Название: Cómo acertar con mi vida
Автор: Juan Manuel Roca
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9788431355371
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Los valores son, por eso, criterio para la toma de decisiones, para la acción. Pueden ser muy variados: utilidad, belleza, poder, dinero, familia, ecología, sabiduría... El máximo valor es Dios: el Bien supremo en función del cual los demás valores son medios, es decir, tienen un valor relativo que se juzga por su concreta relación aquí y ahora con el Valor Absoluto.
A la hora de discernir y asumir como propios los valores que serán criterio de nuestra actuación, debemos estar atentos a algunos peligros, para no vivir tomando decisiones por motivos equivocados o inconsistentes. Algunos, por ejemplo, podrían tomar como valor una necesidad ficticia (como ganar fama). Y cabe también el peligro de asumir valores verdaderos, pero sólo de manera teórica, es decir, sin interiorizarlos (permanecen como referencias externas que nos parecen bien, pero sin pasar a integrar las motivaciones internas de nuestra libertad); o de interiorizar una versión incompleta o equivocada de ellos: por ejemplo, se siente la necesidad de Dios, pero se trata con Él sólo en momentos «difíciles»; o se hace algo no en función del valor mismo, sino de la satisfacción personal que nos produce; o por buscar una compensación, llamar la atención, etc. (R. Berzosa).
Es necesario aprender a vivir la libertad como un poder de ob-ligarse a todo lo grande. No somos libres cuando optamos por una acción porque nos agrada, sino cuando tomamos distancia de nuestras apetencias —que pueden ser caprichosas, variables según los momentos y las circunstancias— y elegimos en virtud del ideal que más vale, que más trascendencia tiene para los demás, para dejar en esta vida un surco profundo, divino, eterno. Esto es lo que supone elegir la verdad de la vocación como núcleo y referencia de valores. Al hacerlo así, el hombre se siente esponjado, libre y desbordante de luz y alegría.
2. Correr el riesgo de elegir el amor
Sólo la persona abierta, dispuesta a asumir el compromiso que lleva consigo el encuentro con su verdad, es capaz de descubrir la vocación, porque esa persona responde a las posibilidades que le son ofrecidas y las asume como propias. Si no se tiene esa disposición, es inevitable tomar como valores de referencia, más o menos conscientemente, distintas manifestaciones del afán de defender y asegurar la propia vida, según aquellas palabras evangélicas que ya hemos comentado.
En el ámbito humano, la persona que se entrega confiadamente con sinceridad y sencillez, con generosidad, se expone a que traicionen su confianza, pero si no se corriera ese riesgo, no se enamoraría nadie, no habría encuentros.
Cuando busco conformar toda mi vida al Valor Absoluto, no estoy obedeciendo a una instancia externa y extraña, sino a una voz interior que es algo mío. No me alieno, me elevo, más bien, a lo mejor de mí mismo, pues lo mejor de mí mismo es lo que voy llegando a ser a través del riesgo de la entrega y el compromiso con la verdad, con Dios, que no engaña ni traiciona.
A veces nos sorprende —y a algunos les cuesta aceptarlo— el silencio de Dios: nos gustaría que nos hablara más claro, tener más seguridad de lo que nos pide. Es como si nos incomodara la figura de un Dios que oculta su divinidad y se anonada. Quizá nos falta descubrir que el silencio de Dios puede tener un sentido muy positivo, a saber: no imponer la fuerza de la divinidad, dejar libres a los hombres para aceptar o rechazar su propuesta.
El silencio «aparente» de Dios es respeto a lo más preciado del hombre: su libertad ante el sentido último de la vida y ante la decisión más importante de su vida. Dios quiere que la relación que tengamos con Él sea absolutamente libre, porque sin libertad no se puede amar ni dejarse amar.
Todo lo grande se compra a un precio muy alto: exige compromiso, entrega, riesgo, dedicación, vaciamiento de uno mismo. La vocación se capta al dejarse captar por ella.
La luz para comprender las realidades más profundas brota en el trato mutuo. Para conocer a Dios y su llamada es necesario mirarle, oírle y una relación de trato personal que pueda fundar sucesivos encuentros. Lo decisivo aquí es la hondura habitual del conocimiento, no la seguridad (tal como se suele entender, porque, a fin de cuentas, ¿cabe mayor seguridad que la confianza en Dios, en un Dios tan cercano que quiere ser Dios con nosotros?).
La llamada de Dios no tiene límites rígidos, es abierta, dinámica, se debe renovar y vivir cada día, por eso no puede ser fijada en el conocimiento de forma inequívoca. En la medida en que nos comprometemos con la vocación —y sobre todo con Aquél que llama— vamos cobrando seguridad, como san Pablo, quien a pesar de las durísimas dificultades de su vida, podía exclamar: «Sé de quién me he fiado». En cambio, el que permanece a la expectativa, queriendo mantenerse sin compromiso hasta tener la plena certeza de que no tiene más remedio que comprometerse, no captará nunca la luz que brota del encuentro.
El descubrimiento de la vocación nunca es sólo pasivo: requiere decidirse a correr el riesgo de salir, con disponibilidad, al encuentro del Amor, porque «Dios no es el patrono que gobierna esclavos, sino la fuente interior de nuestras posibilidades, llamándonos a la salvación e indicándonos personalmente el camino, Él no coarta nuestra libertad, sino que nos ofrece sencillamente la posibilidad y nos capacita para realizarla» (A. Pigna).
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