéndose a Pítaco: “Cuando te reprendo, Pítaco, no es porque tenga yo inclinación a reprender; por el contrario, a mí me basta que un hombre no sea malo o inútil, que tenga sentidos, y que conozca la justicia y las leyes. No gusto de reprender, porque la raza de los necios es tan numerosa, que si tuviera uno placer en reprender, sería cosa de nunca acabar. Es preciso tener por bueno todo acto en el que no se descubre tacha vergonzoso”. Cuando se explica de esta manera, no es como si dijese: “es preciso tener por blanco todo aquello en lo que no se deja ver ninguna mezcla de negro”, porque esto sería enteramente ridículo, sino que lo que quiere dar a entender es que se contenta con un término medio entre lo vergonzoso y lo honesto, y que dondequiera que encuentra este término medio, nada tiene que reprender. «Ésta es la razón», dice, «por la que no busco un hombre que sea enteramente inocente entre todos los que las producciones de esta tierra fecunda alimentan. Si lo encuentro, yo os lo descubriré. Hasta aquí no alabo a nadie por ser perfecto; me basta que un hombre ocupe ese término medio digno de alabanza y que no obre mal. He aquí las gentes que quiero y que alabo». Y como se dirige a Pítaco, que es de Mitilene, usa el lenguaje de los mitilenses[26]: «yo alabo y amo de buena gana (aquí es preciso hacer pausa al leer) a todos los que no hacen cosa que sea vergonzosa; porque hay otros hombres a quienes alabo y amo a pesar mí. Así pues, Pítaco», continúa él, «si te hubieras mantenido en ese justo medio y nos hubieses dicho cosas aceptables, nunca te hubiera reprendido, pero en lugar de esto nos has dado, como verdaderos principios manifiestamente falsos sobre cosas muy esenciales, y por esto te he contradicho». He aquí, mi querido Pródico, mi querido Protágoras, cuál es, a mi parecer, el sentido y objeto de este poema de Simónides.

      Hipias, tomando entonces la palabra me dijo:

      —En verdad, Sócrates, nos has explicado perfectamente el pensamiento del poema; y yo también podré dar una explicación que vale la pena. Si quieres, tomaré parte en este asunto.

      —Eso está muy bien —dijo Alcibíades interrumpiéndole—, pero será para otra vez. Ahora es justo que Protágoras y Sócrates cumplan el trato que tienen hecho. Si Protágoras quiere interrogar, que Sócrates responda; y si quiere responder a su vez, que Sócrates interrogue.

      —Doy la elección a Protágoras —dije yo—, y solo falta saber qué es lo que prefiere. Si me cree, deberemos abandonar a los poetas y la poesía.

      »Te confieso, Protágoras, que tendría el mayor placer en profundizar contigo la primera cuestión que te propuse, porque, si continuáramos hablando de poesía, nos equipararíamos a los ignorantes y al vulgo. Cuando se convidan a comer los unos a los otros, como no son capaces de hablar entre sí de cosas que lo merezcan, ni alimentar la conversación, guardan silencio y alquilan voces para entretenerse, haciendo crecidos gastos, y de esta manera los cantantes y los tocadores de flauta suplen su ignorancia y su grosería. Pero cuando se reúnen a comer personas ilustradas y bien nacidas, no hacen venir ni cantantes, ni danzantes, ni tocadores de flauta, ni encuentran dificultad alguna en sostener por sí mismos una conversación animada sin estas miserias y vanos placeres; y así se hablan los unos a los otros y se escuchan recíprocamente con cortesía, en el acto mismo en que se excitan a apurar los vasos. Lo mismo debe suceder en esta asamblea, compuesta en su mayor parte de personas que no tienen necesidad de recurrir a voces extrañas, ni a los poetas, a quienes no se puede exigir que den razón de lo que dicen, y a los que la mayor parte de los que les citan, atribuyen unos un sentido, otros otro, sin que jamás puedan convencerse, ni ponerse de acuerdo. He aquí por qué los hombres entendidos tienen razón en abandonar estas disertaciones, y en conversar juntos, fundándose en sus propios razonamientos, para dar una prueba de los progresos que han hecho en la sabiduría. Éste es el ejemplo, Protágoras, que tú y yo debemos de seguir. Dejando, pues, aparte los poetas, hablemos aquí entre nosotros, para ver a qué altura se halla nuestro espíritu, y hasta qué punto podremos descubrir la verdad. Si quieres preguntarme, estoy dispuesto a responderte; si no, permite que yo te pregunte, y tratemos de llevar a buen término la indagación que hemos interrumpido.

