Название: Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura)
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782380372021
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—Entonces, yo también digo: ¡Gracias sean dadas a Dios! —murmuró ella al atraerla hacia mí.
Si alguien había perdido aquella noche un tesoro, yo, por lo menos, había ganado uno.
12. La extraña historia de Jonathan Small
El inspector que había quedado en el coche de alquiler era hombre de paciencia, porque tuvo tiempo de aburrirse hasta que volví a reunirme con él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.
—¡Se nos fue la recompensa! —dijo sombríamente—. Donde no hay dinero, no hay paga. Si el tesoro hubiese estado allí dentro, la labor de esta noche nos habría valido a Sam Brown y a mí sendos billetes de diez libras.
—El señor Thaddeus Sholto es un hombre rico —le dije—; él cuidará de que ustedes reciban su recompensa, con tesoro o sin él.
Sin embargo, el inspector movió la cabeza con desaliento.
—Mal asunto —repitió—; y lo mismo le parecerá al señor Athelney Jones.
Su predicción resultó exacta, porque el detective oficial se quedó mirando con bastante turbación cuando le enseñé el cofre vacío. Acababan, precisamente, de llegar él, Holmes y el preso, porque por el camino habían alterado sus planes respecto al trámite de presentar el informe en la comisaría. Mi compañero estaba arrellanado en su sillón y tenía la expresión que era en él habitual, mientras que Small se hallaba sentado frente a él, imperturbable y con su pata de palo cruzada sobre su pierna sana. Cuando mostré el cofre vacío se echó hacia atrás en su silla y se echó a reír ruidosamente.
—Esto es cosa suya, Small —dijo Athelney Jones, irritado.
—Sí; tiré el tesoro donde no puedan ustedes nunca echarle mano —exclamó jubiloso—. El tesoro es mío, y si yo no puedo quedarme con el botín, he de tener buen cuidado de que tampoco aproveche a nadie. Les digo a ustedes que no hay ser viviente con derecho al tesoro, fuera de los tres hombres que se hallan actualmente en el presidio de Andamán y yo. Sé que no podré yo beneficiarme del tesoro y sé que tampoco se podrán beneficiar ellos. He actuado siempre pensando más en ellos que en mí mismo. Siempre hemos sido fieles al Signo de los Cuatro. Pues bien, tengo la seguridad de que ellos aprobarían mi manera de obrar y que preferirán que haya tirado el tesoro al Támesis antes de permitir que fuese a parar a manos de parientes y amigos de Sholto o de Morstan. No hicimos lo que hicimos con Achmet para enriquecerlos a ellos. El tesoro lo encontrarán ustedes en el mismo lugar que la llave y que al pequeño Tonga. Cuando comprendí que la lancha nos alcanzaría, puse el botín en lugar seguro. Por esta vez la cosa no les va a producir rupias a ustedes.
—Small, usted nos está engañando —dijo Athelney con severidad—. Si hubiese deseado arrojar el tesoro al Támesis, le hubiera sido más fácil tirarlo con cofre y todo.
—Sí; habría sido más fácil para mí tirarlo y más fácil para ustedes el recuperarlo —contestó, mirando de soslayo con expresión astuta—. El hombre que era lo bastante inteligente para seguirme la pista lo sería igualmente para extraer del fondo del río un cofre de hierro. Pero como las joyas están desparramadas en un trayecto de cinco millas, más o menos, la tarea resultará mucho más difícil. La verdad es que me dolió en el alma hacerlo. Cuando ustedes nos alcanzaron, estaba yo medio loco. Pero de nada sirven las lamentaciones. En el transcurso de mi vida he tenido altibajos y he aprendido a no llorar ante la leche derramada.
—Este es un asunto muy serio, Small —dijo el detective—. Si usted hubiese ayudado a la justicia, en vez de burlarla de este modo, tendría muchas más probabilidades de salir bien parado del juicio.
