Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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Название: Tormenta de guerra

Автор: Victoria Aveyard

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: Reina Roja

isbn: 9788412177923

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      A ello se debe que Corvium se desmorone a nuestras espaldas: ya no nos sirve.

      Davidson alegó que dejar ahí una guarnición era una tontería y un desperdicio. La ciudad-fortaleza fue construida para canalizar hacia el Obturador soldados que combatieran a los lacustres. Concluida la guerra, ese lugar no tiene más sentido. No posee ningún río ni recursos estratégicos que resguardar, es apenas un camino de muchos a la comarca de los Lagos; se había convertido en poco menos que una distracción. Y pese a que lo tomamos, estaba rodeado por territorio de Maven y demasiado cerca de la frontera. La comarca de los Lagos podría invadir sin previo aviso, o las fuerzas de Maven retornar en gran número. Aunque quizás habríamos ganado de nuevo, eso habría impuesto un alto coste de vidas a cambio de unos simples muros en medio de la nada.

      Como era de esperar, los Plateados se opusieron. Supongo que se toman a honra discrepar de todo lo que dice alguien por cuyas venas corre sangre roja. Anabel alegó el decoro.

      —¿Después de tantos muertos, de tanta sangre derramada en esas murallas, queréis renunciar a esta ciudad? ¡Se nos tendrá por idiotas redomados! —rio mientras paseaba la vista por la sala del consejo y miraba a Davidson como si tuviera dos cabezas—. La primera victoria de Cal, el izamiento de su bandera…

      —Yo no la veo por ningún lado —la interrumpió Farley con manifiesta mordacidad.

      Anabel la ignoró e insistió, daba la impresión de que destruiría la mesa bajo sus dedos. Cal permaneció en silencio a su lado, con los encendidos ojos fijos en sus manos.

      —Abandonar esta plaza parecerá una debilidad —aseguró la vieja reina.

      —A mí no me importan las apariencias sino lo verdadero, su majestad —replicó Davidson—. Si lo desea, deje una guarnición a cargo de Corvium, pero ningún soldado de Montfort ni de la Guardia se quedará aquí.

      Ella torció la boca y no dijo nada; no tenía intención de desperdiciar así su ejército. Se arrellanó en su silla y miró a Volo Samos, quien no ofreció tampoco a sus soldados y calló.

      —Si abandonamos la ciudad, la dejaremos en ruinas —Tiberias cerró el puño sobre la mesa; recuerdo con claridad el blanco de sus nudillos bajo la piel: aún tenía tierra en las uñas y sangre también, quizá. Presté atención a sus manos para no tener que mirar su rostro; es fácil adivinar sus emociones y no quiero formar parte de ellas todavía—. Necesitaremos contingentes especiales de cada ejército —agregó—: olvidos Lerolan, gravitrones y bombarderos nuevasangre, todo aquél con destrezas para destruir. Que dejen esta ciudad sin sus recursos, la reduzcan a cenizas y arrasen con lo que reste. Que no quede nada útil para Maven o la comarca de los Lagos.

      No levantó la vista mientras hablaba, incapaz de sostener la mirada de nadie. Sin duda le fue difícil ordenar la destrucción de una de sus ciudades. La conocía, su padre la había protegido y su abuelo antes que él. Tiberias valora la tradición tanto como el deber, ambos son ideales que tiene muy arraigados. Pese a todo, en su momento apenas sentí lástima por él y siento menos ahora, en nuestro trayecto a las Tierras Bajas.

      Corvium no fue más que la puerta a un cementerio Rojo. Me alegra que haya terminado.

      Aun así, siento malestar en la boca del estómago. Esa urbe arde todavía en mi mente cuando cierro los ojos: sus murallas desmoronándose, destruidas por explosiones; los edificios destrozados por la manipulación de la gravedad; las puertas de metal tornándose nudos sinuosos y las calles llenas de humo. Para atacar la torre central, Ella, una electricona como yo, se valió de su tormenta, un furioso relámpago azul que rajó la piedra. Ninfos de Montfort, nuevasangre dotados de enorme poder, usaron los arroyos próximos y aun el río para acarrear los escombros hasta la laguna. Nada de Corvium quedó a salvo; una parte se desplomó incluso sobre los túneles subterráneos. El resto se dejó como escarmiento, a la manera de los antiguos monolitos que sufrían el desgaste de un millar de años, no de unas horas.

