Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Название: Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura)

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782380372021

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СКАЧАТЬ indicaba y advertí en el acto un fuerte olor a alquitrán.

      —Es ahí donde puso el pie al salir de aquí. Si usted ha sido capaz de sentir el olor, creo que Toby no tendrá dificultad alguna. Y ahora corra a la planta baja, suelte al perro y preste atención en Blondin .

      Cuando salí de la casa a los jardines, Sherlock Holmes ya estaba en el tejado y pude verlo como si fuese un enorme gusano de luz reptando muy despacio a lo largo del caballete del tejado. Le perdí de vista detrás de una serie de chimeneas, pero reapareció en seguida y luego volvió a desaparecer por el lado opuesto. Di vuelta a la casa y me lo encontré sentado en el ángulo de uno de los aleros.

      —¿Es usted, Watson? —me gritó.

      —Sí.

      —Este es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que se ve ahí abajo?

      —Una barrica de agua.

      —¿Con tapa encima?

      —Sí.

      —¿No se ve por ahí una escalera?

      —No. —¡Condenado individuo! ¡Esto es como para desnucarse! Sin embargo, por donde él trepó, yo he de poder bajar. La tubería de bajada de aguas parece sólida. Allá va, ocurra lo que ocurra.

      Se oyó un rumor de pies y la linterna empezó a bajar sin interrupción por el ángulo de la pared, hasta que, dando un salto ligero, se plantó encima de la barrica, y de allí volvió a saltar al suelo.

      —Fue fácil seguirle —dijo volviéndose a poner los calcetines y las botas—. A todo lo largo del camino he encontrado tejas sueltas, y ese hombre se dejó caer esto con la precipitación que llevaba. Como suelen decir ustedes los médicos, viene a confirmar mi diagnóstico.

      El objeto que me alargó era una bolsita de lana teñida con colores vegetales y con algunas cuentecitas llamativas enhebradas a su alrededor. Tanto por la forma como por el tamaño, presentaba cierto parecido a una petaca. En el interior había media docena de espinas de madera negra, puntiagudas por un lado y redondeadas por el otro, lo mismo que la que había herido a Bartholomew Sholto.

      —Son unos artefactos infernales —dijo—. Tenga cuidado de no pincharse. Estoy muy contento de haberme hecho con ellas, porque, según toda probabilidad, ese hombre no debía tener más que éstas. De modo que es menor el peligro de que usted y yo nos encontremos de pronto con una espina clavada en la piel. Por mi parte, preferiría que me disparasen una bala Martini. ¿Se siente usted con valor para una caminata de seis millas a paso vivo, Watson?

      —Desde luego que sí —contesté.

      —¿La resistirá su pierna?

      —¡Oh, sí!

      —¡De modo que ya estamos aquí, mi bueno y querido Toby! ¡Huele, Toby, huele!

      Holmes adelantó el pañuelo empapado de creosota hasta colocarlo debajo de la nariz del perro, mientras el animal, con las peludas patas separadas y ladeando la cabeza de una manera cómica, olía como huele un catador de vinos el bouquet de una cosecha especial. Hecho eso, arrojó Holmes el pañuelo muy lejos, ató una fuerte cuerda al collar del perro y condujo a éste hasta el pie de la barrica de agua. El animal estalló inmediatamente en una serie de agudos y trémulos ladridos, y, con la nariz pegada al suelo y la cola enhiesta, salió pataleando en pos de la huella a un paso que mantenía tensa la traílla y nos hizo caminar a todo lo que daban nuestras piernas.

      El este había empezado a clarear de una manera paulatina y la luz, fría y gris, nos permitía ver a cierta distancia. La casa, cuadrada y maciza, con sus ventanas negras y sin vida y los muros altos y pelados, se alzaba a nuestras espaldas, triste y solitaria. Nuestra carrera nos llevó a través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo por las trincheras y pozos que los cortaban y se entrecruzaban. Todo aquel lugar, con los montones de tierra desperdigados y sus raquíticos arbustos, tenía un aspecto ominoso y decadente que armonizaba de una manera perfecta con la negra tragedia que lo envolvía.

