Lazaro. Jacinto Octavio Picón Bouchet
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Lazaro - Jacinto Octavio Picón Bouchet страница 4

Название: Lazaro

Автор: Jacinto Octavio Picón Bouchet

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

Серия:

isbn:

isbn:

СКАЧАТЬ más tierno eran para él; las frutas que se le presentaban parecían regalos para las aras de la antigua Ceres, y era raro el día en que la piadosa mano de alguna devota no preparase para Su Ilustrísima un platito de dulce espolvoreado de canela, aroma a que, como buen andaluz, era muy aficionado. Una reparadora siesta era el epílogo de la oración con que a Dios se daban gracias por tantos beneficios. Se trabajaba otro poco por la tarde, se cenaba concienzudamente tras el rosario, y un sueño tranquilo reinaba a las once en todos los ámbitos del edificio, donde la calma de este género de vida no se veía turbada sino en las vísperas de las grandes festividades de la Iglesia.

      Lázaro notaba que todo esto no eran mortificaciones ni martirios, pero también se decía que aquello no era vivir en el mundo y sus luchas, y que siendo buenas cuantas gentes le rodeaban, no podía ser detestable la vida. ¡Cuan diferente se le ofrecía el espectáculo del mundo que empezaba un paso más allá de aquellos respetados muros! Cierto que de puertas adentro todo era reposo y santidad; pero ¡cuántos horrores y amarguras le esperaban al poner la planta en esa sociedad donde cada día es un combate y cada hora una herida! Hacía el pobre chico proyectos para el porvenir, y juzgando la vida tal cual se la habían pintado, pensando que todo era males, tristezas y desdichas, se preparaba a entrar en ella inquieto, temeroso, como soldado bisoño pronto a escuchar el primer paso de ataque tocado por las cornetas de su batallón.

      Tratábale su tío afablemente; por respeto o adulación al Prelado, hacían lo mismo cuantos le rodeaban, y merced a su protección entraba Lázaro en la carrera a que le habían destinado, escudado contra las privaciones, con el porvenir preñado de fortunas, y el alma llena de presentimientos. Le habían pintado su misión de suerte que, impresionada la imaginación, veía en el sacerdocio el apostolado de toda idea generosa. Pero, a pesar de esto, cuando solo, con su libro de horas bajo el brazo, se le veía cruzar los anchos corredores o sentarse bajo las umbrías del huerto, parecía que dentro de su alma bullían y a sus miradas se asomaban vagos temores por su vida futura y dudas sobre la suerte que le estaba reservada. La santa casa que habitaba era, a su parecer, un puerto de refugio contra el oleaje infernal de la malicia humana. Por todo aquello que sus libros devotos le aconsejaban huir, venía en conocimiento de cuan ciertas deben ser las palabras con que se le avisaban los peligros mundanales, y por la interminable y fatigosa excitación a la virtud, podía apreciar cuan hondas y frecuentes son las simas del pecado. A medida que iba considerando las tentaciones que podrían rodearle, los riesgos que tendría que prever y males que evitar, su inteligencia miraba con deleite la perspectiva de días de horrible pero santa y gloriosa lucha, preparación a la inmortalidad.

      Considerado por cuantos cerca de él andaban como la persona más allegada a Su Ilustrísima, los sacerdotes y demás gente de Iglesia que tenía ocasión de frecuentar, guardaban buen cuidado de no dejarle ver cosa que pudiera enojar al obispo. Todo era ante él virtud, resignación y humildad; de modo que teniendo constantemente ante los ojos la divina palabra de los libros y el mejor ejemplo en los hechos de los hombres, pensó que en contra de la agitación del mundo estaba aquella santa tranquilidad, que el torpe bullir de las pasiones se contrabalanceaba por un santo estoicismo religioso, y que nada podía haber tan digno ni respetable para la humanidad como la voz de esos hombres que con la imagen de Cristo en una mano y señalando con la otra al cielo, dicen al desgraciado: «Cree y espera.» Su poética melancolía era el presentimiento de los dolores de la lucha. Parecía que su alma adivinaba las heridas que habría de sufrir más tarde, y sólo en la fe, ingénita en su espíritu, fomentada luego por cuanto le rodeaba, era donde el pobre Lázaro podía hallar reposo a la misteriosa agitación de sus ideas. Nacido en una aldea donde la hermosa y virginal Naturaleza le decía continuamente: – «Admira,» – sin escuchar más voz que la del cura que de continuo repetía: «Cree;» con el sano ejemplo de la honrada vida de su padre, y sin haber sufrido las desgracias que pervierten al hombre, Lázaro iba allegando fuerzas y atesorando virtudes para verterlas luego como un maná divino sobre el rebaño de fieles que Dios le deparase. Si alguna vez caían sobre su turbada pupila los fatigados párpados, como deslumbrada la vista que admiraba de continuo el panorama espléndido de una vida toda virtud y caridad, al hundir la mirada en los abismos de su alma, encontraba, semejante a un resplandor en el fondo de una sima, la luz que le guiaba a sus destinos.

