Historia de España contada a las niñas. María Bastarós Hernández
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Название: Historia de España contada a las niñas

Автор: María Bastarós Hernández

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: La principal

isbn: 9788417617462

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СКАЧАТЬ hubiera conseguido sin problemas de haber aguantado un poco más. Entonces él se marchó. Mi padre falso, sí. La verdad es que casi no lo recuerdo. Hasta los cinco años debió de jugar bastante conmigo. Me llamaba Xilófono, Xena, Xuxa, Xola. Palabras que empezaban por X y que daban un poco de consistencia a mi nombre. Ya, tía, no sé por qué no me lo cambiaron. Imagino que creían que hacerlo sería como trampear el destino o alterar las energías o alguna estupidez similar. Pertenecen a esa clase de gente con estudios avanzados que cree que hay que cortarse el pelo en luna llena y que las semillas de lino curan el cáncer… Cloe también es un poco así. De cría siempre estaba inventándose rituales y decía que quería ser veterinaria o hechicera. Al final ha hecho Antropología. Sí, es superestudiosa. Es bastante perfecta, a su manera. Incluso le perdonan la excentricidad de ser vegana. Ahora vive con su novio, ¿sabes? Un tipo mayor. Escritor. O eso dice. A mí me cae como el culo. Le cabe un pan en la boca cada vez que se pone a hablar de política. ¿Yo? Yo hago collages, soy artista, ya sabes. —Guiño—. Bueno, algunos. Nah, no vivo de eso. Pues consigo más cosas, además del maquillaje. Yo qué sé, casi cualquier cosa pequeña… Dime cualquier móvil que quieras y en una semana te lo vendo rebajado. Claro que es en serio. ¿Te molan los vinilos? Nah, da igual. En fin, cuando él se fue, mi madre cambió. Ese día llegué a casa y vi los armarios abiertos, muy vacíos. Parecía que hubiera entrado un ladrón superordenado. Luego vi que lo que faltaba era la ropa de hombre y entendí que había pasado algo entre ellos. La verdad es que había mucha tensión y él cada vez alargaba más las vueltas a casa. No bebía ni nada así, eran una gente muy sana. Más bien cogía la bici y se hacía rutas de un día entero, o se apuntaba a unas jornadas de micología que duraban todo el fin de semana, se iba a casas rurales a hacer el moñas… Ese rollo. Entonces apareció mi madre, con el pelo revuelto y cara de haber presenciado un accidente de tráfico. Se plantó bajo el dintel de la puerta, extendió un dedo acusador y me dijo: «Tú me has jodido la vida». Y ahí empezó su locura, o sus nervios, o su deterioro, depende de quién te lo cuente. No me dirigía la palabra excepto para gritarme, y de vez en cuando le daban auténticos ataques de ira. No sé, tía. Por ejemplo, estaba recogiendo el lavavajillas y de repente empezaba a lanzar tenedores contra la encimera de la cocina, que rebotaban en todas las direcciones y hacían un ruido insoportable, y lloraba y maldecía a mi padre. La verdad es que los tíos dan asco. La abandonó a la primera de cambio y a mí solo me manda un mensaje una vez al año, por mi cumpleaños, normalmente un día o dos después. «Felicidades, Xilófono». Sí, dinero sí que me da. Mi madre también. Sí, ahora está guay. Me pidió que volviera, pero pasando. Me apaño. Me gusta mi barrio. Jarana veinticuatro siete. Ahora está casada otra vez, con un tío bastante friqui que echa el tarot. Te lo juro, tía. A Cloe le encanta ir ahí a que nos lea la mano. Qué va, ¿se te va la olla? No da ni una. Sí… Mi abuela viva, la madre de mi padre, también me da pasta de vez en cuando. A ella voy a verla los miércoles, aunque cuando aparecí con la cabeza rapada me dijo que no volviera. Nah, no lo decía en serio. Es una señora mayor, ya sabes. Volví a los pocos días y le dije que era bollera. Ja, ja. No, también me gustan los chicos. Aunque cada vez menos. ¿Qué? Yo qué sé si hay lesbianas en mi familia biológica, tía. ¿Te crees que es hereditario? ¿Como los ojos azules, que se saltan una generación? Venga ya. Bueno, lo del dedo amputado… Espera, me llaman. Échale un ojo mientras al maquillaje. Todo auténtico y de primera mano. Nah, los magos no dicen sus trucos, tía.

      xii

      xiii

      Sonia y Pablo están tomándose dos Coca-Colas —Sonia, una Coca-Cola Zero— en el patio interior de un concurrido centro comercial de la Ciudad. Es un rato tonto, de esos que a Pablo le gusta aprovechar para proponerle a Sonia algún plan de fin de semana. En unos minutos empezarán su jornada como policías nacionales.