—¡La justicia! —exclamó, con expresión de mofa, el ex presidiario—. ¡Bonita justicia! ¿De quién era este botín sino nuestro? ¿Dónde hay justicia en que yo lo hubiese entregado a quien jamás se lo ganó? ¡Vean, en cambio, cómo me lo gané yo! Veinte años largos pasé en aquellas tierras pantanosas e infectadas de fiebres, trabajando de día entre los mangles y pasando las noches con grilletes en las sucias chozas de los convictos, comido por los mosquitos, sacudido de tercianas, humillado por las fanfarronadas de todos aquellos guardianes negros, que se cobraban en mí sus cuentas contra los hombres blancos. Así fue como yo me gané el tesoro de Agra. ¡Y ustedes me hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de que hubiese yo pagado ese precio únicamente para que otro disfrutase del tesoro! Preferiría que me ahorcasen veinte veces, o que me clavasen uno de esos dardos de Tonga, que pasarme la vida en una celda de presidio y saber que otro hombre vive cómodamente en un palacio gracias a un dinero que debería ser mío.
Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y sus palabras le brotaron en furioso torbellino de su boca, mientras sus ojos llameaban y las esposas chocaban entre sí con ruido metálico en sus desatinados manoteos. Viendo los furores y arrebatos de aquel hombre, comprendí que no era ni infundado ni extraordinario el terror que había poseído al mayor Sholto cuando se enteró por vez primera de que el perjudicado presidiario había encontrado su pista.
—Se olvida usted de que nosotros nada sabemos de todo esto —le dijo con calma Holmes—. No nos ha contado todavía su historia y no podemos juzgar hasta qué punto la justicia estuvo primitivamente de su parte.
—Bien, señor; aunque me doy cuenta de que es a usted a quien debo el encontrarme esposado en este momento, me ha hablado en todo instante con mucha consideración. No le guardo, pues, rencor. Ha jugado limpio y de frente. Si desea oír el relato de mi vida, yo no tengo ningún deseo de ocultarla. Lo que le digo es el evangelio hasta la última palabra. Gracias. Puede usted colocar el vaso aquí, a mi lado, y yo acercaré a él mi boca si tengo sed.
Yo soy del Worcestershire, y nací cerca de Pershore. Creo que si usted quiere averiguarlo, encontrará que aún hoy viven allí un puñado de gentes de apellido Small. Muchas veces me entraron ganas de darme una vuelta por allí, pero la verdad es que nunca he dado motivos para que la familia se sintiera orgullosa de mí, y dudo de que se alegrasen mucho de verme. Eran todos ellos gente formal, frecuentadora de la capilla, pequeños granjeros, muy conocidos y respetados en la región; yo, en cambio, fui siempre un poco vagabundo. Pero cuando tenía alrededor de dieciocho años dejé de ocasionarles molestias, porque tuve un lío por cuestión de una muchacha, y no encontré otro medio de salir del paso que aceptando el chelín de la reina y alistándome en el tercero de Coraceros, que estaba a punto de salir para la India.
Poco era, sin embargo, lo que estaba destinado a servir en la milicia. Había salido apenas del aprendizaje del paso de ganso y el manejo del mosquete cuando cometí la tontería de ponerme a nadar en el Ganges. Por suerte para mí, John Holder, sargento de mi compañía, que era uno de los mejores nadadores del regimiento, estaba también en el agua. Cuando yo cruzaba por el centro del río, me cogió un cocodrilo y me cortó la pierna derecha con la misma limpieza que hubiera podido hacerlo un cirujano, justamente por encima de la rodilla. Me desmayé, por efecto del traumatismo y de la pérdida de sangre, y me habría ahogado si Holder no me hubiera cogido y conducido a nado hasta la orilla. Estuve cinco meses en el hospital. Cuando, al fin, pude salir cojeando de éste, con mi pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el ejército por invalidez e incapaz de dedicarme a ocupaciones activas.
Ya se imaginarán ustedes la desgracia que aquello significaba para mí, porque, sin haber cumplido aún los veinte años, me veía convertido en un completo inválido. Sin embargo, esa desgracia resultó pronto СКАЧАТЬ