Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton
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Название: Pensadores de la nueva izquierda

Автор: Roger Scruton

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Pensamiento Actual

isbn: 9788432148002

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СКАЧАТЬ amigo William Beverdige, uno de los artífices del Estado de bienestar. La historia del laborismo y la WEA estaban inextricablemente unidas y, para la izquierda intelectual, casi se convirtió en un dogma que una de las maneras de participar en la lucha proletaria fuera enseñando historia.

      Entre los historiadores que sentaron en el Reino Unido las bases de la Nueva Izquierda, destacan dos especialmente, tanto por la brillantez de sus escritos como por la determinante influencia de su compromiso. Tanto Eric Hobsbawm como E. P. Thompson fueron alentados por el movimiento comunista al que tantos se afiliaron antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Y ambos se implicaron activamente en el movimiento pacifista durante la época en que la paz era también el objetivo de la política exterior soviética. Pero si Hobsbawm pertenecía al establishment y era un miembro respetado en el ámbito académico, Thompson nunca se sintió cómodo en el ambiente universitario, y abandonó su puesto en la universidad de Warwick en protesta por sus tendencias mercantilistas en 1971. Estaba orgulloso de ser un intelectual libre, al estilo de Karl Marx. Difundía sus ideas en reseñas de libros o en panfletos, y no puede decirse que su ensayo más importante, The Making of the English Working Class, fuera un libro de historia social, según se concebía esta disciplina cuando se publicó en 1963.

      Hobsbawm ha recibido muchas críticas, menos por su inclinación comunista que por su obstinada lealtad al partido cuando se hicieron públicos sus crímenes, y abandonó sus filas cuando no tenía más remedio, puesto que el Partido Comunista se disolvió vergonzosamente a finales de 1990. Por el contrario, Thompson dejó el partido en 1956 como respuesta a la invasión soviética de Hungría, que el Partido Comunista del Reino Unido se negó a condenar. Hobsbawm afirmó (en el Daily Worker, 9 de noviembre de 1956), que aprobaba lo ocurrido en Hungría, aunque con “pesar en su corazón”. Y hasta su muerte, en 2012, siguió aprobando con el mismo pesar en su corazón las atrocidades que otros ex comunistas contemplaban cada vez con mayor indignación, y esta circunstancia ha sido la que ha puesto en duda su reputación. Pero su caso ilustra hasta dónde puede llegar la colaboración con el crimen cuando es la izquierda quien lo comete. Los crímenes perpetrados por la derecha no disfrutan de esa indulgencia: esto nos muestra un rasgo significativo de los movimientos de izquierdas, que parecen poseer la misma capacidad que las religiones tanto para tolerar el crimen como para limpiar la conciencia de sus cómplices.

      De hecho, debemos entender en un sentido religioso la fascinación que despertó el comunismo entre los jóvenes intelectuales de entreguerras. Los espías de Cambridge —Philby, Burguess, Maclean y Blunt— traicionaron a muchas personas y las llevaron a la muerte: al revelar las identidades de los patriotas de Europa del Este que organizaron la resistencia frente a los nazis, con la esperanza de alcanzar un futuro democrático, más que comunista, posibilitaron que Stalin liquidara a quienes luchaban para impedir su avance por Europa oriental.

      Esto aparentemente no suscitó remordimiento alguno en los espías, cuyas acciones estuvieron motivadas por un rechazo obsesivo hacia su país y hacia sus instituciones. Formaban parte de una élite que había perdido confianza en su derecho a los privilegios heredados y que había transformado en religión la negación de los valores que les había inculcado la sociedad en que nacieron. Estaban deseosos de encontrar una filosofía que compartiera esa misma obsesión destructiva y la hallaron en el partido comunista, que les ofrecía no sólo doctrina y promesas, sino también pertenencia, autoridad y obediencia: exactamente lo mismo que esos espías repudiaban como herencia.

