Cuando el mundo gira enamorado. Rafael de los Ríos Camacho
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Название: Cuando el mundo gira enamorado

Автор: Rafael de los Ríos Camacho

Издательство: Bookwire

Жанр: Общая психология

Серия:

isbn: 9788432152801

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СКАЧАТЬ de 1941 cuando contrajeron matrimonio. Viktor tenía 36 años, y Tilly 21. Junto a otra pareja más, fueron los últimos judíos de Viena que pudieron obtener el necesario permiso para casarse, expedido por las autoridades del Nacional Socialismo. A partir de esas dos bodas, la Oficina Judía de Registros fue clausurada a cal y canto.

      Después de la ceremonia en el Centro de la Comunidad Judía, Viktor y Tilly fueron caminando por las calles de Viena —sabían que no debían coger un taxi— con el fin de hacerse unas cuantas fotografías. Tilly llevaba su velo de boda, blanco y resplandeciente. Cuando volvían a casa se fijaron en un escaparate: vieron un libro, titulado Nosotros queremos casarnos. Entraron en la tienda. Tilly seguía con el velo blanco sobre su pelo moreno y los dos tenían la estrella judía amarilla cosida a sus trajes, como era preceptivo. Viktor animó a Tilly:

      —Pide tú misma el libro, por favor. Así fomentarás tu propia autoafirmación.

      —¿Desea usted algo, señorita? —preguntó el librero.

      —Nosotros queremos casarnos —contestó ella a pie firme mientras se ruborizaba por completo.

      [1] Cfr. El hombre en busca de sentido, pp. 84-85.

      [2] Cfr. Autobiography, pp. 84-87.

      5. «¡SI NOS VIERAN AHORA NUESTRAS ESPOSAS!»

      —¡Atención, destacamento adelante! ¡Izquierda, dos, tres, cuatro! ¡Izquierda, dos, tres, cuatro! ¡La primera fila, giro a la izquierda, izquierda, izquierda, izquierda! ¡Gorras fuera!

      Viktor se quitó la gorra al atravesar la verja del campo y pasar ante el oficial de las SS. Formaba parte de un kommando de trabajo compuesto por doscientos ochenta hombres y dirigido por un kapo. En Auschwitz había centenares de kommandos, la mayoría adscritos al trabajo de cavar y tender vías para el ferrocarril.

      Como en las dos semanas anteriores, tenía que ir andando hasta el lugar de trabajo. Todavía no había amanecido y las luces de reflectores enfocaban a los prisioneros. El que no marchaba con marcialidad recibía una patada; pero corría peor suerte quien, para protegerse del feroz viento de los Cárpatos, se calaba la gorra hasta las orejas antes de que le dieran permiso. Todos llevaban su correspondiente número cosido en los pantalones y en la chaqueta, o incluso tatuado en la piel. Viktor Frankl ya no se llamaba así, sino sólo un número más, el 119.104, y eso era lo único que importaba a las autoridades.

      En la oscuridad tropezaban con las piedras y se metían en los charcos al recorrer el único camino que partía del campo. Los soldados de las SS que les acompañaban no dejaban de gritarles y de azuzarles con las culatas de sus rifles. Los que, en ese paisaje pantanoso, tenían los pies llenos de heridas se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas mediaban palabras; el viento helado no propiciaba la conversación.

      Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el doctor David Sick, que marchaba al lado de Viktor, le susurró:

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