Название: La isla del tesoro
Автор: Роберт Стивенсон
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¡Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis! Las seis! son las seis apenas… tenemos tiempo, Jim, dijo mi madre. Ahora, veamos; esa llave!
Busqué en cada una de sus bolsas: algunas pequeñas monedas, un dedal, un poco de hilo, agujas gruesas, un pedazo de tabaco de pipa, su navaja de mango corvo, una brújula de bolsillo, y una cajita con eslabón y yesca fué todo lo que en ellas encontré y ya comenzaba, por lo mismo, á desesperar.
– Tal vez la lleve colgada al cuello, sugirió mi madre.
Sobreponiéndome á una gran repugnancia me resolví á abrirle la camisa y allí, desde luego, suspensa de un sucio cordoncillo embreado que me dí prisa á cortar con su propia navaja, estaba la llave que tanto buscábamos. Con esta primera victoria nos sentimos llenos de valor y de esperanza y nos apresuramos á subir á la habitación del difunto, en la que había dormido por tan largo tiempo y en la cual su cofre de á bordo había permanecido desde el día de su llegada.
Era aquella una maleta marina, común y corriente, como la de otro navegante cualquiera, solo que por fuera llevaba esta inicial B hecha con un hierro candente, y las esquinas aparecían un poco rotas y estropeadas como por un uso largo y nada cuidadoso.
– Dame esa llave, dijo mi madre; y aun cuando la chapa estaba muy dura y en poco uso, ella la había ya abierto y levantado la tapa de la maleta, en un abrir y cerrar de ojos.
Un fuerte olor á tabaco y á bréa salió inmediatamente del interior, pero nada pudimos ver en el compartimiento de arriba, con excepción de un traje de muy buena tela cuidadosamente cepillado y doblado que, según dijo mi madre, jamás debió haber sido usado. Bajo de él comenzaba la miscelánea: un cuadrante, una cajilla de hoja de lata, varios palillos de tabaco, dos pares de muy buenas y hermosas pistolas, un pedacillo de barra de plata, un antiguo reloj español y algunas otras baratijas de muy poco valor, en su mayor parte de estructura extranjera, un par de brújulas montadas en latón y cinco ó seis extrañas y curiosas conchas de los mares de las Indias Occidentales. Con frecuencia me he maravillado después pensando para qué había venido trayendo y guardando aquellos mariscos, en el discurso de su azarosa, culpable y agitada vida.
Entre tanto, nada que valiese la pena habíamos encontrado, excepto la barrilla y las baratijas de plata, que por cierto no era lo que nosotros buscábamos. Debajo había un viejo capote de á bordo, blanqueado con las sales marinas, que mi madre levantó con impaciencia y que descubrió á nuestra vista las últimas cosas del contenido de la maleta. Eran estas, un paquete ó liazo de papeles, envueltos cuidadosamente en tela impermeable, y una talega de cáñamo, que nos bastó menear para que su sonido nos dijese que contenía oro.
– Yo les probaré á esos pícaros, prorrumpió mi madre, que soy una mujer honrada. Tomaré de aquí lo que se nos debe y ni un solo penique más. Ten el saquillo de la Sra. Crossley; y diciendo esto comenzó á contar escrupulosamente el monto de lo adeudado, pasando las monedas de la talega del Capitán al saquillo que yo sostenía abierto con mis manos.
Fué aquella una operación larga y difícil porque las monedas eran de todos los países y de todos los cuños imaginables. Doblones y luises de oro, guineas y piezas de á ocho, y no sé cuantas otras más, todas mezcladas unas con otras y en montón. Las guineas, además, eran las menos abundantes, y ellas eran las únicas con que mi madre sabía contar.
