Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Читать онлайн книгу Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon Tolstoi страница 66

Название: Ana Karenina (Prometheus Classics)

Автор: Leon Tolstoi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378076115

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СКАЧАТЬ fijadas para aquel día varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y al fin la carrera en que él debía tomar parte.

      Aún podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky muy difícilmente llegaría a tiempo y, desde luego, después de que toda la Corte estuviese ya en el hipódromo, Era algo improcedente. Pero había dado palabra a Briansky y resolvió continuar, ordenando al cochero que no tuviese compasión de los caballos.

      Llegó a casa de Briansky, se detuvo cinco minutos en ella y volvió atrás a todo trotar.

      La rápida carrera le calmó. Cuanto había de penoso en sus relaciones con Ana, lo indeciso que quedara el asunto después de su conversación, todo se le fue de la memoria y ahora pensaba con placer en la carrera, a la que llegaría a tiempo sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la dicha de la entrevista que había de tener con Ana aquella noche pasaba por su imaginación como una luz deslumbradora.

      La emoción de la próxima carrera se apoderaba de él cada vez más a medida que se iba adentrando en el ambiente de ella, dejando rezagados los coches de aquellos que, desde San Petersburgo y las casas de veraneo, se dirigían al hipódromo.

      En su casa no había nadie: todos estaban en las carreras. El criado le esperaba a la puerta.

      Mientras se cambiaba de ropa, el criado le anunció que la segunda carrera había comenzado, que habían estado preguntando por él muchos señores y que el mozo de cuadras había ido ya dos veces a buscarle.

      Una vez vestido sin apresurarse, ya que nunca se precipitaba ni perdía su serenidad, Vronsky ordenó al cochero que le condujese a las cuadras.

      Se veía desde allí el mar de coches, de peones, de soldados que rodeaban el hipódromo y las tribunas llenas de gente. Debía de estar celebrándose la segunda carrera, porque en el momento que él entraba en las cuadras se oyó sonar una campana.

      Acercándose al establo, vio a «Gladiador», el caballo rojo de piernas blancas de su competidor Majotin, al que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de color naranja y azul marino. Sus orejas, merced al adorno azul que llevaba encima, parecían inmensas.

      –¿Y Kord? –preguntó al palafranero.

      –En la cuadra, ensillando el caballo.

      El establo estaba abierto y «Fru–Fru» ensillada. Iban a hacerla salir.

      –¿No llego tarde?

      All right, all right! –dijo el inglés–. Todo va bien.

      Vronsky miró una vez más las elegantes líneas de su querida yegua, cuyo cuerpo temblaba de pies a cabeza, y salió de la cuadra, costándole separar la vista del animal.

      Llegó a las tribunas en el momento oportuno para no atraer la atención sobre sí.

      La carrera de dos verstas acababa de terminar y ahora los ojos de todos estaban fijos en un caballero de la Guardia, seguido de un húsar de la escolta imperial que en aquel momento, animando a sus caballos con todas sus fuerzas, alcanzaba la meta.

      Desde el centro de la pista y desde el exterior, la multitud se precipitaba hacia la meta. Un grupo de oficiales y soldados expresaba con sonoras aclamaciones su alegría por el triunfo de su oficial y camarada.

      Vronsky se mezcló en el grupo, sin atraer la atención, casi a la vez que sonaba la campana anunciando el final de la carrera.

      El caballero de la Guardia, alto, cubierto de barro, que había llegado en primer lugar, acomodóse con todo su peso en la silla y comenzó a aflojar el bocado de su potro gris, que respiraba ruidosamente, cubierto todo de sudor.

      El corcel, moviendo los pies con esfuerzo, refrenó la marcha veloz de su enorme cuerpo. El caballero de la Guardia miró en torno suyo como despertando de una pesadilla y sonrió con esfuerzo. Un grupo de amigos y desconocidos le rodeó.

      Vronsky evitaba adrede los grupos de personas distinguidas que se movían pausadamente charlando ante las tribunas. Divisó a la Karenina y a Betsy, así como a la esposa de su hermano. Pero no se acercó para que no le entretuviesen. Mas a cada paso encontraba conocidos que le paraban, a fin de contarle los detalles de las carreras y de preguntarle la causa de que llegara tan tarde.

      Los corredores fueron llamados a la tribuna para recibir los premios y todos se dirigieron hacia allí.

      El hermano mayor de Vronsky, Alejandro, coronel del ejército, un hombre más bien bajo, pero bien formado, como el propio Alexey, y más guapo, con la nariz y las mejillas encendidas y el rostro de alcohólico, se le acercó.

      –¿Recibiste mi nota? –dijo–. No pude encontrarte.

      A pesar de la vida de libertinaje y, sobre todo, de embriaguez que llevaba, y que le había hecho célebre, Alejandro Vronsky era un perfecto cortesano.

      Ahora, al hablar con su hermano de aquel asunto desagradable, sabía que tenían muchos ojos fijos en ellos y, por tanto, afectaba un aspecto sonriente, como si estuviese bromeando con su hermano sobre cosas sin importancia.

      –La recibí y no comprendo de qué te preocupas tú –contestó Alexey.

      –Me preocupo de que ahora mismo me hayan advertido de que no estabas aquí y de que el lunes se te viera en Peterhof.

      –Hay asuntos que sólo deben ser tratados por las personas interesadas en ellos, y el asunto a que te refieres es de esa clase.

      –Sí; pero en ese caso no se continúa en el servicio, no…

      –Te ruego que no te metas en eso y nada más.

      El rostro de Alexey Vronsky palideció y su saliente mandíbula comenzó a temblar, lo que le sucedía raras veces. Hombre de corazón, se enfadaba en pocas ocasiones; pero cuando se enojaba y comenzaba a temblarle la barbilla, era peligroso.

      Alejandro Vronsky, que lo sabía, sonrió con jovialidad.

      –Lo principal era que quería llevarte la carta de mamá. Contéstala y no te preocupes de nada antes de la carrera. Bonne chance! –añadió, sonriendo.

      Y se separó.

      En seguida un nuevo saludo amistoso detuvo a Vronsky.

      –¿Ya no conoces a los amigos? Buenos días, mon cher –dijo Esteban Arkadievich, quien entre la esplendidez petersburguesa brillaba no menos que en Moscú con su semblante encendido y sus patillas lustrosas y bien cuidadas–. He llegado ayer y me encantará asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?

      –Podemos comer juntos mañana –repuso Vronsky, y apretándole el brazo por encima de la manga del abrigo, mientras se excusaba, se dirigió al centro del hipódromo, adonde llevaban ya los caballos para la gran carrera de obstáculos.

      Los caballos, cansados y sudorosos, que habían corrido ya, regresaban a sus cuadras conducidos por los palafreneros, y uno tras otro iban apareciendo los que iban a correr ahora. Eran caballos ingleses en su mayoría, embutidos en sus gualdrapas que les asemejaban a enormes y extraños pajarracos. La esbelta y bella «Fru–Fru» estaba a la derecha y, como en el establo, golpeaba sin cesar el suelo con sus largos y elegantes remos.

      No lejos de ella quitaban su gualdrapa a «Gladiador». Las recias, bellas y armoniosas formas del caballo, su magnífica grupa y sus cortos remos llamaron involuntariamente la atención de Vronsky.

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