      Las organizaciones clandestinas crean siempre un grupo de ángeles visitantes, capaces de moverse entre la gente de la calle con un halo que solo ellos pueden ver. Pero esta masonería de los elegidos no era el único atractivo del partido comunista. Su doctrina les prometía un futuro luminoso y les indicaba el camino de “lucha heroica” que conducía a él. La sociedad europea casi se había destruido a sí misma en la Primera Guerra Mundial, y la gente había salido de ella con multitud de pérdidas y sin ninguna ganancia que compensara su sufrimiento. Para esos jóvenes que había perdido sus ilusiones debido a la dura realidad que siguió a la guerra, la Utopía era un bien muy preciado. Era lo único en lo que podían confiar, precisamente porque no hacía referencia a nada real. Exigía sacrificio y compromiso y daba sentido a la vida, mostrando la fórmula para transformar lo negativo en positivo y convirtió todo acto de destrucción en un acto de creación. La utopía facilitaba instrucciones implacables, secretas y autoritarias, que exigían traicionar a todo y a todos los que se interponían en su camino, o sea, a todo y a todos. El entusiasmo que provocaba era una fuerza irresistible para quienes deseaban vengarse de un mundo que se habían negado a heredar.

      La habilidad del partido por transformar lo negativo en positivo y rechazar la redención ofreció precisamente una terapia psíquica a quienes habían perdido la fe religiosa y todo el afecto cívico que necesitaban. Su estado negativo lo reflejó perfectamente Breton en nombre de los intelectuales franceses en su Segundo Manifiesto Surrealista de 1930:

      «Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión (…) [Los surrealistas] saben gozar plenamente de la desolación, tan bien orquestada, con que el público burgués (…) acoge el deseo permanente de burlarse salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos los sacerdotes, y de apuntar hacia todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo sexual de tan largo alcance».

      Esta idea, en retrospectiva tan pueril, era al mismo tiempo una clara petición de auxilio. Breton reclamaba un sistema de creencias con la capacidad para prometer un nuevo orden y una nueva forma de pertenencia, que transformara todo lo negativo de su alrededor y lo reescribiera en el lenguaje de la autoafirmación.

      Hobsbawm tenía más excusa que la mayoría de los que se incorporaron al partido comunista. Nacido en Alejandría, de padres judíos y huérfano en la infancia, tuvo que trasladarse a casa de unos familiares a Berlín donde fue testigo, en el momento más vulnerable de su vida, del traumático ascenso de Hitler al poder. Finalmente logró escapar con su familia adoptiva a Inglaterra, donde se encontró desarraigado y traumatizado, desligado de toda lealtad heredada y, a pesar de ello, con el deseo de encontrar algo que diera sentido a su inquietud intelectual y le permitiera participar y comprometerse en la lucha contra el fascismo. Se sumó al movimiento comunista con inquebrantable dedicación y estudió la manera de implicarse en sus luchas desde el ámbito académico.

      Es imposible saber —y probablemente sea también indiscreto preguntar- cuántos intelectuales comunistas de la generación de Hobsbawm participaron en esa clase de acciones subversivas que hoy relacionamos con el círculo en el que se movían Philby, Burguess y Maclean. Se ha sospechado de Cristopher Hill, historiador de la guerra civil inglesa, que trabajó en el Foreing Office durante los dos últimos años cruciales de la guerrea, cuando Stalin necesitaba de la información que le transmitían los espías de Londres para invadir Europa del Este. Hill, que después fue profesor en Ballioll, era miembro del Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Oxford formado tras la Guerra, y al que pertenecía también Hobsbawm, Thompson y Raphael Samuel. En 1952, Samuel y él fundaron la influyente revista Past and Present, cuyo objetivo era interpretar la historia desde un punto de vista marxista. Vinculado a ellos estaba también Ralph Miliband, que llegó como refugiado desde Bélgica en 1940, y cuyo padre polaco había luchado en el ejército soviético contra su СКАЧАТЬ