Название: La Tierra de Todos
Автор: Висенте Бласко-Ибаньес
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664184580
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—¿Se aburre usted mucho?…
El español le miró fijamente antes de responder:
—¿Y usted?…
Contestó con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitación que pretendía decirle: «¿Quiere usted que nos vayamos?…» Pero los ojos melancólicos del desconocido parecieron contestar: «Si yo pudiese marcharme… ¡qué felicidad!»
—¿Es usted de la casa?—preguntó al fin Robledo.
Y el otro, abriendo los brazos con una expresión de desaliento, dijo:
—Soy su dueño; soy el marido de la condesa Titonius.
Después de tal revelación, creyó oportuno Robledo abandonar su asiento, guardándose el cigarro que iba á encender.
Al volver á los salones vió que todos aplaudían ruidosamente á la poetisa, convencidos de que por el momento había renunciado á decir más versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz lánguida:
—Voy á morir. La emoción… la fiebre del arte… Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes á recitar mis versos.
Miró á un lado y á otro como si buscase á Robledo, y al descubrirle, fué hacia él.
—Déme su brazo, héroe, y pasemos al buffet.
La mayor parte del público no pudo ocultar su regocijo al ver que se abría la puerta de la habitación donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando á los demás, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasión.
—¿Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor!… ¿Adivina usted en quién pensaba yo al recitar estos versos?
Él volvió el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque temía dar libre curso á la risa que le cosquilleaba el pecho.
—No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos allá en el desierto, ¡nos criamos tan brutos!
Agolpáronse los invitados en torno á la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magníficos pasteles y pirámides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.
Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un maître d'hôtel con cadena de plata y patillas de diplomático viejo parecían defender el tesoro del centro de la mesa, dignándose entregar únicamente lo que estaba en los bordes de ella. Servían tazas de té, de chocolate, ó copas de licor; y en cuanto á comestibles, sólo avanzaban los platos de emparedados y galletas.
El viejo de las bufandas, al que llamaba la condesa cher maître, se cansó sin éxito dirigiendo peticiones á un criado que no quería entenderle. Avanzaba un plato vacío para obtener un pedazo de pastel ó una de las frutas, señalando ansiosamente el objeto de sus deseos. Pero el doméstico le miraba con asombro, como si le propusiese algo indecente, acabando por volver la espalda, luego de depositar en su plato una galleta ó un emparedado.
Robledo quedó junto á la mesa, cerca de aquellas materias preciosas y alquiladas defendidas por la servidumbre. La condesa abandonó su brazo para contestar á los que la felicitaban. Satisfecho de que la poetisa le dejase en paz por unos instantes, fué examinando la mesa, con un plato y un cuchillito en las manos. Como el maître d'hôtel y sus acólitos estaban ocupados en atender al público, pudo avanzar entre aquella y la pared, y cortó tranquilamente un pedazo del pastel más majestuoso. Aún tuvo tiempo para tomar igualmente una de las frutas vistosas, partiéndola y mondándola. Pero cuando iba á comerla, la dueña de la casa, libre momentáneamente de sus admiradores, pudo volver hacia él su rostro amoroso, y lo primero que vió fué el enorme pastel empezado y la fruta despedazada sobre el platillo que el héroe tenía en una mano.
Su fisonomía fué reflejando las distintas fases de una gran revolución interior. Primeramente mostró asombro, como si presenciase un hecho inaudito que trastornaba todas las reglas consagradas; luego, indignación; y, finalmente, rencor. Al día siguiente tendría que pagar este destrozo estúpido… ¡Y ella que se imaginaba haber encontrado un alma de héroe, digna de la suya!…
Abandonó á Robledo, y fué al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado á otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas.
—Déme su brazo… Beethoven.
Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al músico:
—Voy á escribir cualquier día un libreto de ópera para él, y entonces la gente se verá obligada á hablar menos de Wágner.
Se lo llevó al gran salón, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando á recitar á toda voz, con acompañamiento de arpegios. Pero las gentes no podían despegarse de la atracción de la mesa, y permanecieron sordas á los versos de la dueña de la casa, aunque fuesen ahora servidos con música.
Los invitados de más distinción formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, manteniéndose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo vió en este grupo á los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta. Elena hablaba con aire distraído, pronunciando palabras faltas de ilación, como si su pensamiento estuviese lejos de allí. Adivinando el ingeniero que la molestaba con su charla, fué en busca de Federico, pero éste tampoco se fijó en su persona, por hallarse muy interesado en describir á un señor los importantes negocios que su amigo Fontenoy iba realizando en diversos lugares de la tierra.
Aburrido, y no dándose cuenta aún de la causa del abandono en que le dejaba la dueña de la casa, se instaló en un sillón, é inmediatamente oyó que hablaban á sus espaldas. No eran las dos señoras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un diván murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.
La mujer nombró á la esposa de Torrebianca, diciendo luego á su acompañante:
—Fíjese en sus joyas magníficas. Bien se conoce que á ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pagó un banquero.
El hombre se creía mejor enterado.
—A mí me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra poética condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dinero que dió Fontenoy para las verdaderas; ó han vendido las verdaderas, sustituyéndolas con falsificaciones.
La mujer acogió con un suspiro el nombre de Fontenoy.
—Ese hombre está próximo á la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quien habla de tribunales y de cárcel… ¡Qué rusa tan voraz!
Sonó una risa incrédula СКАЧАТЬ