Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez
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Название: Mare nostrum

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ para mayor remordimiento, añadió unas cuantas cuchilladas… En la misma noche, estando su padrino invitado á cenar, el notario habló de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de Játiva, ciudad que miraba con interés por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la misma opinión. Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con detenimiento el retrato… Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le atragantaban los bocados.

      Ir á casa del padrino representaba para él un placer más intenso y palpable que los juegos solitarios del desván. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificación de la vida ideal, de la gloria de la poesía. El notario hablaba de él con entusiasmo, compadeciéndole al mismo tiempo.

      – ¡Ese don Carmelo!… El primer civilista de nuestra época. A espuertas podría ganar el dinero, pero los versos le atraen más que los pleitos.

      Ulises entraba en su despacho con emoción. Sobre las filas de libros multicolores y dorados que cubrían las paredes veía unas cabezotas de yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parecían contemplar la nada inmensa.

      El niño repetía sus nombres como un pedazo de santoral, desde Homero á Víctor Hugo. Después buscaba con su vista otra cabeza igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herpéticas que en ciertos momentos echaban á volar las películas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acogían á Ulises con el amor de un solterón que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le había dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiración y risa despertaba en los compañeros de colegio; él quien le había contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata á su nieto la vida del santo onomástico.

      Luego, el muchacho consideraba con no menos devoción todos los recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro, copas argentinas, desnudeces marmóreas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre del poeta Labarta. Todo este botín lo había conquistado á punta de verso en los certámenes, como guerrero incansable de las letras.

      Al anunciarse unos Juegos Florales temblaban los competidores, temiendo que al gran don Carmelo se le ocurriese apetecer alguno de los premios. Con asombrosa facilidad se llevaba la flor natural destinada á la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de estatuas dedicadas al más completo estudio histórico, el busto de mármol para la mejor leyenda en prosa, y hasta el «bronce de arte» recompensa del estudio filológico. Los demás sólo podían aspirar á las sobras.

      Por fortuna, se había confinado en la literatura regional, y su inspiración no admitía otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, sólo la Grecia merecía su admiración. Una vez al año le veía Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.

      Era que se iba á celebrar la fiesta de la literatura lemosina, en la que desempeñaba siempre un primer papel: vate premiado, discurseante, ó simple ídolo, al que tributaban sus elogios otros poetas, clérigos dados á la rima, encarnadores de imágenes religiosas, tejedores de seda que sentían perturbada la vulgaridad de su existencia por el cosquilleo de la inspiración; toda una cofradía de vates populares, ingenuos y de estro casero, que recordaban á los Maestros Cantores de las viejas ciudades alemanas.

      Labarta, después de transcurridos doscientos años, no había llegado á perdonar á Felipe V, déspota francés que reemplazó á los déspotas austriacos. El había suprimido los fueros de Valencia. «¡Borbón, maldito seas!…» Pero se lo decía en verso y en lemosín, circunstancias atenuantes que le permitían ser partidario de los sucesores de Felipe el Maldito y haber figurado por unos meses como diputado mudo del gobierno.

      Su ahijado se lo imaginaba á todas horas con una corona de laurel en las sienes, lo mismo que aquellos poetas misteriosos y ciegos cuyos retratos y bustos ornaban la biblioteca. Veía perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perdía todo valor ante la firmeza de sus concepciones. Su padrino debía llevar corona cuando él no estaba presente. Indudablemente la llevaba á solas, como un gorro casero.

      Otro motivo de admiración eran los viajes del grande hombre. Había vivido en el lejano Madrid – escenario de casi todas las novelas leídas por Ulises – , y cierta vez hasta había pasado la frontera, lanzándose audazmente por un país remoto titulado el Mediodía de Francia, para visitar á otro poeta que él llamaba «mi amigo Mistral». Su imaginación, pronta é ilógica en sus decisiones, envolvía al padrino en un halo de interés heroico semejante al de los conquistadores.

      Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admitía informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.

      – ¡Doña Pepa! Aquí tenemos al convidado.

      Doña Pepa era el ama de llaves, la compañera del grande hombre, que llevaba quince años atada al carro de su gloria. Se entreabría un cortinaje, y avanzaba una pechuga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Después, mucho después, aparecía un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al pequeño Ulises con su sonrisa de astro nocturno, seguía entrando y entrando el complemento dorsal de su persona, cuarenta años carnales, frescos, exuberantes, inmensos.

      El notario y su esposa hablaban de doña Pepa como de una persona familiar, pero el niño nunca la había visto en su casa. Doña Cristina elogiaba sus cuidados con el poeta, pero desde lejos y sin deseos de conocerla. Don Esteban excusaba al grande hombre.

      – ¡Qué quieres!… Es un artista, y los artistas no pueden vivir como Dios manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos. ¡Qué lástima! Un abogado tan eminente… ¡El dinero que podría ganar!…

      Las lamentaciones del padre abrieron nuevos horizontes á la malicia del pequeño. De un golpe abarcó el móvil principal de nuestra existencia, que hasta entonces sólo había columbrado envuelto en misterios. Su padrino tenía relaciones con una mujer; era un enamorado como los héroes de las novelas. Recordó muchas de sus poesías valencianas, todas dirigidas á una dama; unas veces cantando su belleza con la embriaguez y la noble fatiga de una reciente posesión; otras quejándose de su desvío, pidiéndole la entrega de su alma, sin la cual no es nada la limosna del cuerpo.

      Ulises se imaginó una gran señora, hermosa como doña Constanza. Cuando menos, debía ser marquesa. Su padrino bien merecía esto. Y se imaginó igualmente que sus encuentros debían ser por la mañana, en uno de los huertos de fresas inmediatos á la ciudad, adonde le llevaban sus padres á tomar chocolate después de oír la primera misa en los amaneceres dominicales de Abril y Mayo.

      Mucho después, cuando sentado á la mesa del padrino sorprendió cruzándose sobre su cabeza las sonrisas de éste y el ama de llaves, llegó á sospechar si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no era posible; forzosamente debía existir otra.

      El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubrían de polvo en la mesa, y don Esteban había de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los términos del procedimiento.

      Su hijo, su Ulises, sería otro hombre. Le veía gran civilista, como su padrino, СКАЧАТЬ