Estaríamos como á la mitad de nuestra tarea, cuando súbitamente tuve que poner mi mano sobre su brazo, para imponerle silencio, porque acababa de oir enmedio de la atmósfera fría y callada, un rumor que hizo que el corazón me latiera de nuevo hasta querer salírseme por la boca: era el formidable tap-tap del bastón del ciego mendigo golpeando sobre la superficie helada del camino. Lo oí que se acercaba más y más, en tanto que nosotros procurábamos contener hasta la respiración. Por fin golpeó con firmeza en la puerta de la posada y luego oímos distintamente que hacía jugar la perilla de fuera de la cerradura, y el cerrojo crujía con los esfuerzos que aquel miserable hacía para entrar. Hubo, enseguida, un silencio largo y angustioso tanto afuera como adentro de la casa. Por fin el tap-tap del bastón comenzó de nuevo y, con alegría indescriptible de nuestra parte, acabó por irse extinguiendo á lo lejos lentamente hasta que, por último, cesó de oirse por completo.
– Madre, le dije yo, tómelo Vd. todo de una vez y vámonos. Parecíame que la puerta con el cerrojo echado debió de excitar las sospechas de aquel hombre y que probablemente nos echaría encima á todo su nido de gavilanes. Por lo demás, nadie que no se haya visto en presencia de aquel terrible ciego puede explicarse cuánto me felicité de haber tenido antes la ocurrencia instintiva de correr el cerrojo cuando entramos.
Empero mi madre, azorada como estaba, no quiso consentir en tomar ni un céntimo más de lo que se nos debía; pero también se obstinó en no contentarse con menos.
– Todavía no han dado las siete, dijo; falta mucho aún: yo sé lo que me corresponde y lo quiero á todo trance.
Todavía estaba discutiendo conmigo cuando un ligero silbido llegó hasta nosotros, lanzado, á buena distancia, sobre la loma. Aquello era bastante y más que bastante para nosotros dos.
– Me llevaré lo que he contado, dijo mi madre poniéndose violentamente en pie.
– Y yo tomo esto para redondear la cuenta, agregué apoderándome del lío de papeles, envueltos en tela impermeable.
Un instante después, ambos bajábamos á toda prisa la escalera, dejando la vela junto al baúl vacío, y no tardamos sino pocos segundos en abrir la puerta exterior y ponernos en plena retirada. Un minuto más de dilación y hubiera sido ya demasiado tarde. La niebla se estaba desbaratando rápidamente y ya la luna brillaba con toda su claridad en la parte elevada del terreno, á uno y otro lado nuestro, y apenas se quedaba ya un ténue velo á la orilla de la hondonada y á las puertas de la taberna para favorecer con su gasa, todavía no rota, los primeros pasos de nuestra fuga. Mucho antes de que hubiéramos podido llegar á la mitad del camino que lleva á la aldea, muy poco más allá del pie de la loma, debíamos penetrar forzosamente en el espacio claro y descubierto, alumbrado por la luna. Y aun esto no era todo: el rumor de pasos numerosos que se acercaban en tropel llegó hasta nuestros oídos, y al mirar en dirección de ellos, pudimos notar á causa de las oscilaciones de una lucecilla y de su rápida aproximación, que uno de los que se acercaban traía consigo una linterna.
– Hijo mío, díjome mi madre de repente, toma el dinero y escápate corriendo. Yo siento que voy á desmayarme.
Esto sí que era el fin de todo para nosotros, al menos así lo pensé yo. ¡Cuánto no execré en aquel momento, la cobardía de los vecinos; cuánto no desaprobé á mi pobre madre por su honradez y su avaricia, lo mismo que por su pasado atrevimiento y su extrema debilidad en aquella hora! Nos encontrábamos, por nuestra gran fortuna en aquel instante sobre el pequeño puente; yo la sostuve lo mejor que pude, vacilante como estaba, hasta la extremidad de la ribera, en donde exhaló un suspiro y se dejó caer sobre mi hombro. No podré decir ahora cómo encontré en mí fuerzas bastantes para hacer lo que hice en aquellas críticas circunstancias, y aun me temo que lo que ejecuté lo llevé á cabo con alguna brusquedad; el hecho es que me dí trazas para hacerla bajar conmigo el paredón de la hondanada y casi arrastréla de manera de colocarnos un tanto cuanto bajo el arco del mismo puente. Nada más pude hacer después de esto, porque el puentecillo era demasiado bajo para permitirnos otra cosa que el acurrucarme á mí debajo de él, dejando á mi madre casi enteramente afuera; pero quedando ambos á tan corta distancia de la posada que podíamos oir claramente lo que se СКАЧАТЬ