      Pablo se palpa nerviosamente el bolsillo interior de la americana. Nunca encuentra el momento de sacar por fin el anillo de compromiso que lleva paseando por chaquetas y abrigos desde hace más de tres meses. Sonia siente su estómago como una enorme gruta vacía que se manifiesta a través de pequeños retortijones. Tal vez podría picar unas patatitas o un pincho de tortilla, pero en las últimas semanas ha engordado dos kilos y no quiere que el verano delate sus pequeños antojos: una tostadita aquí, un cucurucho de nata allá, una barrita de chocolate acullá… Suspira resignada, con la mirada perdida en el horizonte, y se ajusta el uniforme oficial del cuerpo de Policía con desidia, un gesto que Pablo interpreta erróneamente como aburrimiento.

      ¿Acaso Sonia ya no siente lo mismo? ¿Finalmente se ha dado cuenta de que su atracción por Pablo es más fruto de un cuidadoso trabajo emocional por parte de él que de una elección real y legítima por parte de ella? Tal vez haya llegado el momento de dar un paso adelante y de demostrar que es un hombre capaz de gestos intrépidos e inesperados, un amante con las ideas claras y una seguridad férrea a prueba de suspiros femeninos.

      Pablo introduce la mano en su bolsillo y tantea el anillo de dieciocho quilates de oro mate adquirido en El Corte Inglés gracias a la ayuda inestimable de una dependienta llamada Claudia. Se incorpora. Hinca la rodilla derecha en el suelo y abre la pequeña caja de interior aterciopelado. Sonia alza la mirada, pestañea, boquea como pez fuera del agua y, un instante después, grita aterrorizada. Con un estrépito de sillas, cristales y huesos astillados, SiempreHada_15 —nombre real, Carolina Hernández; treinta y siete kilos de peso; a dos meses y siete días de cumplir dieciséis años— impacta sobre la mesa ocupada por Pablo y Sonia tras haberse arrojado al vacío desde la azotea del edificio.

      xiv

      Habrá quien no lo crea, pero componer coronas de flores es una tarea complicada. A Miguel le gustaba, como le gustaban casi todos los ejercicios manuales. Podía pasarse largas horas engarzando margaritas, dientes de león y malas hierbas hasta conformar las gruesas trenzas que servían de base a las coronas. A este esqueleto, para que no perdiera rigidez, se le añadían un par de alambres finos que había que camuflar con más flores en el exterior.

      Ciertas mujeres recurrían a las coronas como una forma de disimular el terco olor a incienso de la pequeña iglesia de Beratón, en la que ya raras veces se celebraba el culto. Otras, sin embargo, se entregaban a aquel engalanamiento floral con la intención de loar a san Roque, patrón del pueblo, a quien susurraban sus rezos mientras recopilaban ramitas con las que hacer su labor.

      El virtuosismo alcanzado por Miguel era manifiestamente innecesario, pero él disfrutaba de lo lindo del proceso. Aquella tarde llevaba ya un par de horas enfrascado, tratando de lograr una variedad tonal que cubriera toda la gama de naranjas, cuando notó cómo el sueño se apoderaba de él en los escalones del altar. La pequeña lunita, como tantas otras veces, parpadeaba con parsimonia, haciendo su labor de sibila.

      Esta vez, la cierva albina no pisaba la acostumbrada alfombra boscosa de ramas y hojas. Eso era una novedad y, como toda novedad —y en especial, las oníricas— traía aparejadas implicaciones aún por descubrir. La cierva avanzaba, lenta y angustiosamente, por el pasillo que unía las bancadas de la iglesia y el altar. Su vientre latía, efervescente y excitado, como la corteza de un volcán en erupción. Desde el coxis al cuello, como una flecha que recién abandonara el arco, un relámpago recorría su espina dorsal. Miguel observaba a la cierva y la cierva lo observaba a él. Una espiral de fuego bailaba en sus pupilas plateadas.

      Antes de comenzar su danza habitual, dominado por un ánimo que Miguel nunca había advertido, el animal cae de costado y emite un último y lastimero grito que se apaga a bandazos, como la llama crepitante de una vela expuesta a una corriente de aire.

      Miguel se aproxima despacio a la cierva —a su cadáver, augura—. Con cuidado, asoma la cabeza por encima del lomo del animal. Y ve el milagro. Dos crías recién nacidas, con los ojos cerrados, pelonas aún, se afanan en encontrar los pezones de su madre, que las lame frenéticamente. СКАЧАТЬ