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ser nuevos romanos. El trono era entonces el corazón simbólico de la caja política, y las autoridades del Estado funcionaban como sus órganos internos. Si estudiamos la historia del Estado y de las ideas políticas sólo de la manera convencional, se nos escapa un aspecto decisivo de la estatalidad: no apreciaremos el hecho de que, para el público de todas las épocas, ha existido una cara del Estado que lo muestra ayuno de ideas e incomprensible. Quien opera en la monstruosa caja, justifica el Estado por su racionalidad –inicialmente con razones teológicas y, luego, democráticas que, no sin motivo, se llaman razón de Estado–. Quien, en cambio ve la caja negra política desde fuera, y eso es, hasta el día de hoy, lo propio de las grandes mayorías, sólo observa que la gente simplemente no entiende al Estado, cualesquiera sean las razones que puedan darse de su comportamiento. De ahí que en la mayor parte de la historia de las ideas políticas falte una historia –desgraciadamente nunca intentada– de la imposibilidad de entender el Estado por parte de sus habitantes. Este no entender aparece en dos condiciones. Una es el Estado dramático, especialmente en la guerra y la revolución, que es opaco para sus habitantes porque no pueden formarse una idea de las motivaciones de los actores del poder, o sólo se la forman demasiado tarde –por ejemplo, cuando los gobernantes publican sus memorias–; la mayoría de los europeos saben que Napoleón dirigió una campaña en Egipto, pero se puede dudar de que alguien –entre los contemporáneos y entre los historiadores– entendiera lo que Napoleón quiso hacer allí con su ejército. Otra condición es el Estado trivial, también opaco porque sus súbditos –más tarde sus ciudadanos– por lo general no saben lo que funcionarios y administradores hacen en sus ocultas rutinas. Desde que existe el Estado, existe también una incapacidad popular de comprender toda clase de actividades de los servidores públicos. De hecho, proponerse entender la máquina del Estado parece una empresa de naturaleza poco menos que epistemológica. La pregunta «¿qué hacen realmente los servidores públicos?» es casi tan fundamental como la pregunta de Immanuel Kant «¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?». Quien se la plantee, debe mostrarse dispuesto a investigar el interior de cajas monstruosas. Pero ¿qué podría movernos a hacerlo en serio? Los teóricos de sistemas dirán que el Estado administrativo opaco sólo expresa una tendencia estructural normal: las burocracias son formaciones que, bajo un imperativo organizativo racional, como se dice, establecen altos niveles de complejidad; su opacidad podría ser así una característica de su eficiencia. Concedamos a Bonn y a Bruselas el beneficio de la duda. Así como la mayoría de las personas viven muy bien sin saber con precisión lo que acontece en sus pulmones, su duodeno o su próstata mientras esos órganos funcionen aceptablemente, pueden abandonarse confiadas al Estado sin saber exactamente cómo están estructurados el Ministerio de Asuntos Exteriores, la Administración financiera o el Ministerio de Defensa. Luhmann ha demostrado brillantemente cómo en los sistemas complejos la confianza sustituye a la comprensión. De hecho, los Estados históricos más conocidos han sacado considerable ventaja de nuestra incapacidad de entender lo que hacen; y, a la inversa, han adoptado en su mayoría una actitud tolerante con nuestro desinterés por ellos. Cuando las encuestas demuestran que dos tercios de los ciudadanos de la República Federal Alemana no saben cuál es la diferencia entre el Bundestag (el parlamento) y el Bundesrat (la cámara territorial), los expertos ven en este dato un signo de que la República Federal se encuentra sistémicamente en buena forma. Más inquietante sería que masas de estudiantes empezaran a interesarse por el sistema de pensiones, o que toda la nación compartiera las preocupaciones del ministro de Asuntos Exteriores. Con todo, se anuncian tiempos en los que será imprescindible que haya poblaciones con más conocimiento para el sostenimiento de Estados extenuados; cada vez más entenderán por qué entienden cada vez menos la acción y la inacción del Estado. Los europeos habrán de encarar un siglo que abundará en lecciones sobre la caja negra política. Lo que antaño veíamos ingenuamente como la larga marcha a través de las instituciones, se mostrará como el deber de hacer horas extra en el interior de un complicado monstruo.
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