La Horda. Vicente Blasco Ibanez
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Название: La Horda

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ con las cimas nevadas del Guadarrama en el fondo, como una muralla de almenas de plata que brillan al sol.

      Era un insocial: se ahogaba dentro de la villa, le repugnaban las calles con sus aglomeraciones de personas marchando en la misma dirección. Acabó casándose con la hija de una trapera, y abandonó su oficio para abrazar el de su mujer. Pero apenas si fue con el carro a Madrid. La trapería era un pretexto: su verdadera profesión fue cazar, seguir sus aficiones.

      El, según declaraba a Maltrana, había nacido para la acción violenta, para vivir en aventura continua, arriesgando la piel. ¿Por qué había de permanecer dentro de una población, juntando letritas de plomo, agotándose en esta tarea de mujer?… Era hombre de pelea; le gustaba torear a la Muerte todos los días— según sus propias palabras— , darla el quiebro, recogiendo el pan de entre sus pies.

      – Yo hubiese sido un gran soldado, amigo Isidro. Pero ya no hay guerras, verdaderas guerras, como aquellas antiguas, donde cada hombre sacaba toda la fuerza de sus brazos o de su caletre. Además, yo no me pongo un uniforme por nada del mundo; no me visto de máscara, ni paso por eso de disciplinas y ordenanzas… Para ser mandado, bien estaba allá en la imprenta, con un durazo como un sol todos los días. ¡Ay, cuántos como yo hay en presidio, que en otro tiempo hubiesen sido héroes!…

      Amaba la guerra salvaje, ingenua, sin hipocresías de humanidad, sin disfraces de civilización: aquellas guerras en las que los combatientes mataban por la gloria que proporciona el exterminio, no alcanzando otra retribución que el saqueo de la casa del vencido y el pillaje de sus campos; pero había llegado tarde, según afirmaba con acento de tristeza, y a falta de mejor escenario, entregábase, a las puertas de una gran población, a una vida prehistórica, cazando a la bestia para comer, y al hombre, si era preciso, para defenderse; considerando la tierra como suya, sin respeto a tapias que podía saltar, ni a leyes representadas por hombres que eran mortales como él.

      De su pasado conservaba cierta veneración por los escritores. Por esto era amigo de Isidro desde que le conoció en casa de su vecina la señora Eusebia.

      Algunas veces recordaba su época de impresor. El no leía los papeles públicos, cuando de tarde en tarde iba a Madrid; pero creía que sus tiempos habían sido mejores, y que los que ahora escribían estaban muy por debajo de los que él había conocido. Y al pensar esto, miraba a Maltrana, comparándolo mentalmente con los grandes hombres que aún se mantenían en su memoria. ¿Había leído su amigo cosas de Fulano y de Zutano? Y aquí nombres y seudónimos que firmaban, veinte años antes, en revistas y diarios de escasa circulación, débiles flores de papel, cuyo perfume mental había pasado inadvertido para todo el mundo. El Mosco soltaba estos apellidos con cierta unción, entre admirado de su gloria y orgulloso de haber conocido a los que los llevaban, y hacía un mohín de asombro al oír que Maltrana declaraba francamente no conocerlos. Por algo sospechaba que el periodismo estaba en decadencia.

      La admiración del Mosco se posaba en las más raras cualidades de aquellos genios. Hablaba de uno con asombro porque escribía cantando, sin que lo molestase ruido alguno, sin levantar la cabeza aunque disparasen cañonazos junto a él. Otro merecía su entusiasmo porque desafiaba a los acreedores, y siempre que el impresor le llevaba pruebas a su domicilio encontraba en él a una nueva señora. ¡Qué tíos! Todos sin dinero, debiendo en la imprenta varias tiradas, lampando tras la peseta, lo mismo que Cervantes, «que no cenó al terminar el Quijote», alegres como unas castañuelas y haciendo reír a los cajistas con sus chistes. Pero al que recordaba con más veneración era a un señor elegante y grave, autor de largos artículos sobre política internacional, que se sentaba en cualquier rincón de la imprenta, sin mancharse, y escribía con los guantes puestos.

      – ¡Sin quitarse los guantes, Isidro! ¿Hay muchos que puedan hacer eso ahora?

