Название: Cuentos Valencianos
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
isbn:
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Y, mientras tanto, la pobre alma en pena a la puertas del cafetín, con la garganta abrasada por el amílico y el corazón en un puño, oyendo de cerca las bromitas de sus amigachos y a lo lejos las canciones del corro de Pepeta, unos retazos de zarzuela repetidos con monotonía abrumadora.
Pero ¡qué cargantes eran los amigos del cafetín! ¿Qué Pepeta no le quería ya? Bueno; dale expresiones… ¿Qué él era un chiquillo y le faltaba esto y lo de más allá? Conforme; pero aún no había muerto, y tiempo le quedaba para hacer algo. Por de pronto, a Pepeta y al Cubano se los pasaba por tal y cual sitio. Ella era una carasera,
y él un mariquita con su hablar de chiquillo y su peluca rizada, Ya le arreglaría las cuentas… «A ver, tío Panchabruta: otra águila de petróleo refinado. De aquél que está en el rincón, en el temible tonel que ha enviado al cementerio tres generaciones de borrachos.»
Y el fresco vientecillo, haciendo ondear la listada cortina de la puerta, arrojaba todos los ruidos de la calle en el ambiente del cafetín, cargado del calor del gas y los vahos alcohólicos. Ahora cantaban a coro en casa de Pepeta:
Vente conmigo y no temas
estos parajes dejar…
Adivinaba la voz de ella, rígida y fría, como siempre, y la otra, aguda y mimosa, la del cubano, que decía «Vente conmigo» con una intención que al Menut parecía arañarle en el pecho. Conque «vente conmigo», ¿eh? ¡Cristo! Aquella noche iba a arder todo en la calle de Borrull.
Y se lanzó fuera del cafetín, sin llamar la atención de los bebedores, acostumbrados a tan nerviosas salidas.
Ya no era el alma en pena: iba rectamente a su sitio, a aquel corro maldito que tantas noches había sido su tormento.
– Tú, Cubano, escolta.
Movimiento de asombro, de estupefacción. Calló el organillo, cesó el coro, y Pepeta levantó fieramente la cabeza. ¿Qué quería aquel pillete? ¿Había por allí algún borrego que robar?… Pero sus insolencias de nada sirvieron. El licenciado se levantaba estirando fanfarronamente su levitilla de hilo.
– Me paese…, me paese que ese muchachillo se la va a cargar por torpe.
Y salió del corro, a pesar de las protestas y consejos de todos. Pepeta se había serenado. Podían estar tranquilos; ella lo aseguraba. No llegaría la sangre al río. El Menut era un chillón que no valía un papel de fumar, y si se atrevía a hacer pinitos, ya le limpiaría los mocos el otro. ¡Vaya…, a cantar! No debía turbarse la buena armonía por un bicho así.
Y la tertulia reanudó su canto débilmente, de mala gana, mirando todos con el rabillo del ojo a los dos que estaban plantados en el arroyo frente a frente.
…que la que aquí es prima donna
reina en mi casa seráaa…
Pero, al hacer una pausa, se oyó la voz del Menut, que decía lentamente, con rabia y acentuando las palabras como si las mascase:
– Tú eres un morral…; sí, señor: un morral.
Todos se pusieron en pie, rodaron las sillas, cayó el acordeón al suelo, lanzando un quejido; pero… ¡quia!, por pronto que acudieron, ya era tarde.
Se habían agarrado como gatos rabiosos, clavándose las uñas en el cuello, empujándose, resbalando en las cortezas de sandía y lanzando sucias blasfemias.
Y el Cubano, de pronto, se bamboleó para caer como un talego de ropa, y en aquel momento desvanecióse la melosidad antillana, y el lenguaje de la niñez reapareció junto con la desgracia: – ¡Ay mare mehua!… ¡Mare mehua!.
Retorcíase sobre los adoquines como una lagartija partida en dos; agarrábase el vientre allí donde había sentido la fría hoja de la navaja, comprimiendo instintivamente el bárbaro rasgón, al que asomaban los intestinos cortados rezumando sangre e inmundicia.
Corría la gente desde los dos extremos de la calle para agolparse en torno del caído; sonaban pitos a lo lejos; poblábanse instantáneamente los balcones, y en uno de ellos la siñá Serafina, en camisa, desmelenada, sorprendida en su primer sueño por el grito de su hijo, daba alaridos instintivamente, sin explicarse todavía la inmensidad de su desgracia.
Pepeta retorcíase con epilépticas convulsiones entre los brazos de varios vecinos; avanzaba sus uñas de fiera enfurecida, y no sabiendo llegar hasta el Menut, le escupía a la cara siempre los mismos insultos con voz estridente, desgarradora, que despertaba a todo el barrio:
– ¡Lladre! ¡Granuja!
Y el autor de todo estaba allí, sin huir, el cuello desollado por varios arañazos, el brazo derecho teñido en sangre hasta el codo y la navaja caída a sus pies. Tan tranquilo como al desollar reses en el Matadero, sin estremecerse al sentir en sus hombros las manos de la Policía, con una sonrisita que plegaba ligeramente los extremos de su boca.
Salió a la calle con los brazos atados sobre la espalda y la blusa encima, la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de municipales, satisfecho en el fondo de que la gente se agolpase a su paso, como en la entrada de un personaje.
Cuando pasó ante el cafetín saludó con altivez a sus amigotes, que, asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban qué había hecho.
– ¡Res: coses d’homens!.
Y contento con su suerte, erguido y triunfalmente, siguió el camino de la cárcel, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la prosopopeya de la estupidez satisfecha.
La Cencerrada
I
Todos los vecinos de Benimuslim acogieron con extrañeza la noticia.
Se casaba el tío Sento, uno de los prohombres del pueblo, el primer contribuyente del distrito, y la novia era Marieta, guapa chica, hija de un carretero, que no aportaba al matrimonio otros bienes que aquella cara morena, con su sonrisa de graciosos hoyuelos y los ojazos negros que parecían adormecerse tras las largas pestañas, entre los dos roque-tes de apretado y brillante cabello que, adornados con pobres horquillas, cubrían sus sienes.
Por más de una semana esta noticia conmovió al tranquilo pueblecito que, entre una inmensidad de viñas y olivares, alzaba sus negruzcos tejados, sus tapias de blancura deslumbrante, el campanario con su montera de verdes tejas y aquella torre cuadrada y roja, recuerdo de los moros que, destacaba, soberbia, sobre el intenso azul del cielo, su corona de almenas rotas o desmoronadas como una encía vieja.
El egoísmo rural no salía de su asombro. Muy enamorado debía de estar el tío Sento para casarse, violando tan escandalosamente las costumbres tradicionales. ¿Cuándo se había visto a un hombre que era dueño de la cuarta parte del término, con más de cien botas en la bodega y cinco mulas en la cuadra, casarse con una chica que de pequeña robaba fruta o ayudaba en las faenas de las casas ricas para que le diesen de comer?
Todos decían lo mismo: «¡Ah, si levantase cabeza la siñá Tomasa, la primera mujer del tío Sento, y viese que su caserón de la calle Mayor, sus campos y su estudi, con aquella cama monumental СКАЧАТЬ