La horda. Висенте Бласко-Ибаньес
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Название: La horda

Автор: Висенте Бласко-Ибаньес

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664158901

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СКАЧАТЬ escopeta estaba oculta bajo las tejas; el hurón dormía en el doble fondo de una caja cubierta de guiñapos, respirando por los agujeros abiertos en la madera.

      Cuando se presentaba Maltrana, su amigo el Mosco, como una demostración de gran confianza, le enseñaba la bicha, la joya de la casa, lo que más amaba. Extraía del fondo del cajón la diminuta fiera, que estiraba su cuerpo ondulante como el de un reptil y arañaba con sus patas los duros dedos del cazador. El Mosco se llevaba a la boca el hocico bigotudo, de agudos dientes, envolviéndolo en su aliento, mientras la bicha acariciábale los labios sacando su lengüecita con mohines felinos.

      —Pero ¡qué rica!—exclamaba el cazador—. Mírala, Isidro: lo mejor del mundo. Cincuenta reales me costó en Colmenar; no había quien la tocara: una verdadera fiera. A uno le destrozó un dedo. Se agarraba a las manos y ni Dios la hacia soltar. Yo la he criado tal cual la ves, y come en mis labios y me quiere lo mismo que Feliciana. Pero esto sólo puedo hacerlo yo. Si tú la tocases, te mordía. Pásale la mano por el lomo; verás qué pelo tan fino... No tengas miedo, que no la suelto.

      Y continuaba los elogios del repugnante y sanguinario animal. La hacía cazar siete días seguidos sin fatigarla. Algunas veces mataba hasta cincuenta conejos: siempre tenía sed de exterminio. Había que meterla por las bocas de las madrigueras con un cordel en la pata, para tirar de ella cuando se quedaba dormida, ebria de sangre. El Mosco, sin dejar de hablar, sacaba del bolsillo un pedazo de queso, colocábase un pellizco de él entre los labios, y la bicha lo devoraba con grotescas contorsiones.

      —Pero ¡qué rica! Vuelve a mirarla—decía el cazador—. Aquí donde la ves, se mantiene con quince céntimos de queso cada dos días.

      El recuerdo de otra joya que había poseído, el famoso perro Puesto en ama, conmovía al Mosco. Había dado el mismo nombre a otro de sus canes, pero ¡qué valía éste comparado con aquél, del que hablaban con asombro los guardas y era la pesadilla de los altos empleados de El Pardo!... Saltaba el Mosco a media noche las tapias, sin otro acompañamiento que Puesto en ama, y se escondía junto a los arroyos, en los remansos donde bebían los corzos. El que se aproximara podía darse por muerto. El perro salía en su persecución al través de los jarales: las dos bestias tronchaban las ramas con el impulso de su carrera, producían un estrépito de huracán, y tras ellas corría el dañador de ligeras abarcas. Puesto en ama, al alcanzar el corzo, le mordía entre las patas traseras, en el órgano más sensible, y la bestia quedaba en el suelo mugiendo de dolor, hasta que el Mosco la daba muerte. Asunto de unos minutos. Con este perro, necesitaba muchas veces de la ayuda de los cobardones del barrio para llevar a cuestas las reses cogidas.

      El dañador casi lloraba recordando la muerte del valeroso camarada, la descarga que le había hecho caer cerca de él, la alegría de los guardas, desplegados en ala como un ejército para acabar con un animal que tenía más astucia que muchos hombres, y la conducción del cadáver hasta el pueblo de El Pardo, donde le admiraron como si entrase en triunfo después de muerto.

      El Mosco se indignaba al pensar en su perro. ¡Y aún vivía el ladrón que le había dado el escopetazo de gracia!... ¡Y él, el Mosco, aún no lo había matado!...

      Maltrana, escuchando estas proezas de la vida bárbara, el hombre cazando a la bestia y siendo a su vez cazado por el hombre, pensaba con asombro en el origen del famoso dañador.

      Procedía de una familia de Tetuán, pero había nacido en Madrid y era de oficio impresor. Llegó a regentar una imprenta en la que se tiraban varios periódicos que nadie leía; pero los sábados, apenas terminado su trabajo, cambiaba de traje y corría a Tetuán, adonde estaban sus aficiones, dedicándose a la caza con los dañadores de más fama, como si tirase de él una influencia ancestral, una herencia de sus antepasados.