      ¿Cuántas otras ciudades compartirán ese destino?

      Pienso antes que nada en Los Pilares.

      No he visto el lugar en que crecí desde hace casi un año, cuando respondía al nombre de Mareena y vi desde la cubierta de un suntuoso barco las márgenes del río Capital acompañada de un fantasma. Elara vivía aún, lo mismo que el rey. Ambos me obligaron a mirar mi aldea, la gente reunida junto al río con la expresa amenaza de un latigazo o una celda. Mi familia estaba ahí; me concentré en sus rostros, no en el paisaje: Los Pilares no fueron nunca mi hogar, ella lo es.

      ¿Me importaría ahora que la aldea desapareciera, que todo el daño lo padeciesen las casas construidas sobre pilares, el mercado, la escuela, el redondel; que todo eso fuera destruido o quemado, se inundara o sencillamente se desvaneciera?

      No lo sé.

      Pero sin duda hay lugares que deberían unirse a Corvium en ruinas. Nombro los que quisiera destruir, los maldigo.

      Ciudad Gris, Ciudad Alegre, Ciudad Nueva y todas las demás ratoneras de su calaña.

      Las barriadas de los tecnos me hacen recordar a Cameron, quien duerme frente a mí enredada en su cinturón de seguridad. Cabecea y su ronquido es casi imperceptible bajo el ruido de los motores del aeroplano. Su tatuaje asoma bajo el cuello de la blusa, un manchón de tinta oscura contra la piel morena. Se le marcó con su profesión, o su prisión, hace mucho tiempo. Pese a que vi sólo una ciudad tecno a lo lejos, su recuerdo me produce náuseas todavía; no me puedo imaginar lo que es crecer en una de ellas, atada a una vida bajo el humo.

      Las barriadas Rojas deben ser aniquiladas.

      También sus muros tienen que arder.

      Aterrizamos en la base de las Tierras Bajas en medio de un aguacero de última hora en la mañana. Me basta con dar tres pasos sobre la pista hacia la fila de transportes en espera para empaparme. Farley me rebasa sin esfuerzo, ansía estar de vuelta con Clara; no piensa en otra cosa y evita al coronel y los demás soldados que nos reciben. Me empeño en seguirle el paso, me fuerza a avanzar a un trote incómodo. Intento no mirar el otro jet, el Plateado; por encima del estrépito de la lluvia oigo que sus ocupantes bajan en tropel a la pavimentada pista con sus aspavientos habituales. La lluvia ensucia sus colores: enloda el naranja de Lerolan, el amarillo de Jacos, el rojo de Calore y el plata de Samos. Evangeline tuvo el acierto de quitarse la armadura; las prendas de metal no son precisamente inofensivas en una tormenta eléctrica.

      Al menos el rey Volo y el resto de sus caballeros Plateados no se nos unieron. Van de regreso al reino de la Fisura, donde quizás estén ya. A las Tierras Bajas viajaron sólo los Plateados que continuarán mañana la travesía hasta Montfort: Anabel, Julian y sus agentes y consejeros, así como Evangeline y Tiberias, desde luego.

      Tan pronto como subo a mi transporte para guarecerme alcanzo a verlo, inquietante como una nube de tormenta. Se mantiene aparte, es el único de ellos que conoce la base de las Tierras Bajas. Seguro que Anabel le consiguió ropa elegante; ésa es la única explicación de su larga capa y botas lustradas, así como de sus galas interiores. Desde aquí no distingo si porta una corona. Pese a su atuendo señorial, nadie lo confundiría con Maven; ha invertido sus colores: la capa es de color rojo sangre, lo mismo que las demás prendas, todas ellas con ribetes de color negro y plata imperial. Tiberias fulgura bajo la lluvia, brillante como una flama, y mira con la frente arrugada, inmóvil mientras la tormenta se desata sobre nosotros.

      Siento el primer estruendo del relámpago antes de que cruce el cielo. La electricona Ella lo contuvo para que aterrizaran los jets. Es un hecho que lo ha soltado ya.

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