Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid страница 3

СКАЧАТЬ huidor le dijo “¡Adiós!” y pasó al patio de La Mina. Entró en el zaguán de la casa de dormir, se acercó al registro, pidió una cama, dio su nombre y apellidos y se dirigió a la sala menor del albergue.

      Jaume Ros no pudo pronunciar más palabras que estas: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!”. Se acercaron al cadáver unos vecinos, unos clientes de la pequeña taberna establecida en la calle de San Beltrán junto a las escalerillas que conducen al Marqués del Duero; bajaron unos pasajeros de un tranvía de circunvalación, que en el momento de la agresión pasaba por allí; corrieron unos guardias que salieron, pistola en mano, de la delegación de policía de Atarazanas y que detuvieron a cinco o seis transeúntes que huían asustados por los disparos. Se oyeron pitos, abrir de ventanas y balcones; algunas exclamaciones y voces anónimas de Agafeu-lo! Agafeu-lo!. Los policías cachearon a los curiosos. Una madre dio una zurra a un pequeño que quieras que no deseaba meterse entre las piernas de los curiosos para ver al muerto.

      Jaume Ros vestía un traje oscuro, de mecánico; envolvía su cuello una modesta bufanda, y en su rostro había una mueca de terror, de espanto final; en mitad de la frente tenía un balazo que le alcanzó cuando se volvía rápido contra los agresores y estos disparaban; en la nuca había otra herida. Junto a su cabeza, que parecía de marfil, quedó una laguna de sangre. Permanecía su boca abierta y parecía notarse en los labios la angustia de no haber podido pronunciar unos nombres antes de enmudecer para siempre. Las manos del muerto quedaron contraídas en una crispación última y vengativa.

      Un vecino puso junto a la cabeza de Jaume Ros una vela. La pequeña llama azul agitábase inquieta al roce del airecillo frío.

      El agresor que entró en la taberna de Las cuatro gotas, sentose en un banco junto a la pared.

      –¡Qué susto! De poco más me tocan a mí... –dijo.

      –¿Qué ha sido eso? –preguntaron unos clientes y el dependiente.

      –No sé –contestó el hombre–. Bajaba las escaleras esas, cuando oí a mi espalda unos disparos. Huí. Me pareció que los balazos habían entrado en mi cuerpo. ¡Cómo está Barcelona! ¡Qué escándalo!

      –¡Cuánta razón tiene usted! ¡No es posible ir seguro por la calle! ¿Quiere usted beber algo?

      Bebió una copita de coñac y salió de la taberna. Subió la calle de Santa Madrona, pero antes de llegar a la del Conde del Asalto encontrose con que la policía había cerrado el paso y cacheaba a los transeúntes.

      ¿Qué hacer? Si retrocedía podía ser detenido. Si avanzaba corría el peligro de que le encontraran la Star aún caliente de los disparos. Pero este hombre era decidido y audaz. Llevaba bien escondida el arma. Adelantó.

      –¡Alto! ¡Arriba las manos! –vociferó un guardia acercándose–. ¿Llevas algún arma?

      –No, señor.

      –Vamos a verlo. –El guardia metió las manos bajo la chaqueta, empezó por los sobacos y le palpó el cuerpo, las caderas, los muslos y los brazos–. ¿De dónde vienes?

      –De ahí, de la taberna de la esquina. Me iba a dormir.

      –Bueno, pasa.

      Entró en la calle del Conde del Asalto. La gente, como siempre, invadía las estrechas aceras de la famosa arteria del Distrito Quinto. Nuestro hombre se perdió entre la multitud mientras sonreía victorioso.

      –¡Qué tontos son estos guardias! ¡Mira que no encontrar el utensilio! –pensó.

      Efectivamente, el agresor llevaba encima el arma. La anilla de la Star estaba ligada a un largo cordel que a su vez iba atado a un botón del pantalón, de los que deben sujetar los tirantes. El bolsillo derecho estaba completamente agujereado. Así es que una vez cometido el atentado el agresor metió en el agujero del bolsillo del pantalón la Star, que quedó en la pierna junto al pie casi. El guardia no cacheó más abajo de la rodilla, y el arma no fue descubierta.