      Luego que yo hablé de esta manera, Protágoras no sabía qué partido tomar, y no se decidía. Alcibíades, dirigiéndose a Calias, le dijo:

      —¿Crees que Protágoras obra bien en no declararnos lo que quiere hacer, si interrogar o responder? En mi concepto, no. Que continúe la conversación o que declare que renuncia a ella, para que sepamos a qué atenernos respecto de él, y que Sócrates converse con otros, con alguno de los presentes, con el primero que se ofrezca.

      Entonces Protágoras abochornado, según me pareció, al oír hablar de esta manera a Alcibíades, y viéndose solicitado por Calias y casi por todos los que estaban presentes, se resolvió en fin, aunque con disgusto, a entrar en discusión, y me suplicó que le interrogara.

      Comencé por decirle:

      —Protágoras, no te imagines que quiera yo conversar contigo con otro objeto que con el de profundizar materias sobre las que dudo aún todos los días; porque estoy persuadido de que Homero ha dicho con razón: «de dos hombres que caminan juntos, el uno ve lo que el otro no ve».[27]

      »En efecto, nosotros, mortales como somos, cuando estamos reunidos tenemos más facilidad para todo lo que queremos hacer, decir o pensar; un hombre solo, desde el momento en que imagina una cosa, busca siempre a alguno para comunicarle sus pensamientos y fortificarlos, hasta que ha encontrado lo que buscaba. He aquí por qué converso yo contigo con más gusto que con ningún otro, por estar persuadido de que tú, mejor que nadie, has examinado todas las materias que un sabio está por deber obligado a profundizar, y particularmente todo lo que tiene relación con la virtud. ¡Ah!, ¿a quién habremos de dirigirnos sino a ti? En primer lugar, tú te jactas de hombre de bien, y con esto ya tienes una ventaja, que la mayor parte de los hombres de bien no tienen; y es que, siendo tú virtuoso, puedes hacer igualmente virtuosos a los que te tratan, y estás tan seguro de tus convicciones y tienes tanta confianza en tu sabiduría, que mientras los demás sofistas ocultan y disfrazan su arte, tú haces profesión pública, presentándote en todas las ciudades de Grecia como tal sofista y como maestro en las ciencias y en la virtud, y eres el primero que has señalado salario a tus preceptos. ¿Cómo no recurriré a ti para el examen de las cosas que tratamos de averiguar? ¿Cómo puedo dejar de estar impaciente por hacerte preguntas y comunicarte mis dudas? Yo no puedo menos de hacerlo, y ardo en el deseo de que me hagas recordar cosas que ya te he preguntado, y que me expliques las que aún tengo que preguntarte.

      »La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: La ciencia, la templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas, y es diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que cada uno servía para marcar una cosa distinta y que designaba cada uno una parte de la virtud, no como las partes del oro que todas se parecen al todo, del que son partes, sino una parte desemejante, como las partes del semblante, que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión; y si has variado, explícame tu pensamiento, porque no quiero llevar las cosas a todo rigor, y te dejo en plena libertad de desdecirte; no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con solo la idea de tantearme.

      —Te digo muy seriamente, Sócrates —me respondió Protágoras—, que esas cinco cualidades que has nombrado son partes de la virtud; verdaderamente hay cuatro que tienen alguna relación entre sí, pero el valor es muy diferente de СКАЧАТЬ