      Dos épocas distintas puede decirse que atravesó Lázaro mientras estuvo en casa de su tío.

      Durante la primera le dominaron los recuerdos confusos del pueblo con sus faenas y labores; acordábase de las conversaciones en que la tierra era la preocupación de todo el año, y empeñándose mentalmente en resucitar sus impresiones, se esforzaba en reconstruir, con reminiscencias vagas y sensaciones olvidadas, aquellos días que no habían de volver jamás; las lluvias primaverales que hacían entrever los carros repletos de doradas gavillas; el estío con las llanuras serpeadas por surcos que parecían encender el aire en la irradiación de sus terruños abrasados; el otoño con sus frutas mal sujetas a la cargada rama, convidando al paladar a refrescarse con su azucarado jugo; las tardes con sus vientecillos impregnados de perfumes, y las calladas noches envueltas en misterios, poblaban su pensamiento de ensueños indecisos. Lejos, muy lejos de él estaba cuanto podía recordarle tiempos pasados, y como tales más dichosos; el hogar ennegrecido por el humo de los troncos a cuya sombra jugueteó de pequeñuelo; la fuente donde las mozas, entretenidas en mirarle, dejaban rebosar en sus cántaros el agua; y en un altillo del cementerio, con su cruz de piedra que dora cada tarde el último rayo de la luz solar, la tumba de su madre.

      En la segunda fase de aquella etapa de su vida, todo era esperanzas: habíanle trazado con sombrías tintas el plano de la revuelta arena del mundo. – «Aquí abajo no hay, le dijeron, sino males y perfidias; pero tú serás de los que tienen por misión encadenar el dolor a la esperanza de la dicha.» A pesar de no considerar completos los ejemplos que se le ofrecían, todo lo que aprendía, sus vigilias y desvelos, cuanto intelectualmente se asimilaba, venía a compendiarse en una palabra de amor divino, que le hubiera hecho fijar los labios en la escrófula del enfermo, si esto bastara para curarla, entusiasmo capaz de llevarle a los campos de la guerra para acallar con su rezo la maldición del desgraciado y dar alas al alma del creyente moribundo.

      Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una eminencia dominábala ciudad, viendo a lo lejos tejados y azoteas, escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal. Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de redención o amparo. Si su memoria, protestando de aquel falso sistema del mundo, le recordaba que no todo era malo en la tierra, que él había visto a su padre dar trigo a los labriegos pobres o socorrer a los necesitados, que en la tierra existían cariño, afabilidad y amor, que él mismo había llevado hasta los apartados caseríos consejos de paz y de justicia, todo se desvanecía ante la influencia maléfica del pulvis eris que le habían inculcado en el alma.

      Fue Lázaro después al seminario; tuvo su celda estrecha y triste; aprendió mal latín y peor griego, no para admirar el genio de los grandes poetas paganos, sino para embotar su inteligencia en casuismos teológicos; se apacentó dócilmente con filosofía escolástica; le dieron los libros de los Padres de la Iglesia; le dijeron el criterio que había de seguir para que no cayera en la peligrosa pendiente de pensar; marcaron a su entendimiento las lindes que no debía traspasar, y como si el pensamiento del hombre fuese ave cuyo Vuelo depende de voluntad ajena, le impusieron la idea, el dogma y el sentido de cuanto debía creer y proclamar. En su cerebro había de dar cabida, le repugnase o no, a lo que otros concibieron; su esfuerzo tenía que hacerse mantenedor de proposiciones que apenas le era dado examinar; debía admitir la verdad sin examinarla, creerla sin que le fuese demostrada. «Node sólo pan vive el hombre, sino también de la palabra de Dios,» le dijeron; y la palabra de Dios era un enigma, todo lo más una promesa. Le fue negada la interpretación o el examen de los libros sagrados; y para colmo de absurdo, sostuviéronle que en aquel misterio impenetrable que constituye la esencia de todo lo dogmático, están la imposible demostración de la verdad y el encanto de su divina poesía, porque la fe es substancia de las cosas que se esperan, argumento de las cosas que no aparecen[1].

      Entonces, СКАЧАТЬ



<p>1</p>

Epist. de San Pablo a los hebreos, cap. II, vers. I.