Название: Pensadores de la nueva izquierda
Автор: Roger Scruton
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Pensamiento Actual
isbn: 9788432148002
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¿Cómo puede ser así? Dworkin ofrece dos razones. La primera se basa en la distinción general que hace entre “igual tratamiento” y “tratamiento como igual”, y su creencia de que el objetivo de la Constitución es garantizar el último, con independencia de la cláusula de “igual protección”. Yo trato a John y Mary igualmente cuando, como candidatos para un puesto, solo tengo en cuenta su preparación y su idoneidad para el trabajo. Pero esto no resultaría suficiente si mi obligación es tratarles como iguales. En ese caso debo tener en cuenta la discriminación de la mujer y que Mary seguramente ha tenido que hacer mayores esfuerzos para capacitarse para el puesto que John. Tratar a los dos como iguales exigiría compensar la injusta desventaja sufrida por Mary, dándole prioridad sobre John.
Se trata de un razonamiento que, como se pone de manifiesto, transfiere automáticamente el derecho de las personas al grupo, de manera que en la ponderación de derechos ya no se tiene en cuenta a los individuos, sino el colectivo al que pertenecen, algunos de los cuales pueden tener severos lastres, en especial los varones blancos. Pero Dworkin aduce otra razón también. En el caso que está analizando, a su juicio no hay derechos relevantes. No existe algo parecido a un derecho a ser candidato a una plaza en una facultad de Derecho en función del mérito intelectual. Si los derechos son todavía criterios orientadores de nuestras acciones, debemos atender a la política global en lugar de a los casos individuales. La pregunta es: ¿sirve la política a la causa de los derechos o la obstruye?
Con estas dos razones, aplicadas de diversa manera y convenientemente utilizadas para refutar a sus adversarios, Dworkin deja de lado el molesto inconveniente de los derechos individuales y recurre a la “teoría moral” contenida presuntamente en la Constitución. Esta teoría defiende un derecho principal, que es el derecho a ser tratado como igual, un derecho que se traduce en todo un sistema de desventajas y privilegios que se distribuyen según la pertenencia a determinados colectivos, y no por su condición de ciudadanos o por su pertenencia a la especie humana.
No es del todo incorrecto afirmar que un individuo no tiene derecho a ser considerado únicamente por sus méritos al solicitar un beneficio educativo. Pero la razón es distinta a la que sostiene Dworkin. Un beneficio es un don, y es derecho del donante concederlo como desee. Si esta fuera la suposición de Dworkin, entonces estaría argumentando dentro de la gran tradición liberal americana y oponiéndose a la creencia de que hay derecho a coaccionar a los individuos si existe un interés político. Pero no tiene ninguna duda sobre la conveniencia de esto último. A su juicio, en ese caso concreto, se debe obligar a la facultad de Derecho a conceder plazas según los dictados políticos. Por ejemplo, no tendría derecho a conceder plazas solo a hombres blancos. Pero la política no es la clásica política meritocrática defendida por la Cláusula de Igual Protección de la Constitución. Esta política crea desigualdad social y, como advierte Dworkin, «tenemos que tener cuidado en no usar la cláusula de Igual Protección para engañarnos a nosotros mismos sobre la igualdad». No debemos permitir que nuestro celo por los derechos individuales obstruya políticas que causarían mayor igualdad, al menos a juicio de Dworkin, y a largo plazo, derechos más efectivos.
El ejemplo es muy interesante. Muestra la facilidad con que el liberal puede privar a su oponente de su única defensa. El liberal razona así: “Yo no reconozco ningún argumento excepto el de los derechos individuales, y las políticas debe asegurarlos”. Pero cuando el conservador pretende defender sus derechos, el liberal tira de la alfombra debajo de él, afirmando que “eso no son derechos”. Según el conservador, si se concede un privilegio, o bien es un don, en cuyo caso el donante decide cómo distribuirlo, o bien es un derecho, y entonces la posición predeterminada, reconocida por la Constitución, es la de “igual tratamiento”. Otra cuestión, de naturaleza judicial, es saber qué significa en cada caso concreto “igual tratamiento”. Pero implica reconocer a cada persona los derechos que le garantiza la Constitución, ni más ni menos.
