Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie. Washington Irving
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СКАЧАТЬ desde el momento en que Íchabod Crane inició sus avances, declinaron evidentemente los intereses del primero; no se veía ya su caballo atado en la caballeriza los domingos por la noche, y una enemistad mortal desarrollóse gradualmente entre él y el preceptor del valle encantado.

      Brom, con su natural rudeza caballeresca, habría llevado de buena gana las cosas a campo abierto y definido las pretensiones de ambos sobre la dama en combate singular, de acuerdo con la moda de los más concisos y simples razonadores, los caballeros errantes de antaño; pero Íchabod tenía demasiada conciencia de la superioridad física de su adversario para arriesgarse a justar con él; había oído jactarse a Bones de que “doblaría en dos al maestro y le encerraría en uno de los anaqueles de la escuela;” y era demasiado prudente para darle ocasión de ponerlo en práctica.

      Había algo extremadamente provocativo en su sistema de pacífica obstinación, que no dejaba a Brom otra alternativa que acudir al fondo de bellaquería que tenía siempre a su disposición y jugar a su rival pesadas bromas, Íchabod llegó a convertirse en el objeto de una fantástica persecución de parte de Bones y sus zafios camaradas. Pillaban sus en otro tiempo pacíficos dominios, llenaban de humo la sala de canto obstruyendo la chimenea, invadían la escuela durante la noche a despecho de las ataduras de mimbres y estacas de las ventanas volviéndolo todo de través, de manera que el pobre maestro comenzaba a creer que las brujas de todo el país se congregaban allí para celebrar sus sábados. Pero todavía lo más insoportable era que Brom aprovechaba toda ocasión de ponerle en ridículo delante de su dama, y tenía un canalla de perro a quien había enseñado a aullar de la manera más irritante y al cual presentaba como rival de Íchabod para enseñar a Katrina la salmodia.

      En esta forma marcharon los asuntos por algún tiempo sin producir efectos sensibles en la respectiva situación de los poderes beligerantes. Una hermosa tarde de otoño encontrábase Íchabod muy pensativo, entronizado en el alto escabel desde donde dominaba generalmente todos los incidentes de su pequeño reino de las letras. Balanceaba en su mano una férula, cetro de su despótico poder; la varilla justiciera, terror constante de los malhechores, reposaba en tres clavos detrás del trono, mientras sobre el escritorio podían verse diversos artículos de contrabando y armas prohibidas, como manzanas mordidas, cerbatanas, perinolas, jaulas de moscas y legiones enteras de exuberantes gallitos de papel, decomisados sobre la persona de aquellos holgazanes bribonzuelos. A todas luces, había tenido lugar hacía poco algún tremebundo acto de justicia, porque los escolares estaban intensamente atareados con sus libros o cuchicheaban tras ellos a hurtadillas con ojo avizor sobre el maestro; y una especie de latente zumbido reinaba en toda la sala de clase. Bruscamente el silencio se interrumpió con la aparición de un negro, vestido de chaqueta y calzón de cáñamo, con un fragmento redondo de copa de sombrero semejando el gorro de Mercurio, y montado en un potro esmirriado, salvaje y cojitranco, al que manejaba con una soga a guisa de ronzal. Se presentó alborotando a la puerta de la escuela y trayendo a Íchabod una invitación para una fiesta campestre o “quilting frolic”24 que tendría lugar aquella noche donde los Van Tássels; y después de declamar su mensaje con el aire de importancia y el esfuerzo por expresarse en lenguaje fino que los negros son tan dados a desplegar en pequeñas embajadas de esta clase, saltó sobre su rocinante y desapareció por la hondonada con toda la prisa ceremoniosa que requería su misión.

      Todo era ahora bullicio y aturdimiento en la poco ha tranquila sala de clase. Los muchachos pasaron sus lecciones al escape sin detenerse en bagatelas; los más vivos escamotearon la mitad impunemente; los tardíos recibieron de vez en cuando alguna eficaz aplicación en la parte posterior para aguijonear su inteligencia y ayudarles a encontrar cualquier palabra difícil. Arrojáronse los libros a un lado sin preocuparse de ordenarlos en los anaqueles; volteáronse los tinteros, cayeron las bancas, y la escuela quedó desierta una hora antes de lo acostumbrado, dejando escapar una legión de diablillos que chillaban y alborotaban entre el verdor en la alegría de su temprana emancipación.

