Familias fatales. Ben Aaronovitch
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Название: Familias fatales

Автор: Ben Aaronovitch

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ríos de Londres

isbn: 9788417525910

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СКАЧАТЬ convertida en oficinas. En algún momento de los últimos treinta años, habían brotado en el lugar unos almacenes, una tienda Matalan y un supermercado ASDA del tamaño de un portaviones impulsado por energía nuclear. Era la clase de desarrollo urbanístico de las afueras que hace que los hombres y mujeres serenos y respetuosos con el medio ambiente echen espuma por la boca por la indignación y muerdan los volantes de sus Prius, pero yo no pude evitar pensar que, desde un punto de vista policial, venía estupendamente bien para comprar después del trabajo. De hecho, puesto que el centro de detención de Brighton estaba justo detrás, también venía genial para los sospechosos. Y había unos trasteros Big-Box al lado, lo que podría resultar práctico si las celdas se abarrotaban alguna vez.

      El inspector jefe Douglas Manderly era un policía al estilo moderno, con un sutil traje de raya diplomática entallado, el pelo castaño y corto, ojos azules y un móvil de última generación en el bolsillo. Era serio, trabajaba hasta tarde, bebía la cerveza rubia en cañas y sabía cambiar un pañal. En poco tiempo buscaría ascender a superintendente, pero solo por la paga extra y la pensión. Era bueno en su trabajo, deduje, pero probablemente no se sintiera cómodo con las cosas que se salían de su zona de confort.

      Le íbamos a encantar.

      Nos encontramos con él en su oficina para proclamar su autoridad, pero se levantó y nos dio la mano por turnos para promover una correcta atmósfera entre compañeros. Nos sentamos en los sitios que nos ofreció y también aceptamos su café, y le dedicamos un minuto y medio, más o menos, a las cortesías antes de que nos preguntara, sin rodeos, qué queríamos.

      No le contamos que estábamos cazando brujas porque esa clase de cosas suele causar sobresaltos.

      —Puede que Robert Weil esté relacionado con otra investigación —dijo Nightingale—. Una serie de asesinatos que tuvo lugar durante el verano.

      —¿Con el caso de Jason Dunlop? —preguntó.

      «Es mejor que bueno en su trabajo», pensé.

      —Sí —respondió Nightingale—, aunque no está directamente relacionado.

      Manderly parecía decepcionado. La gente tiene una idea errónea sobre la territorialidad policial. Una investigación por asesinato a gran escala sale por un cuarto de millón de libras como mínimo. Si Manderly pudiera pasárselo a Scotland Yard, entonces se convertiría en nuestro dinero y nuestro problema, por no mencionar que mejoraría su recuento de criminalidad a final de año. Era evidente que no quería asignarnos a uno de sus preciados detectives para que nos acompañara, pero no se mostró particularmente contento cuando Nightingale preguntó por la agente Maureen Slatt.

      —Eso es un tema de su superior más inmediato —indicó Manderly.

      Entonces preguntó si tenía que buscar algo en especial, dado nuestro interés.

      —Podría informarnos si descubre algo que se salga de lo normal —dijo Nightingale.

      —¿Eso incluye algún cuerpo? —preguntó.

      Técnicamente no hace falta que tengas ningún cadáver para acusar a alguien de asesinato, pero los detectives siempre se sienten mejor cuando han encontrado a la víctima propiamente dicha; son así de supersticiosos. Además, a nadie le gusta pensar que se puedan estar gastando un cuarto de millón y que resulte que la víctima esté viviendo en Aberdeen con un vendedor de seguros llamado Dougal.

      —¿Estamos seguros de que había un cuerpo en el Volvo? —pregunté.

      —Seguimos esperando los resultados de ADN, pero el laboratorio ha confirmado que la sangre es humana —respondió Manderly—. Y que salió de un cuerpo en las primeras fases de rigor mortis.

      —Entonces no fue un secuestro —dijo Nightingale.

      —No —concedió el detective.

      —¿Y dónde está el señor Weil ahora? —preguntó Nightingale.

      Manderly entrecerró los ojos.

      —Está de camino —dijo—. Pero, a menos que tengan algo sustancial que añadir a su interrogatorio, preferiría que nos lo dejaran a nosotros.

      Ahora que había quedado claro que no íbamos a relevarle de este problemático caso, no iba a dejarnos acercarnos al sospechoso principal hasta que lo tuviera todo atado y bien atado.

      —Me gustaría hablar con la agente Slatt primero —dijo Nightingale—. Imagino que ya se habrá registrado la casa de Weil, ¿verdad?

      —Tenemos a un equipo allí —dijo Manderly—. ¿Están buscando algo en concreto?

      —Libros —respondió—. Y posiblemente otras clases de parafernalia.

      —¿Parafernalia? —repitió el detective.

      —Lo sabré cuando la vea —dijo Nightingale.

      * * *

      La principal diferencia entre las labores policiales de la ciudad y las de campo, hasta donde me parecía, era la distancia. Había treinta kilómetros por la A23 hasta Crawley, donde vivía Robert Weil, que era mucho más de lo que yo conducía en Londres durante la semana laboral. Eso sí, como Londres no se interponía, llegamos en menos de media hora. De camino pasamos por el punto donde había tenido el lugar el accidente. Le pregunté a Nightingale si quería que parásemos, pero, puesto que ya se habían llevado el Volvo de Weil, continuamos hasta Crawley.

      En los cincuenta y los sesenta, los todopoderosos hicieron un esfuerzo conjunto para echar a la clase trabajadora de Londres. La ciudad estaba perdiendo rápidamente su industria y las maravillas tecnológicas de la era de los electrodomésticos estaban sustituyendo a un amplio número de sirvientes que se requería en las casas eduardianas. Londres simplemente ya no necesitaba tanta gente pobre. Crawley, que hasta entonces había sido un pequeño pueblo medieval basado en el comercio, tenía sesenta mil residentes allí tirados. Digo tirados, pero en realidad fueron a parar a miles de sólidos adosados con tres dormitorios en los que a mis padres le habría encantado vivir, si hubieran podido llevarse la escena londinense del jazz, el mercado de Peckham y a la población exiliada de Sierra Leona o, al menos, a la mitad con la que mi madre se seguía hablando.

      Crawley se las había apañado para evitar la plaga de centros comerciales a las afueras con el simple recurso de colocar uno en el centro del pueblo. Más allá estaban las oficinas del ayuntamiento, la universidad y la comisaría, todo apiñado con tanto esmero como si hubiera salido de un juego de SimCity.

      Encontramos a la agente Slatt en la cafetería, que era tan anodina como sus equivalentes en Londres. Era una mujer bajita y pelirroja que rellenaba el chaleco antipuñaladas como un adosado de tres dormitorios y tenía unos ojos grises e inteligentes. Nos dijo que su inspector ya la había puesto al día. Yo no sabía lo que le habían dicho, pero la mujer miraba a Nightingale como si esperara que fuera a salirle otra cabeza.

      Nightingale me envió a la barra y, cuando volví con el té y las galletas, la agente Slatt le estaba describiendo cómo había obrado en el lugar del accidente. Si pasas algún tiempo entre accidentes de tráfico, no tendrás ningún problema en distinguir la sangre cuando la veas.

      —Brilla cuando la iluminas con la linterna, ¿no es verdad? —dijo—. Pensé que podría haber otra víctima en el coche.

      Es bastante común que СКАЧАТЬ