      Al llegar a la cerca exterior, Toby corrió a lo largo de la misma, resoplando ansiosamente por la sombra que aquélla proyectaba y deteniéndose por último en un rincón en el que se levantaba una joven haya. En el ángulo de las dos paredes habían aflojado varios ladrillos, y las grietas así dejadas presentaban un desgaste y estaban redondeadas en la parte inferior, como si hubiesen servido de escalones con frecuencia. Holmes trepó por ellos, yo le alcancé el animal, y él lo dejó caer, al otro lado de la cerca. Al subir yo y ponerme a su lado, me dijo:

      —Vea usted aquí la impresión de la mano del hombre de la pata de palo. Fíjese en la manchita de sangre que hay sobre el yeso blanco. ¡Qué suerte hemos tenido con que no haya llovido fuerte desde ayer! A pesar de la ventaja de veintiocho horas que nos llevan, el olor no habrá desaparecido todavía de la carretera.

      Confieso que tuve mis dudas pensando en el denso tráfico que habría circulado durante ese tiempo por la carretera de Londres. Pero pronto se apaciguaron mis temores. Toby no dudó ni se desorientó una sola vez, sino que avanzaba pataleando con su curioso caminar bamboleante. No cabía duda de que el penetrante olor de la creosota se sobreponía a todos los demás olores en pugna.

      —No vaya usted a figurarse —dijo Holmes— que fio mi éxito en el caso actual a la simple casualidad de que uno de estos individuos haya metido su pie en ese producto químico. Dispongo ya de datos como para seguirles la pista de diferentes maneras. Esta es, sin embargo, la más fácil, y ya que la suerte nos la ha deparado, sería negligente si la desperdiciase. De todos modos, el caso ha dejado con esto de ser el interesante problemita intelectual que se nos prometía. Quizá ganemos con él algún crédito, pero ésta es una pista demasiado palpable.

      —El caso encierra mucho mérito —dije yo—. Le aseguro, Holmes, que los medios con que está consiguiendo sus resultados en este caso me maravillan más aún que los que empleó en el del asesinato de Jefferson Hope. Me parece todo más profundo y más inexplicable. Por ejemplo, ¿cómo pudo describir con tal seguridad al hombre de la pata de palo?

      —¡Elemental, querido muchacho, eso fue algo elemental! No deseo dar teatralidad al asunto. Todo en él está a la vista y encima de la mesa. Dos oficiales al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante secreto referente a un tesoro sepultado. Un inglés, llamado Jonathan Small, traza para ellos un mapa. Recordará usted que vimos ese nombre en el que se hallaba en posesión del capitán Morstan. Jonathan Small lo había firmado en nombre suyo y el de sus asociados con el Signo de los Cuatro, como él lo llamaba dramatizando la cosa. Los oficiales o uno de ellos se hace, gracias a este mapa, con el tesoro, y se lo traen a Inglaterra dejando incumplida alguna de las condiciones bajo las cuales lo recibieron. Y yo me pregunto: ¿por qué no retiró el mismo Jonathan Small aquel tesoro? La contestación salta a la vista. El mapa está fechado en una época en que Morstan mantuvo una estrecha relación con presos. Jonathan Small no fue en busca del tesoro porque él y sus asociados estaban en presidio y no podían salir del mismo.

      —Pero todo eso son simples hipótesis —dije.

      —Son algo más que hipótesis. Es la única hipótesis capaz de explicar los hechos. Veamos si encaja dentro de lo que después ocurrió. El mayor Sholto vive en paz por espacio de algunos años y es feliz con la posesión de su tesoro. Después recibe una carta de la India que le llena de pánico. ¿Qué quiere decir eso?

      —Que la carta le anunciaba que los hombres a quienes él había perjudicado estaban en libertad.

      —O que se habían СКАЧАТЬ