      Durante la semana, paseando entre las cajas del taller, manchado de tinta y oliendo a papel húmedo, pensaba nostálgicamente en los cerros cubiertos de pinos, alcornoques y robles, en los matorrales que se abrían ante el hocico de los venados, escapando éstos después con un bufido de alarma, en los grandes espacios de cielo azul, con las cimas nevadas del Guadarrama en el fondo, como una muralla de almenas de plata que brillan al sol.

      Era un insocial: se ahogaba dentro de la villa, le repugnaban las calles con sus aglomeraciones de personas marchando en la misma dirección. Acabó casándose con la hija de una trapera, y abandonó su oficio para abrazar el de su mujer. Pero apenas si fue con el carro a Madrid. La trapería era un pretexto: su verdadera profesión fue cazar, seguir sus aficiones.

      El, según declaraba a Maltrana, había nacido para la acción violenta, para vivir en aventura continua, arriesgando la piel. ¿Por qué había de permanecer dentro de una población, juntando letritas de plomo, agotándose en esta tarea de mujer?... Era hombre de pelea; le gustaba torear a la Muerte todos los días—según sus propias palabras—, darla el quiebro, recogiendo el pan de entre sus pies.

      —Yo hubiese sido un gran soldado, amigo Isidro. Pero ya no hay guerras, verdaderas guerras, como aquellas antiguas, donde cada hombre sacaba toda la fuerza de sus brazos o de su caletre. Además, yo no me pongo un uniforme por nada del mundo; no me visto de máscara, ni paso por eso de disciplinas y ordenanzas... Para ser mandado, bien estaba allá en la imprenta, con un durazo como un sol todos los días. ¡Ay, cuántos como yo hay en presidio, que en otro tiempo hubiesen sido héroes!...

      Amaba la guerra salvaje, ingenua, sin hipocresías de humanidad, sin disfraces de civilización: aquellas guerras en las que los combatientes mataban por la gloria que proporciona el exterminio, no alcanzando otra retribución que el saqueo de la casa del vencido y el pillaje de sus campos; pero había llegado tarde, según afirmaba con acento de tristeza, y a falta de mejor escenario, entregábase, a las puertas de una gran población, a una vida prehistórica, cazando a la bestia para comer, y al hombre, si era preciso, para defenderse; considerando la tierra como suya, sin respeto a tapias que podía saltar, ni a leyes representadas por hombres que eran mortales como él.

      De su pasado conservaba cierta veneración por los escritores. Por esto era amigo de Isidro desde que le conoció en casa de su vecina la señora Eusebia.

      Algunas veces recordaba su época de impresor. El no leía los papeles públicos, cuando de tarde en tarde iba a Madrid; pero creía que sus tiempos habían sido mejores, y que los que ahora escribían estaban muy por debajo de los que él había conocido. Y al pensar esto, miraba a Maltrana, comparándolo mentalmente con los grandes hombres que aún se mantenían en su memoria. ¿Había leído su amigo cosas de Fulano y de Zutano? Y aquí nombres y seudónimos que firmaban, veinte años antes, en revistas y diarios de escasa circulación, débiles flores de papel, cuyo perfume mental había pasado inadvertido para todo el mundo. El Mosco soltaba estos apellidos con cierta unción, entre admirado de su gloria y orgulloso de haber conocido a los que los llevaban, y hacía un mohín de asombro al oír que Maltrana declaraba francamente no conocerlos. Por algo sospechaba que el periodismo estaba en decadencia.

      La admiración del Mosco se posaba en las más raras cualidades de aquellos genios. Hablaba de uno con asombro porque escribía cantando, sin que lo molestase ruido alguno, sin levantar la cabeza aunque disparasen cañonazos junto a él. Otro merecía su entusiasmo porque desafiaba a los acreedores, y siempre que el impresor le llevaba pruebas a su domicilio encontraba en él a una nueva señora. ¡Qué tíos! Todos sin dinero, debiendo en la imprenta varias tiradas, lampando tras la peseta, lo mismo que Cervantes, «que no cenó al terminar el Quijote», alegres como unas castañuelas y haciendo reír a los cajistas con sus chistes. Pero al que recordaba con más veneración era a un señor elegante y grave, autor de largos artículos sobre política internacional, que se sentaba en cualquier rincón de la imprenta, sin mancharse, y escribía con los guantes puestos.

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