En otros pasajes de su obra, Dworkin ridiculiza la opinión de que las concesiones al individuo y sus derechos en ocasiones pueden anularse por decisiones políticas que tengan por finalidad la seguridad social y la estabilidad política. Frente a criterios utilitaristas, sostiene que ninguna cuestión exclusivamente política puede revocar la reivindicación individual en favor de un trato justo. «No debemos» escribe «confundir estrategia con justicia, ni los hechos de la vida pública con los principios de la moralidad política»[45]. O, al menos, no es legítimo hacerlo cuando lo hace Devlin, a quien Dworkin critica, que defendía incorporar la moral sexual tradicional en la ley, o cuando destila desprecio por la «popular indignación, por la intolerancia y el disgusto» (y nos alerta a no confundir este fenómeno con una «convicción moral»). La estrategia que se emplea para defender lo de abajo puede pasar por encima de cualquiera de los derechos defendidos por los conservadores, porque si los conservadores se implican en su defensa podemos estar seguros de que no son derechos, ni convicciones morales, ya que estos son exclusivos de los liberales, sino sentimientos de «indignación, intolerancia y disgusto».
Resulta evidente que bajo todos estos asuntos hay difíciles y profundas cuestiones filosófico-políticas. Puede que Dworkin tuviera razón al suponer que los beneficios que defienden los conservadores no son propiamente derechos. Pero ¿cuáles son los auténticos derechos y cuál su fundamento? La vaga apelación a la Constitución americana y a su supuesta “teoría moral” no es una respuesta adecuada, sobre todo si tenemos en cuenta que los casos citados se ventilaron en tribunales ingleses. Dworkin tiene la convicción de que razona en base a principios, y no de leyes susceptibles de derogación, pero cuando la discusión es de naturaleza filosófica es necesario saber cómo justificar y fundamentar los principios que se aducen. Y este es un extremo que Dworkin pasó por alto.
En un libro posterior, La ley del Imperio, emplea una nueva estrategia para fundamentar su postura: analizar hermenéuticamente la ley, como si esta estuviera totalmente “abierta” a la interpretación y, por tanto, abierta a una interpretación liberal[46]. A juicio de Dworkin, la interpretación es el intento de hallar la mejor lectura de un artefacto humano, la lectura más adecuada a su objetivo final. Según esta concepción, la crítica de una obra de arte es el intento de leerla de la mejor manera posible y otorgarle el valor estético más elevado. Lo que sea “mejor” en cada caso está definido por la actividad de que se trate en concreto. Es evidente que la ley no tiene valores estéticos. ¿De qué trata entonces? Una posible respuesta diría que de la justicia. Pero esta no es, claramente no es, la respuesta de Dworkin; y de nuevo, ante el desafío de aclarar el tema, se refugia otra vez en las sombras. A veces subraya que la función de la ley es «guiar y constreñir el poder del gobierno»; en otras palabras, en la salvaguarda de los derechos individuales. En otros casos, explica que su función es resolver conflictos, como en gran parte hace el derecho civil. En los pasajes más teóricos, contempla a la ley como limitada por un ideal de integridad y, al final, parece ser esta su teoría preferida, aunque sea algo confusa.
La búsqueda de la «mejor lectura de la ley» se lleva a cabo en diversos ámbitos: en los tribunales de justicia (pues para resolver los casos difíciles los jueces han de interpretar la ley, pero también cuando pretenden acomodar sus decisiones a los precedentes relevantes); en los dictámenes de los juristas (cuando tratan de racionalizan o criticar las decisiones judiciales), en las discusiones especializadas de los filósofos del derecho (cuando pretenden descubrir los primeros principios).
Para Dworkin, por tanto, la ley no es ni un mandato, ni una convención, ni una predicción, ni un mero instrumento al servicio de la política. Es (según su estado de ánimo) una expresión de los derechos civiles, morales o constitucionales: la encarnación de una “moralidad política”, la materialización de las “obligaciones asociativas” de la comunidad en la que rige. Si Dworkin cambia tan rápidamente СКАЧАТЬ