La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
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Название: La Fontana de Oro

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Историческая фантастика

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СКАЧАТЬ prenda pecaminosa había de dormir el sueño de la eternidad en lo más hondo de la cómoda, donde seria pasto de gusanos.

      Clara no había podido determinar en su entendimiento lo que para ella podía resultar de la venida de Lázaro. En su grande alegría no veía en aquello más que un suceso muy feliz, sin detenerse á considerar los sucesos que posteriormente se podían derivar de aquella llegada. Algunas ideas vagas acompañaron tan sólo aquel sentimiento expansivo y desinteresado. El sería un joven de posición. ¿Cómo no? Sin discurrir en el medio, Clara pensó en un cambio de suerte. Sin saber cómo, se unían en su entendimiento y confusión indisoluble la idea de la llegada de Lázaro y la idea de emanciparse un poco de la fastidiosa (no calificaba de otra manera) tutela de don Elías. A su mente vino la idea del matrimonio. Vino, sí, varias veces; pero casi no era idea aquello: era una percepción confusa, una esperanza tímida y como recelosa. Por último, ya llegó á pensar, á pensar verdaderamente en esto. Una percepción confusa, dijimos, sí: esta percepción la ocupaba constantemente. Lázaro iba á ser su marido. Clara también sabía ver los días futuros, y veía á su marido junto á ella en un lugar que no era aquél, en una casa que no era aquélla, en otros sitios, en otra tierra. Y en otro mundo, ¿por qué no? Esto hubiera sido lo más acertado…

      Aquel día estaba muy alegre, reía por la menor causa, se ruborizaba sin motivo, estaba inquieta y sin sosiego, quedábase pensativa un largo rato, y después parecía hablar consigo misma.

      Las nueve serían cuando Pascuala volvió de la calle, y entró en el cuarto de Clara.

      Era Pascuala una mujer que formaba á su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de la familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.

      Acercóse á la joven, y misteriosamente le dijo:

      –¿Sabe usted lo que me ha pasao?

      –¿Qué?—dijo Ciara alarmada.

      –Que he visto al melitarito del otro día, el que estuvo aquí cuando el señor vino malo.

      –¿Y qué?

      –¿Qué? Nada, sino que me ha asustao, porque me dijo que quería entrar, y como estamos solas, pensé que me pasaría algo … porque como es una así tan guapetona…. Y no tiene una mala cara…. Ya ve usted.

      –¡Ah! ¿El oficial aquél del otro día?… ¿Y dices que se quería meter aquí?

      –Sí; y después me preguntó por usted.

      –¿Por mí? ¿Y qué le dijiste?

      –Que estaba güena. Después dijo que si estaba aquí el viejo. Ya ve usted qué poco respeto. ¡El viejo! ¡Qué irreverencia! Yo le dije que no. El me dijo que quería entrar á hablar conmigo… Pero vamos … ya soy muy maliciosa, y yo me malicio….

      –¿Qué?

      –A mí no me engañan así con palabritas. Como es una tan guapetona….

      –No tengas cuidado—dijo Clara riendo.—Es que está enamorado de ti y quiere casarse contigo. Si lo sabe el tabernero….

      –¿Mi Pascual? No lo sabrá… Si llegara á saber mi Pascual que hay un señorito que dice chicoleos á Pascuala….

      Advirtamos que esta fregona tenía por novio á un Pascual que había fundado nada menos que una taberna en la calle del Humilladero. Aquellas relaciones honestas y nobles parecían muy encaminadas al matrimonio; y como ella era así tan guapetona, habría probabilidades de que aquel par de Pascuales se unieran ante la Iglesia para dar hijos al mundo y agua al vino.

      –Pues como Pascual lo llegue á saber….

      –Pero yo soy muy picara … y se me ha puesto en la cabeza… ¿Sabe usted lo que se me ha puesto en la cabeza?

      –¿Qué?

      –Que él no quiere entrar aquí por mí, sino por usted.

      –¿Por mí? No seas tonta—replicó Clara, riendo con la mayor naturalidad.

      –¿Le dejo entrar?

      –No, cuidado. Por Dios, no hagas tal. No vuelvas á hablarle más. ¿A qué tiene que venir aquí ese caballero?

      –Yo me malicio … aunque una sea así tan guapetona…. Yo me malicio que á mí no me quiere pa maldita de Dios la cosa … porque al fin, siempre una es criada y él un caballero…. Pues parece persona muy principal. Digo… ¿Le dejo entrar?

      –¡Jesús, Pascuala, no lo vuelvas á decir!—exclamó seriamente Clara.—¿Pero á qué quiere entrar aquí ese caballero?

      –Toma, á verla á usted.

      –¿Y para qué quiere verme á mí?

      –Toma, para verla.

      –¡Qué ocurrencia!—murmuró pensativa.

      En esto se sintió un campanillazo. Abrieron y entró Coletilla.

      Las dos muchachas seguían su coloquio cuando sintieron en la calle rumor de voces agitadas, algunos gritos y pasos precipitados. Asomáronse los tres, y vieron que discurrían varios grupos por la calle. Los chisperos más famosos del barrio dejaban sus hierros y salían en busca de aventuras. Coletilla lanzó una mirada de rencoroso desdén sobre los transeúntes, y cerrando con estrépito el balcón, dijo;

      –¡Otra asonada!

      Las dos muchachas temblaron acordándose del miedo que tuvieron pocas noches antes.

      –¡Ay, cuándo se acabarán estas cosas!—observó Clara.

      –¡Pronto!—dijo con sequedad el viejo, sentándose y tomando una carta que había sobre la mesa.

      La leyó; después tomó su capa y su sombrero, y dijo á las chicas:

      –Voy á salir; tengo que hacer: no volveré en toda la tarde. Mi sobrino llegará esta noche á eso de las ocho: yo no vendré hasta las diez lo más temprano. Que me espere aquí.

      Y embozándose en su capa, miró un triste reloj, que contaba con tristísimo compás la vida en el testero de la sala.

      –No abráis á nadie: cuidado, cuidado con la puerta. Echad todos los cerrojos. Cuando venga mi sobrino, dadle algo que comer y que me aguarde.

      –¿Pero cómo va usted á salir con esos alborotos?—dijo Clara con temor.—No nos deje usted solas: tenemos mucho miedo.

      –¡A mí ¿Qué me han de hacer á mí? ¡Ay de ellos!—murmuró con ahogado furor.—Tened cuidado con la puerta os repito.

      Y después, como hablando consigo mismo, dijo en voz baja:

      –Sí es preciso tomar una determinación … buena determinación.

      Clara pudo oírlo, y pensó en la cómoda, en el traje, en las flores, en el cuchillo y en la determinación, en aquella maldita determinación que no conocía. Pero aun esto, que la tuvo cabizbaja y melancólica СКАЧАТЬ