Название: El idilio de un enfermo
Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¿Es usted cura?
– No, señor; es un decir: estudio para ello.
– ¡Ya me parecía!
– No tengo tomadas más que las órdenes menores… Verá usted: cuando entré en el seminario fue con la intención de seguir la carrera lata; pero se murió mi padre hace cosa de seis meses, y no he aprobado más que un año de teología. La pobre de mi madre no puede sostenerme tanto tiempo en el seminario ni en posada tampoco: es necesario abreviar la carrera y ordenarse cuanto antes… Si no puedo ser teólogo, seré cura de misa y olla… ¿Y qué importa?… De todos modos, la curapería anda perdida; ¿verdad, D. Andrés?
– No me parece tan mala carrera.
– Se asegura el garbanceo y nada más. Ya sabe usted que hasta se están vendiendo los mansos de las parroquias…
– ¿Y cómo está usted ahora aquí, en la aldea?
– Desde el fallecimiento de mi padre (que en gloria esté) vivo en casa: los negocios no han quedado muy bien, y costará todavía algún tiempo el arreglarlos. A pesar de todo cuento, Dios mediante, cantar misa de aquí a dos años… Ea, bajémonos un poco a estirar las piernas y a tomar un piscolabis… ¿No quiere usted echar un cuarterón o una copita, D. Andrés?
Se hallaban delante de una casucha solitaria, sobre cuya puerta tremolaba una banderita blanca y encarnada, dando testimonio de que allí se rendía culto a Baco.
– No tomo nada, pero bajaré a acompañarle a usted. Me está lastimando el diablo de la silla.
– No perderá usted el tiempo— dijo Celesto acercándose a tenerle el estribo y bajando cuanto pudo la voz.– Va usted a ver una de las mejores mozas del partido, más derecha que un pino, bien armada y bien plantada… Se chupará usted los dedos…
Las muecas que el seminarista hizo al proferir tales palabras no son para descritas. Sus ojos acuosos brillaron como diamantes brasileños y la volcánica nariz se estremeció de júbilo.
– Vamos, Amalia, sandunguera, échame una copa de bala rasa y a este señor lo que guste. ¡Así pudieras echarte tú en la copa, salerosa, y beberte yo con toda satisfacción, mas que reventase después como una granada!
– ¿Tan mal estómago te haría, capellán?
– No lo sé, cielo estrellado; lo único que puedo decirte es que me alborotarías mucho los nervios.
– Pues tila, querido, tila. ¿Qué quiere usted tomar, caballero? (dirigiéndose a Andrés).
– Un vaso de agua.
Mientras Amalia lavaba el vaso en un barreño colocado al extremo del mostrador, Andrés la examinó a su talante.
Los datos de Celesto le parecieron exactos. Era una moza de arrogante figura y buenos ojos, de brazos rollizos y amoratados; gorda y colorada en demasía. Cuando abría la boca para reír, enseñaba unos dientes blancos y sanos, aunque nada menudos.
– Échame otra, cara de rosa, que cuando te veo se me seca el gaznate… Vamos, D. Andrés, ¿no se la llevaría para casa de buena gana?
– ¿Y para qué me había de querer este señor en su casa?– preguntó riendo maliciosamente la joven.
– Para darte confites, princesa;– ¿no es verdad, D. Andrés?
– ¡Vaya!
– No me gustan los dulces.
– ¿Y si yo te los diera, lucero?– preguntó el seminarista con voz almibarada, entrando en el recinto cerrado por el mostrador y acercándose con paso de gato a la moza.
– ¡Bah!… entonces me los comería con mucho gusto— replicó ella en tono irónico.
– ¿De veras, cielo?– preguntó Celesto cogiéndola al mismo tiempo por la barba y clavándole sus ojos claros de besugo, encendidos por una chispa amorosa.
Andrés consideró que debía salir a ver cómo andaban los caballos. No se habían movido del sitio; tranquilos, cabizbajos, abstraídos. Los examinó detenidamente, revisó sus cascos a ver cómo estaban de herraduras, arregló los aparejos, mientras escuchaba dentro de la taberna un alegre y continuado retozar, salpicado de frases tiernas, carcajadas y no pocos golpes. Allá, después de bastante rato, salió Celesto con las mejillas pálidas de fatiga y las narices más requemadas que antes.
– Vamos, en marcha… Hay que apretar el paso… ¡Qué moza, D. Andrés! ¿verdad?… Pues tiene una hermana que va a ser mejor que ella todavía… ¡Qué chiquilla más espetada y más rica!– tan bien formadita por delante como si tuviera veinte años, y no tiene más de catorce… ¡Arre caballo! ¿No repara usted, D. Andrés, cómo agradecen los caballos que el jinete eche unas copitas? Es cosa sabida; para hacer andar un caballo remolón, no hay como verterse entre pecho y espalda un jarrito de ginebra… Pues ahí donde usted la ve, D. Andrés, la Amalita no tiene nada de arisca.
– Ya, ya veo que sabe usted buscarle los pliegues.
Celesto rió de satisfacción hasta saltársele las lágrimas.
– ¡Bah! Ya se los han buscado antes que yo otros muchos. Me divierto un poco con ella cuando voy y vengo… pero no pasa de ahí… Por supuesto, D. Andrés, que esto no dura más que hasta que tome las órdenes mayores, porque no quiero ser un mal sacerdote…
– Hará usted muy bien; de otro modo, más vale que siga usted distinta carrera.
– Nada, nada, estoy resuelto a ello: el mismo día que me ordene sanseacabó… fuera vino, fuera mujeres, y vida nueva como Dios manda…
Siguió moviendo la lengua el seminarista con creciente brío mientras duraba la operación que en la cabeza le hacían las copitas de ginebra. Cuando se cansaba de hablar, entonaba alguna canción picaresca con ribetes de obscena, que hacía reír no poco al joven cortesano. La alegría es contagiosa, como la tristeza. La de Celesto consiguió pegársele y llegó pronto a hacerle el dúo, poniendo en inusitado ejercicio las fuerzas de sus desmayados pulmones.
No por eso dejaban de caminar a paso vivo por la amena carretera, que ceñía como una cinta blanca las faldas de las colinas.
El valle se iba cerrando. Por detrás de las colinas frondosas asomaban ya sus crestas algunas montañas anunciando que los viajeros no tardarían en penetrar en otra región más fragosa, en el corazón mismo de la sierra. En efecto, la carretera terminó bruscamente cerca de una fuerte apretura de los montes, donde se asentaba un caserío de poca importancia. Desde allí siguieron por un camino tan pronto ancho como estrecho, que faldeaba la montaña a semejanza de la carretera, y estaba sombrado a largos trechos por los avellanos de las fincas lindantes. El paisaje era cada vez más agreste. El valle se había trasformado en cañada, por donde un río bullicioso y cristalino corría entre angostas aunque muy deleitosas praderas. A trechos la cañada se amplificaba, como si desease merecer tal nombre; otras veces se cerraba hasta más no poder trocándose en verdadera garganta, donde había poco más espacio que el que СКАЧАТЬ