Obras Completas de Platón. Plato
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Название: Obras Completas de Platón

Автор: Plato

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия:

isbn: 9782380372014

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СКАЧАТЬ —¿No sucede lo mismo con un maestro de música y un maestro de gimnasia?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Porque la mejor prueba de que se sabe bien una cosa, es el estar en posición de enseñarla a otros.

      ALCIBÍADES. —Así es verdad.

      SÓCRATES. —¿Pero puedes nombrarme alguno a quien Pericles haya hecho hábil? Comencemos por sus propios hijos.

      ALCIBÍADES. —Pero, Sócrates, ¡si los hijos de Pericles son estólidos!

      SÓCRATES. —¿Y Clinias tu hermano?

      ALCIBÍADES. —Eso es hablarme de un loco.

      SÓCRATES. —Si Clinias es loco, y los hijos de Pericles mentecatos, ¿de dónde nace que Pericles se ha desentendido de material tan precioso como el tuyo?

      ALCIBÍADES. —Tengo yo la culpa, por no haberme aplicado a nada de lo que él me ha dicho.

      SÓCRATES. —Pero entre todos los atenienses y entre los extranjeros, libres o esclavos, ¿puedes nombrarme alguno a quien el trato con Pericles haya hecho más hábil, como puedo yo nombrarte un Pitodoro, hijo de Isóloco, y un Calias, hijo de Calíades, que se han hecho muy hábiles, a costa de cien minas, en la escuela de Zenón?[7]

      ALCIBÍADES. —No puedo nombrarte ni uno solo.

      SÓCRATES. —Enhorabuena; ¿pero qué pretendes hacer de ti, Alcibíades? ¿Quieres seguir como te encuentras, o, en fin, quieres mirar por ti?

      ALCIBÍADES. —Tratemos este asunto entre los dos, Sócrates. Comprendo todo lo que dices, y estoy conforme con ello; sí, todos los que se mezclan en los negocios de la república no son más que ignorantes, si se exceptúa un corto número.

      SÓCRATES. —¿Y después?

      ALCIBÍADES. —Si fueren personas instruidas, sería preciso que el que pretende igualarse con ellos o sobrepujarlos, trabajase y se ejercitase, y que después entrase en lid con atletas de reputación; pero, puesto que no dejan de mezclarse en el gobierno sin saber nada, ¿qué necesidad hay de tomarse el trabajo de prepararse y ejercitarse? Yo estoy bien seguro de que con el solo socorro de la naturaleza sobrepujaré a todos.

      SÓCRATES. —¡Ah!, mi querido Alcibíades, ¿qué es lo que acabas de decirme? ¡Tu manifestación es indigna del noble continente y demás ventajas que posees!

      ALCIBÍADES. —¿Cómo? Sócrates, explícate.

      SÓCRATES. —¡Ah!, estoy inconsolable por ti y por mí, si…

      ALCIBÍADES. —¿Qué significa ese si…?

      SÓCRATES. —Si crees no tener que combatir y superar más que a gentes de esa calaña.

      ALCIBÍADES. —¿A quién quieres entonces que trate de superar?

      SÓCRATES. —Aún eso me sorprende más; ¿es ésa la pregunta que debe hacer un hombre que cree tener un corazón grande?

      ALCIBÍADES. —¿Qué quiere decir eso? ¿No son éstos los únicos que puedo temer?

      SÓCRATES. —Si tuvieses que conducir un buque de guerra que debiese pronto combatir, ¿te bastaría ser más hábil para la maniobra que todos los que compusiesen la tripulación? ¿No te propondrías más bien superar a los mejores pilotos de los enemigos, en lugar de medirte, como haces ahora, con los tuyos, por encima de los cuales debes sobresalir tanto, que no solo crean que no pueden disputarte el puesto, sino que reconociéndose inferiores no piensen más que en combatir con los enemigos bajo tus órdenes? He aquí los sentimientos que deben animarte, si tienes intenciones de hacer alguna cosa grande, digna de ti y de la patria.

      ALCIBÍADES. —¡Ah!, ése es mi ídolo.

      SÓCRATES. —¡Vaya una ambición digna de Alcibíades, limitarse a ser el más bravo de nuestros soldados! ¿No deberás tener más bien en cuenta a los generales enemigos para superarlos, y por este medio ejercitarte y compararte sin cesar a ellos?

      ALCIBÍADES. —¿Quiénes son esos grandes generales, Sócrates?

      SÓCRATES. —¿No sabes que nuestra república está casi siempre en guerra con los lacedemonios o con el gran rey? Si piensas ponerte a la cabeza de los atenienses, es preciso que te prepares para combatir a los reyes de Lacedemonia y al rey de Persia.

      ALCIBÍADES. —Quizá digas verdad.

      SÓCRATES. —¡Oh!, no, no, mi querido Alcibíades; no debes pensar sino en superar a un Midias, tan entendido en la cría de codornices, y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en la gobernación de la república, descubriendo aún, como dirían ciertas mujerzuelas, la larga cabellera de esclavos[8] que llevan en su alma, y que con su lenguaje bárbaro, lejos de gobernarla, han llegado a corromper la ciudad por medio de sus cobardes adulaciones. He aquí las gentes que debes proponernos por modelos, sin pensar en ti mismo, sin pensar en instruirte; y de esta manera irás y sostendrás los combates que te esperan, sin haberte ejercitado jamás, sin haber hecho ningún preparativo; y en tal estado te pondrás a la cabeza de los atenienses.

      ALCIBÍADES. —Todo lo que me dices, Sócrates, lo tengo por verdadero; sin embargo, me imagino que los generales de Lacedemonia y el rey de Persia son como los demás.

      SÓCRATES. —¡Ah, mi querido Alcibíades!, fíjate un poco, te lo suplico, en esa opinión.

      ALCIBÍADES. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —Primeramente, ¿cuál de estas dos cosas te daría más cuidado: formarte de estos hombres una idea que te los haga temibles, o tomarlos por hombres de quienes nada tienes que temer?

      ALCIBÍADES. —Sin dudar, prefiero formar una gran idea de ellos.

      SÓCRATES. —¿Crees que será un mal para ti el tener cuidado de ti mismo?

      ALCIBÍADES. —Por el contrario, estoy persuadido de que sería un gran bien.

      SÓCRATES. —De esa manera la opinión que has formado de tus enemigos es ya un gran mal.

      ALCIBÍADES. —Lo confieso.

      SÓCRATES. —Además es falsa, y puedo hacértelo ver.

      ALCIBÍADES. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —¿Qué hombres piensas que son los mejores, los de alto, o los de bajo nacimiento?

      ALCIBÍADES. —Los de alto nacimiento, evidentemente.

      SÓCRATES. —Y los que a este gran nacimiento han unido una buena educación, ¿no crees que tienen todo lo necesario para la perfección de la virtud?

      ALCIBÍADES. —Eso es indudable.

      SÓCRATES. —Comparando, pues, nuestra condición a la suya, veamos en primer lugar, si los reyes de Lacedemonia y el rey de Persia son de nacimiento inferior al nuestro. ¿No sabemos que los primeros descienden de Heracles, y los últimos de СКАЧАТЬ