      El galante Íchabod dedicó por lo menos media hora más de lo ordinario a su tocador, acepillando y puliendo su mejor y a decir verdad único vestido negro desteñido, y arreglando sus guedejas con ayuda de un trozo de espejo colgado en una de las paredes de la escuela. Para presentarse ante su dama en verdadero estilo caballeresco, pidió prestado un corcel al granjero en cuya casa se alojaba por entonces, un viejo holandés gruñón llamado Hans Van Rípper, y así, bizarramente montado, salió como un caballero errante en busca de aventuras. Mas tratándose de una historia romántica, necesito consignar aquí siquiera en somera forma el aspecto y equipo de mi héroe y de su cabalgadura. Montaba un averiado caballo de arado que había dejado tras sí todo en la vida menos sus defectos. Era flaco y peludo, con pescuezo de oveja y cabeza que parecía un martillo; sus amarillentas crines y cola estaban todas enredadas y llenas de nudos de cadillos; uno de sus ojos había perdido la pupila y aparecía vidrioso y espectral, mientras el otro tenía reflejos genuinamente diabólicos. A juzgar por su nombre, Gunpowder (Pólvora), debía haber tenido mucho fuego y brío en sus días. Había sido, en efecto, la montura favorita del iracundo Van Rípper, jinete frenético, que había infundido probablemente al animal algo de su propio espíritu, pues viejo y maltratado como estaba, conservaba aun más oculta malicia que cualquier potro joven de la comarca.

      Íchabod era figura adecuada para tal cabalgadura. Llevaba estribos cortos que ponían sus rodillas cerca del pomo de la silla; sus codos agudos proyectábanse hacia fuera como patas de saltamonte; sostenía el látigo perpendicularmente como un cetro; y al trotar del caballo, el movimiento de sus brazos figuraba un continuo aleteo. Un pequeño sombrero de lana descansaba en la cumbre de su nariz, que así podía llamarse la estrecha faja que hacía las veces de frente; y los negros faldones de su chaqueta flotaban sobre las ancas casi hasta la cola del caballo. Tal era el aspecto de Íchabod y de su corcel cuando transpusieron renqueando la portada de Hans Van Rípper, formando en conjunto una aparición tan extraordinaria como pocas veces es dado contemplar a la clara luz del día.

      Era, como he dicho, una hermosa tarde de otoño; el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza hacía gala de la rica y dorada librea que asociamos siempre a la idea de abundancia. Los bosques ostentaban su soberbio amarillo obscuro, mientras algunos árboles tiernos se habían teñido con la helada de brillante colorido anaranjado, púrpura y escarlata. Hileras interminables de patos salvajes aparecían en el horizonte; podía oírse el latido de la ardilla desde los bosquecillos de hayas y nogales y a intervalos el meditabundo silbo de la codorniz desde el vecino campo de rastrojo.

      Los pajarillos celebraban su último banquete diurno. En la plenitud de su regocijo revolvíanse chirriando y triscando de rama en rama y árbol en árbol a su capricho, entre la profusión y variedad de los alrededores. Revoloteaba por allí el honrado petirrojo con su nota alta y quejumbrosa, caza favorita de los mozalbetes; y los mirlos gorjeadores volando en negras nubes; el carpintero de doradas alas con su cresta carmesí, su ancha gorguera negra y espléndido plumaje; el pájaro del cedro con sus alas de puntas rojas, su cola terminada en amarillo y su pequeña montera de plumas; y el gayo azul, ese estrepitoso currutaco, con su chaqueta azul claro y su ropaje blanco interior, chillando y gorjeando, cabeceando, agitándose y haciendo cortesías, y afectando estar en buenas relaciones con todos los cantores del boscaje.

      Mientras Íchabod seguía a trote lento su camino, sus ojos, siempre abiertos a todo síntoma de abundancia culinaria, recontaban con deleite los tesoros del opulento otoño. Divisaba por todos lados amplia provisión de manzanas, colgando unas de los árboles en pesada madurez, reunidas otras en cestos y barriles para el mercado, y amontonadas las de más allá en abundantes pilas destinadas a la prensa del lagar. Más lejos podía observar los hermosos campos de maíz con sus doradas mazorcas asomando entre la hojosa cubierta, sugiriendo la promesa de bollos y pasteles; y debajo las amarillas calabazas mostraban sus redondos vientres, preludio de las pastas más exquisitas; y dondequiera que atravesaba y observaba los fragantes campos de trigo sarraceno exhalando un olor a colmena, dulces esperanzas se apoderaban de su mente haciéndole saborear de antemano las tortas bien cargadas de mantequilla y endulzadas con miel o jarabe, preparadas por las lindas y regordetas manecitas de Katrina Van Tássel.

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<p>24</p>

Alegre reunión de los vecinos y amigos para hacer colchas de dibujos caprichosos con los retazos de diversas formas y colores traídos a la fiesta por todos los concurrentes. —La Redacción.

“Ahora se han establecido quilting-bees, husking-bees y otras reuniones campestres para desempeñar determinada labor, en las cuales bajo la influencia inspiradora del violín la tarea se aligera con la alegría, terminando generalmente en baile.” History of New York, por Írving.