Cuentos de mi tiempo. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Название: Cuentos de mi tiempo

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ trocarse en alzamiento social. Los primeros gritos fueron: ¡No pagamos! ¡Abajo la peseta! ¡Abajo el alcalde! Luego el pueblo, con ese instinto que le hace relacionar ideas hasta encontrar el origen de su daño, comenzó a gritar ¡Abajo los ladrones! y por último la miseria fermentada, la pobreza escarnecida, la ignorancia fuerte y sin freno, todo aquel conjunto de injusticias acumuladas se condensó en una voz terrible: ¡Mueran los ricos!

      A este punto llegaba la marea del hambre, cuando en mal hora acertó a desembocar en la plaza una soberbia carretela ocupada por dos señoras elegantísimas. Los caballos ingleses, el coche francés, y lo que ellas llevaban desde las telas de los trajes hasta las horquillas de oro, desde las medias de seda hasta las primorosas flores de sus sombrerillos, todo tenía ese aspecto de suntuosidad a la moderna que cuesta más caro cuanto parece más sencillo.

      Entonces, aquel río de furias desgreñadas, aquellas turbas harapientas, atajaron el paso al coche, y sobre las magníficas faldas de las damas, pálidas de sorpresa y medio muertas de miedo, comenzó a caer en lluvia pastosa y sucia el barro arañado de entre los adoquines o cogido en las socavas de los árboles; y empezaron a silbar por el aire trozos de cascote, escuchándose los rugidos de las amotinadas, que vociferaban: ¡Mueran los ricos! Dos o tres piedras chocaron contra la caja de la carretela, quedó herido el lacayo, una moza de fuerzas hercúleas metió un garrote entre los radios de una rueda y apalancando con alma para que no se moviera el coche, faciltó que por la trasera de éste treparan varias chicuelas ansiosas de arrancar de los sombrerillos las primorosas flores pagadas en París a peso de oro. Y los gritos no cesaban: ¡Vamos a desnudarlas! ¡Mueran los ricos! El momento fue horrible; aquello parecía el choque del hambre con la inconsciente insolencia de la hartura.

      De repente, una de las amotinadas, que estaba en tercera o cuarta fila, comenzó a dar codazos y empellones pugnando por abrirse paso.

      Debía de ser alguna de las jefas, porque los grupos se espaciaron dejándola avanzar hasta la caja del coche, mientras ella, gesticulando enérgicamente, decía con los brazos en alto:

      – ¡Compañeras, quietas! ¡Chicas, no tiréis! ¡Dejadme hablar… no seáis bestias!

      Viendo a aquella mujer, la más joven de ambas damas, dio un grito de asombro y de sorpresa, exclamando:

      – ¡Manuela!

      – ¡Yo soy señá duquesa!

      Y subida en el estribo, agarrándose a la capota, siguió gritando;

      – ¡Muchachas, por lo que más queráis en el mundo sus pido que no les hagáis daño! Ellas no tién la culpa. ¿Sabéis quién es ésta, la guapa, la más joven, la que paece la Virgen de la Paloma? Las que me conocéis, las de mi lavadero, ¿no m’habéis oído contar que cuando mi hijo se me moría le dio la teta una señora?… ¡Pues ésta es! ¡Pa hacerla daño me tenéis que matar a mí!

      Sonó algún silbido, se oyeron algunas carcajadas de mofa, pero las turbas abrieron paso, los grupos se aclararon, la lavandera echó pie a tierra, arreó el cochero y el carruaje pudo arrancar despacio por entre aquella muchedumbre hostil, momentáneamente amansada. La duquesa miró a su salvadora con los ojos nublados de lágrimas, y Manuela siguió mientras pudo al lado del coche, diciendo, trémula de gozo:

      – ¡Adiós, señora! ¡Qué lejos que estamos ya los pobres y los ricos! ¡Cuánto más valían aquellas buhardillas cuando vivíamos unos cerca de otros pa conocernos y querernos! Ahora hacen unos ciminterios de vivos que les yaman barrios pa obreros… y cuando subimos a Madrid… ¡es pa esto!

      – ¡Te debemos la vida! – dijo una voz aún entrecortada del terror.

      – ¡Adiós, señora!

      Trotaron los caballos, se alejó en salvo el coche, y a su espalda, ya lejos, arreció el rumor formidable del motín, semejante al ruido de una presa cuando rota la esclusa se precipita el agua en oleadas de espuma sucia y turbulenta.

      EL OLVIDADO

      Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro. Las capillas laterales despedían resplandores amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos, colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo, el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.

      Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno, estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba la palidez enfermiza y triste de la cera. Las lámparas de aceite, repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego, amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.

      A los lados, en las entradas de las capillas, estaban los hombres, en pie la mayor parte, algunos arrodillados, todos cansados, formando grupos donde resaltaban los cráneos relucientes, las cabezas canas y los rostros encendidos del calor.

      Las mujeres llenaban todo el centro de la nave: había tantas que estaban apiñadas, molestas, dejando oír continuamente el chocar de las sillas, el crujido de las sedas y el aleteo de los abanicos. No iban vestidas de trapillo, como salen a las primeras misas, sino lujosamente ataviadas, cual si para ir a la casa de Dios les hubiesen servido la vanidad y la tentación de doncellas consejeras. Su gracia y su hermosura, realzadas por la gravedad de los semblantes; la coquetería de sus movimientos al volver las hojas de los libros llenos de cifras y blasones; el modo de liarse a la muñeca los rosarios que parecían joyas; el inclinar la cabeza sobre el pecho anheloso, mirándose de reojo los pliegues de la falda; alguna tosecilla rebelde, rastro de los escotes del invierno, y alguna sonrisa cautelosa dirigida hacia las laterales de la nave, todo delataba una devoción superficial, elegante, frívola y mezquina; piedad exenta de grandeza, manchada de reminiscencias mundanales.

      Sus espíritus parecían vagamente abismados en la contemplación no lograda de algo que incompletamente deseaban, mostrando quietud sin recogimiento y misticismo sin poesía.

      Sus cuerpos eran figuras de cuadros modernísimos. Tenían en los trajes dibujos primorosos; combinaciones de colores extraños perfectamente armonizados; cintas de tornasoles inverosímiles; flores tan bien contrahechas, que parecían recién cogidas entre rocío húmedo, y plumas tan leves como los filamentos vaporosos del incienso que flotaba en el aire.

      La esbeltez de los talles, la exuberancia de los bustos, todos sus encantos y atractivos, estaban realzados, favorecidos, expuestos, y como ofreciéndose con la premeditación de un arte seductor y diabólico.

      Las ropas les cubrían el cuerpo, pero ciñéndolo, plegándose amorosamente, ondulando hasta modelar la forma como lienzos húmedos; dejando las bellezas a un tiempo tapadas y desnudas, vestidas y deshonestas, convirtiéndose el paño que oculta en gasa que revela y la gracia que atrae en sensualidad que enerva. Sus caras, alteradas por el disimulo y la coquetería, eran rostros de esfinge, espejos de almas insondables. Aquellas mujeres, nacidas en las cumbres sociales, y mimadas por la fortuna, eran la obra perfecta de la Naturaleza, embellecida por las fuerzas de la civilización. Lo que sobre sí llevaban era la cifra y compendio del trabajo humano: todas las ciencias, todas las industrias convergían a buscar maravillas o realizar prodigios para ellas. Allí estaban todos los tipos de la belleza femenina, СКАЧАТЬ