Название: Los Argonautas
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Se lamentaba un joven belga, al que muchos llamaban «barón», de las calles en cuesta y de los coches. ¡Ni un solo automóvil!… Las mujeres, asomadas a las ventanas como odaliscas.
– Y pensar – dijo Ojeda a su amigo – que tal vez alguno de éstos escribirá un artículo titulado «Mi viaje a España».
Un hombre subido de color, con vistosa corbata y pantalones recogidos a la inglesa, esforzaba su acento lento y meloso para expresar indignación.
– ¡No me diga!… ¡Valiente zoquete fui en bajar! Cuatro veces he ido a Europa, y nunca he querido conoser la España. Ahí no hay adelantos: ahí no hay nada. A mí déme usted la Inglaterra… Ojalá nos hubiesen descubierto los ingleses. Yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?… Mucha sivilisasión.
Maltrana sonrió, al mismo tiempo que lo mostraba a su amigo.
Ese que habla es Pérez… Pérez de no sé qué republiquita de las que dan cara al Pacífico. Me han dicho que en su país para ser algo hay que probar que se desciende de ocho abuelos indios y media docena de negros. El blanco queda abajo. Desde la bendita independencia no han podido rascarse con tranquilidad. Todos los años corren a un presidente, y de vez en cuando fusilan al que alcanzan y queman el cadáver para que no deje semilla. «Y yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?…» Vámonos allá para no oírle.
Se sentaron en el extremo del paseo que daba sobre la proa, entre las ventanas del salón y una gran vidriera desde la cual se abarcaba toda la parte anterior del navío. En el castillo de proa algunos marineros empezaban los preparativos para levar el ancla. Oficiales y contramaestres recorrían la cubierta empujando a los vendedores haciéndoles cerrar a toda prisa sus fardos, cortando bruscamente la tenacidad de los últimos regateos. Deslizábanse los paquetes colgando de cuerdas desde las bordas a los botes que cabeceaban en torno de la escala. Los nadadores lanzaron sus últimos gritos: «Caballero, un marco. Eche un marco, caballero, que va el vapor».
– Confieso, amigo Ojeda – dijo Maltrana – , que siento la emoción del que ve ante la boca negra de una caverna y se pregunta: «¿Qué habrá dentro?…». Aquí, la caverna es azul y luminosa, pero la inquietud no por esto resulta menor… ¿Qué voy a encontrar más allá de esta isla? ¿Cuándo volveremos por aquí? Afortunadamente, contamos con el apoyo de la esperanza… la esperanza buena y equitativa para todos, pues a todos los que vamos en este cascarón nos asiste por igual… Yo hago este viaje por ganar dinero, por el ansia de saber qué es eso de la riqueza; y no lo hago sólo por mí. Tengo un hijo, y aunque uno se ría de ciertos burgueses que justifican sus malas acciones y sus latrocinios con la cualidad de padres de familia, crea usted que esto de la paternidad nos impulsa a grandes cosas y nos hace valerosos como héroes… Usted también va allá por el ansia de dinero. Un hombre de su clase, que tiene lo que usted tenía en Madrid (¡yo lo sé todo!), no cambia de vida sin un motivo poderoso.
– Yo… – dijo Fernando con perplejidad – sí… por el dinero, como usted… Y ¡quién sabe! Tal vez por algo que no es la riqueza; por otros deseos menos explicables.
Había reflexionado mucho durante la noche anterior, y ahondando en sus decisiones, encontraba en ellas motivos inconscientes, no sospechados hasta entonces, que le hacían avanzar con un empujón tan rudo como el deseo de riqueza. Parecía cantar en sus oídos la poética romanza de Heine, en la que describe cómo el caballero Tannhauser se arrancó de los brazos de Venus por sólo el gusto de conocer de nuevo del dolor humano. «¡Oh Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos besos tienen ahíto mi corazón. Siento sed de sufrimientos. Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado: las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza…» El hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él también, como el poeta amante de la diosa, por hartura de felicidad y sed de dolores.
De pronto, junto a ellos, rompió a tocar la banda de música una marcha triunfal. El techo del paseo y los gruesos cristales del mirador temblaron con el rugido armonioso de los cobres.
– Ya zarpa el buque – dijo Maltrana levantándose de un salto – . Mire usted cómo se va moviendo la isla. ¡Nos vamos!, ¡nos vamos!… Eso que toca la música es magnífico; jamás he oído nada tan solemne; es el saludo a la esperanza, la gran marcha triunfal de la ilusión.
Y como poseído de un irresistible deseo de movilidad, huyó de su amigo.
¡La esperanza!… Ojeda, sin abandonar su asiento tornó a verse lejos, muy lejos, como en la tarde anterior. Estaba en París, y María Teresa volvía de una excursión a las tiendas de modas. Esta vez era un libro su única compra. Lo había adquirido en los almacenes del Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa encuadernación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, a la que concedía Fernando más talento que a muchas hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas de modas entre una pieza de encajes y una docena de guantes.
Era una traducción francesa de las tragedias de Esquilo. En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas, como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué hermoso! – exclamaba ella – . ¿Y dices que esto tiene miles de años? ¡Si es de lo más moderno! ¡Si parece de ahora!…» Llevada de su caprichosa imaginación, lamentaba que las palabras nobles y melancólicas de Prometeo no fuesen acompañadas de música. «Una música de Wagner, ¿me entiendes?, de nuestro amado don Ricardo… O mejor de Beethoven: algo así como la Novena sinfonía». Fernando recordaba la escena que los había hecho comulgar a los dos en el estremecimiento de la admiración. Prometeo está encadenado a la roca, y en torno de él, chapoteando las olas, las clementes oceánidas, las ninfas del mar, se apiadan del suplicio del héroe. «¿Qué has hecho, desgraciado, para que así te castiguen los dioses?» «He enseñado a los mortales a que no piensen en la muerte» contesta Prometeo. «¿Y cómo lo conseguiste?» «Les he hecho conocer la ciega esperanza».
Y durante miles y miles de años reinaba sobre el mundo la divinidad benéfica y consoladora que el héroe sombrío había dado a los humanos, pagando esta generosidad con el tormento de sus entrañas rasgadas por el águila, «perro alado de Zeus». Ella conducía los rebaños de hombres en armas; ella había aleteado ante las proas de los descubridores; ella conmovía con su paso quedo el silencio cerrado donde meditan sabios y artistas; ella guiaba las muchedumbres ansiosas de bienestar y amplio emplazamiento que se descuajan de un hemisferio para ir a replantarse en el otro.
Fernando la vio; la vio venir, con sus ojos entornados, por encima del azul del mar, como una burbuja de oro desprendida del sol, como un harapo de luz que acabó por detenerse sobre el filo de la proa, lo mismo que las imágenes divinas que adornaban las naves de los primeros argonautas.
Sus alas se tendían majestuosas en el éter como velas cóncavas; su túnica arremolinábase atrás, en pliegues armoniosos, impelida por el viento. Era igual a la Victoria de Samotracia, y lo mismo que a ella, le faltaba la cabeza.
Por esto acabó de conocerla Ojeda. Ella no piensa, ella no tiene ojos…
Era la esperanza, la ciega esperanza que con el avance de su torso señalaba al Sur.
III
Después del almuerzo, los pasajeros del Goethe oyeron sonar a proa la banda de música, con la lejanía soñolienta que infunde la inmensidad del Océano a todas las vibraciones.
– Van a vacunar a los de tercera – dijo Maltrana, siempre enterado de lo que ocurría en el buque.
Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones СКАЧАТЬ