Название: Episodios Nacionales: Cádiz
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– Milord – le dije – volvámonos al coche, pues no hay para qué convertirse ahora en ola ni nube, como usted desea, y sigamos hacia Cádiz, que para agua bastante tenemos con la que llueve, y para viento, harto nos azota por el camino.
Pero él no me hacía caso, y empezó a gritar en su lengua. El calesero, que era muy pillo, hizo gestos significativos para indicar que lord Gray había abusado del Montilla; pero a mí me constaba que no lo había probado aquel día.
– Quiero nadar – dijo lacónicamente lord Gray, haciendo ademán de desnudarse.
Y al punto forcejeamos con él el calesero y yo, pues aunque sabíamos que era gran nadador, en aquel sitio y hora no habría vivido diez minutos dentro del agua. Al fin le convencimos de su locura, haciéndole volver a la calesa.
– Contenta se pondría, milord, la señora de sus pensamientos si le viera a usted con inclinaciones a matarse desde que suena un trueno.
Lord Gray rompió a reír jovialmente, y cambiando de aspecto y tono, dijo:
– Calesero, apresura el paso, que deseo llegar pronto a Cádiz.
– El lamparín no quiere andar.
– ¿Qué lamparín?
– El caballo. Le han salido callos en la jerraúra. ¡Ay sé! Este caballo es muy respetoso.
– ¿Por qué?
– Muy respetoso con los amigos. Cuando se ve con Pelaítas, se hacen cortesías y se preguntan cómo ha ido de viaje.
– ¿Quién es Pelaítas?
– El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted le dice a mi caballo: «vas a descansar en casa de Poenco, mientras tu amo come una aceituna y bebe un par de copas», correrá tanto, que tendremos que darle palos para que pare, no sea que con la fuerza del golpe abra un boquete en la muralla de Puerta Tierra.
Gray prometió al calesero refrescarle en casa de Poenco, y al oír esto ¡parecía mentira!, el lamparín avivó el paso.
– Pronto llegaremos – dijo el inglés. – No sé por qué el hombre no ha inventado algo para correr tanto como el viento.
– En Cádiz le aguarda a usted una muchacha bonita. No una, muchas tal vez.
– Una sola. Las demás no valen nada, señor de Araceli… Su alma es grande como el mar. Nadie lo sabe más que yo, porque en apariencia es una florecita humilde que vive casi a escondidas dentro del jardín. Yo la descubrí y encontré en ella lo que hombre alguno no supo encontrar. Para mí solo, pues, relampaguean los rayos de sus ojos y braman las tempestades de su pecho… Está rodeada de misterios encantadores, y las imposibilidades que la cercan y guardan como cárceles inaccesibles más estimulan mi amor… Separados nos oscurecemos; pero juntos llenamos todo lo creado con las deslumbradoras claridades de nuestro pensamiento.
Si mi conciencia no dominara casi siempre en mí los arrebatos de la pasión, habría cogido a lord Gray y le habría arrojado al mar… Hícele luego mil preguntas, di vueltas y giros sobre el mismo tema para provocar su locuacidad; nombré a innumerables personas, pero no me fue posible sacarle una palabra más. Después de dejarme entrever un rayo de su felicidad, calló y su boca cerrose como una tumba.
– ¿Es usted feliz? – le dije al fin.
– En este momento sí – respondió.
Sentí de nuevo impulsos de arrojarle al mar.
– Lord Gray – exclamé súbitamente – ¿vamos a nadar?
– ¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Usted también?
– ¡Sí, arrojémonos al agua! Me pasa a mí algo de lo que a usted pasaba antes. Se me ha antojado nadar.
– Está loco – contestó riendo y abrazándome. – No, no permito yo que tan buen amigo perezca por una temeridad. La vida es hermosa, y quien pensase lo contrario, es un imbécil. Ya llegamos a Cádiz. Tío Hígados, eche aceite a la lamparilla, que ya estamos cerca de la taberna de Poenco.
Al anochecer llegamos a Cádiz. Lord Gray me llevó a su casa, donde nos mudamos de ropa, y cenamos después. Debíamos ir a la tertulia de doña Flora, y mientras llegaba la hora, mi amigo, que quise que no, hubo de darme nuevas lecciones de esgrima. Con estos juegos iba, sin pensarlo, adiestrándome en un arte en el cual poco antes carecía de habilidad consumada, y aquella tarde tuve la suerte de probar la sabiduría de mi maestro dándole una estocada a fondo con tan buen empuje y limpieza, que a no tener botón el estoque, hubiéralo atravesado de parte a parte.
– ¡Oh, amigo Araceli! – exclamó lord Gray con asombro. – Usted adelanta mucho. Tendremos aquí un espadachín temible. Luego, tira usted con mucha rabia…
En efecto; yo tiraba con rabia, con verdadero afán de acribillarle.
V
Por la noche fuimos a casa de doña Flora; pero lord Gray, a poco de llegar, despidiose diciendo que volvería. La sala estaba bien iluminada, pero aún no muy llena de gente, por ser temprano. En un gabinete inmediato aguardaban las mesas de juego el dinero de los apasionados tertuliantes, y más adentro tres o cuatro desaforadas bandejas llenas de dulces nos prometían agradable refrigerio para cuando todo acabase. Había pocas damas, por ser costumbre en los saraos de doña Flora que descollasen los hombres, no acompañados por lo general más que de una media docena de beldades venerables del siglo anterior, que, cual castillos gloriosos, pero ya inútiles, nopretendían ser conquistables ni conquistadas. Amaranta representaba sola la juventud unida a la hermosura.
Saludaba yo a la condesa, cuando se me acercó doña Flora, y pellizcándome bonitamente con todo disimulo el brazo por punto cercano al codo, me dijo:
– Se está usted portando, caballerito. Casi un mes sin parecer por aquí. Ya sé que se divirtió usted en el puente de Suazo con las buenas piezas que llevó allí el Sr. Poenco hace ocho días… ¡Bonita conducta! Yo empeñada en apartarle a usted del camino de la perdición, y usted cada vez más inclinado a seguir por él… Ya se sabe que la juventud ha de tener sus trapicheos; pero los muchachos decentes y bien nacidos desfogan sus pasiones con compostura, antes buscando el trato honesto de personas graves y juiciosas que el de la gentezuela maja y tabernaria.
La condesa afectó estar conforme con la reprimenda y la repitió, dándola más fuerza con sus irónicos donaires. Después, ablandándose doña Flora y llevándome adentro, me dio a probar de unos dulces finísimos que no se repartían sino entre los amigos de confianza. Cuando volvimos a la sala, Amaranta me dijo:
– Desde que doña María y la marquesa decidieron que no viniera Inés, parece que falta algo en esta tertulia.
– Aquí no hacen falta niñas, y menos la condesa de Rumblar, que con sus remilgos impedía toda diversión. Nadie se había de acercar a la niña, ni hablar con la niña, ni bailar con la niña, ni dar un dulce a la niña. Dejémonos de niñas: hombres, hombres quiero en mi tertulia; literatos que lean versos, currutacos que sepan de corrido las modas de París, diaristas que nos cuenten todo lo escrito en tres meses por las Gacetas de Amberes, Londres, Augsburgo y Rotterdam; generales que nos hablen de las batallas que se van a ganar; gente alegre que hable mal de la regencia y critique la cosa pública, СКАЧАТЬ