      Mientras el agresor que entró en la casa de dormir se desnudaba para acostarse, en el camastro de sesenta céntimos, el otro pasó las Ramblas, cogió un tranvía de Gracia y se fue a dormir a la casa de unos obreros que vivían en la calle del Diamante y en la que él tenía alquilada una habitación.

      La policía telefoneó a la Jefatura; los guardias municipales a la Comandancia... Los periodistas en la central de teléfonos de la plaza de Cataluña comentaron rápidamente el suceso.

      –¿Quién es Jaume Ros? ¿Es del rojo o es del otro? –preguntábanse.

      –Me parece que era un confidente de la patronal.

      –¿Jaume Ros? Creo que este sujeto pertenecía a la banda del barón de Koenig... –apuntó un reportero que inmediatamente quería haberlo visto todo y saberlo todo.

      Media hora después de ocurrido el atentado, la Jefatura de Policía facilitaba una nota identificando la personalidad de Jaume Ros.

      Jaume Ros era un antiguo confidente que vendió el movimiento revolucionario del año 1911, que durante la guerra estuvo a las órdenes de un espía alemán y que más tarde pasó a ser un bandolero de la ciudad. El atentado no impresionó a nadie. Todos dijeron a una:

      –Era un pájaro de cuenta...

      La policía, no obstante, buscaba a los agresores. Habían matado a un buen confidente. Nadie sabía cómo se las arreglaba, pero lo cierto es que Jaume Ros, a pesar de ser señalado por todos sus antiguos compañeros del sindicato del ramo de la madera como un enemigo, estaba al corriente de todo; absolutamente de todo. Precisamente, merced a los informes de Jaume Ros la policía hacía tres días que sabía al pie de la letra lo que había ocurrido en una asamblea de delegados de la federación local celebrada en la calle del Olmo.

      El comité de huelga pidió apoyo a la federación local y la federación local la ofreció; reuniéronse, y el Noi aconsejó comedimiento y tacto. Un delegado exigió posiciones violentas y dramáticas. Hubo un altercado entre la presidencia y ese delegado. Se mezclaron en la polémica algunos más. Al día siguiente la policía, gracias a Jaume Ros, lo sabía todo y eran detenidos los delegados que pidieron medidas extremas y lamentables. La policía indagó. Ese atentado no podían haberlo hecho nada más que unos hombres que hubiesen sido perjudicados por Jaume Ros. Buscaron en las fichas de Jefatura y encontraron seis nombres: Pere Ferrer, Joan Sebastiá, Josep Miró, Trotzky, El Xato de Sóller, Miquel y Román Castellanos Álvarez. Se dieron las órdenes oportunas y poco después la brigada especial detenía al Trotzky y al Castellanos. Los dos pistoleros estaban jugando al treinta y cuarenta en el Café Catalán, de la rambla de Santa Mónica: café de camareras modernizado. Uno de los pocos cafés de camareras que van quedando en Barcelona y en donde la algarabía de un jazz-band ha puesto unas notas de civilización y europeísmo. El Trotzky era un antiguo trabajador del muelle al que le gustaban más el vino y las mujeres que el trabajo. Formó parte del Partido Radical y tenía un cementerio para él solo, a creer sus valentonadas y guapezas. Cuando llegaban las elecciones –sobre todo en las municipales– Trotzky se presentaba en casa del candidato y le ofrecía su pistola y su protección; prometía la organización perfecta de las “ruedas”; la limpieza de las calles a tiro limpio; la seguridad del triunfo. A base de todo esto, Trotzky se hacía un traje, comía bien durante unos días, iba en auto constantemente y hacía desaparecer unos billetes. Más tarde se hizo, no sabemos por qué, ácrata; escribió un artículo en Tierra y Libertad, abjurando de su pasado político, y poco después engrosaba las filas de los confidentes. Pasaba esto en 1913, que fue uno de los años en que las confidencias pagáronse СКАЧАТЬ