      Su rusticidad apreciaba esto como la mayor de las pruebas de talento, y se miraba las manos, reconociéndose incapaz de tal hazaña, declarando que no sabría cazar ni un gazapo con las garras enfundadas en piel.

      Algunos domingos, el Mosco invitaba a comer a Maltrana, anunciándole que vendría de Madrid un hermano suyo, capataz de venta de periódicos, el señor Manolo el Federal, gran personaje entre las gentes dedicadas al comercio de papel impreso.

      Maltrana le conocía. Era famoso en las redacciones por su lenguaje enrevesado y pintoresco y sus juicios sobre la política. Se presentaba en los periódicos, con su ancha cara sacerdotal siempre sudorosa, de ojos saltones y terroríficos, unas veces para quejarse como «industrial» (eran sus palabras) de las tardanzas de la administración en el reparto del papel; otras como «ciudadano consciente» (también palabras suyas), en nombre del comité del distrito, para pedir la inserción de algún Manifiesto contra los unitarios, no menos nocivos al país que los mismos monárquicos.

      Isidro, a pesar de que no estaba inscrito en «el censo del partido», logró su amistad. Era un muchacho simpático, aunque «ciudadano inconsciente».

      – Cuando usted quiera que consumamos un turno— le decía— , ya sabe dónde tengo las oficinas: Puerta del Sol, de cinco a ocho de la mañana, en la acera de la botica de Borrell… aunque lluevan chuzos, aunque caigan capuchinos de punta.

      No bastaban la lluvia ni la nieve para que la oficina dejase de funcionar. Al romper el día llegaba el señor Manolo con sus ayudantes cargados de paquetes de periódicos. Tenía su especialidad, que era la venta de las afueras. Todos los vendedores, viejas, chicuelos y hombres haraposos, le rodeaban gritando, tendiendo sus manos para ser los primeros. El no se turbaba ante esta aglomeración: hallábase acostumbrado a mayores conflictos en su «larga vida política».

      – ¡Haiga orden, ciudadanos, y un poquito de crianza! ¡Que no se diga del cuarto estado!… A cada uno se le dará según el orden de la discusión y los derechos de su autonomía al respetive.

      Y con gran calma iba repartiendo las manos de periódicos, exigiendo a cada uno el producto de la venta del día antes, llevando de memoria las intrincadas partidas de su contabilidad, apreciando al tanteo la exactitud de las cantidades en calderilla, sonando las pesetas contra el asfalto con tal ímpetu, que volvían de un rebote a sus manos como si fuesen pelotas.

      El «cuarto estado» era su frase favorita, en la que lo abarcaba todo, y cuyo alcance había que adivinar. Unas veces, el «cuarto estado» era únicamente los vendedores del papel; otras, la gente popular; y algunas, todos los que compran periódicos.

      Maltrana, al verle, le preguntaba invariablemente por el famoso «cuarto estado».

      – Anda algo roío— contestaba el señor Manolo— ; hay tormenta en la atmósfera metálica: la gente tiene pocas ganas de papel.

      Cuando vendía un periódico nuevo, decía con énfasis:

      – Hoy he tenido un éxito extramuros. Los redactores debían votarme un mensaje de gracias, a pesar de que no me llamaron para darme voz y voto. Yo soy el sentido práctico, y les hubiera presentado una moción y consumido un turno para demostrarles que deben sacar el periódico dos horas más tarde. Pero como uno no es letrado, le ojetan el argumento, y el cuarto estado que se roa.

      Su entusiasmo federalista excitaba el regocijo de Isidro, miserable unitario, incapaz de comprender ciertas cosas. Para el señor Manolo, estaba España dividida en catorce Estados, porque así lo habían dispuesto los correligionarios por medio de solemnes y libérrimos pactos. El era ciudadano de Castilla la Nueva; pero quería vivir en paz y fraternidad con los extranjeros de los otros Estados españoles, así fuesen aristócratas, como del «cuarto estado».

      – ¿Es usted de Reus?– exclamaba en la oficina al contestar a un transeúnte— . Pues el Estado catalán ha pactado con el de Castilla. Vamos a beber unas tintas, como buenos ciudadanos confederados.

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