Marta y Maria. Armando Palacio Valdés
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Название: Marta y Maria

Автор: Armando Palacio Valdés

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      Trabajo le costó, pero al fin salió del paso. Isidorito era un muchacho macilento y encogido, con hondos y precoces surcos en las mejillas, de pelo ralo y ojos saltones. Se le tenía por uno de los jóvenes más formales o acaso el más formal de la villa y servía siempre de espejo a los padres de familia para afear la conducta de sus hijos calaveras:– «¿No ves a Isidorito qué bien se produce en sociedad, y con qué aplomo habla sobre todas las cuestiones?»– «¡Ah, si tú fueses como Isidorito, qué vejez tan dulce me harías pasar!»– «¡Vergüenza te había de dar que Isidorito se hubiese hecho doctor hace ya cuatro años, y tú no hayas logrado graduarte de licenciado todavía, zopenco!»

      Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta. En su rostro descaecido y marchito, sin embargo, no se habían borrado aún enteramente los rasgos de una belleza excepcional, que había dado mucho que decir allá por los años de 1846 al 48, y que le valiera multitud de romances, sonetos y acrósticos de los más eminentes poetas de la villa, insertos en un periódico semanal que entonces se publicaba en Nieva con el título de El Judío Errante. Doña Gertrudis guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez, que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia, no se hubiera marchado a América a hacer fortuna en el comercio, sería por lo menos tanto como Zorrilla o Espronceda. Don Mariano, su esposo, participaba de la misma convicción, aunque en otra época, tanto el poeta lírico como el comerciante le habían causado grandes desasosiegos y turbado no pocas veces la paz de sus relaciones amorosas. Pero era hombre justificado y amigo de dar a cada uno lo suyo.

      Doña Gertrudis estaba rebujada en una magnífica manta de felpa, y tenía la cabeza cubierta con una cofia, por debajo de la cual enseñaba algunos cabellos entre rubios y blancos. Su rostro era de singular blancura mate, fino y correcto. Los ojos azules y sumamente tristes. Más que de la enfermedad advertíanse en aquel rostro las huellas de la clausura.

      – Me mata, me mata este ruido en los oídos. No puedo comer, no puedo dormir, no puedo sosegar en ninguna parte.

      – Juzgo que debiera usted permanecer en la cama.

      – Es peor, Isidorito, es peor. En la cama no puedo prender los ojos. Empiezo a dar vueltas como un molinillo y llega a producirme fiebre. Estoy mucho más enferma de lo que se cree. Ya se verá cómo esto tiene mal fin. Hoy me encuentro tan nerviosa, tan nerviosa… Tómeme usted el pulso, Isidorito, y dígame usted si tengo fiebre.

      Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don Máximo, que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron la vista hacia allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y volvió a ocultar su mano velozmente dentro de la manta.

      – Ya tiene un nuevo médico de cámara su señora— apuntó don Máximo con acento irónico.

      – ¡Bah, bah, bah!… ¿Con qué perro o gato de la villa habrá dejado mi mujer de celebrar consulta? Estos días anda furiosa con usted y dice que se va a morir sin que usted haga caso de ella. Yo la encuentro mejor que nunca… Pero vamos a ver, don Máximo, ¿usted cree de buena fe que podemos aceptar el trazado de Miramar?

      – ¿Y por qué no?

      – ¿No comprende usted que nos hundimos para siempre?

      – Don Mariano, me parece que está usted obcecado. Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril pronto, pronto, pronto.

      – Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril bueno, bueno, bueno. El trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que, como usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que nosotros. En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además debe usted tener en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el empalme hasta Nieva y doce solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará de preferir este punto para exportarse. Si a esto agrega usted que tarde o temprano…

      Un golpe violento de tos cortó la palabra a don Mariano. Era un hombre grueso, alto, con barba y cabellos blancos; aquélla muy crecida. Sus ojos negros brillaban como los de un joven, y en sus mejillas sonrosadas el tiempo no había conseguido labrar profundos surcos. Sin duda había sido uno de los jóvenes más gallardos de su época. Tal como ahora le hallamos, todavía llamaba la atención por su fisonomía simpática y venerable, y por su figura atlética. Con la violencia de la tos, su temperamento sanguíneo experimentó una fuerte sacudida: el rostro se coloreó excesivamente. Cuando hubo cesado, tornó a coger el hilo del discurso.

      – Si a esto agrega usted que tarde o temprano tendremos un buen puerto, ya sea en El Moral o en el mismo Nieva, porque la guerra no ha de durar eternamente ni el Gobierno ha de dejarnos reducidos siempre a la condición de parias, ya verá usted qué vuelo toma en un instante el comercio de la villa y qué pronto le hacemos sombra a Sarrió.

      – Bien, bien: convengo en que el trazado de Sotolongo ofrece algunas ventajas; pero usted bien sabe que por ahora ni en mucho tiempo no hay que soñar con él, mientras que el de Miramar lo tenemos en la mano. El Gobierno está profundamente interesado en ello, porque no hay otro medio de proteger nuestra fábrica de armas. Ya comprende usted que si los carlistas llegasen a romper la línea de Somosierra, entrarían aquí como Pedro por su casa, tomarían las armas que les pareciera, inutilizarían la fábrica y podrían marcharse por el valle de Cañedo sin peligro alguno. Por ahora no hay cuidado que rompan la línea, ya lo sé, pero ¿quién puede asegurar lo que sucederá con el tiempo? Además, ¿no puede llegar un día en que el mismo elemento carlista que aquí tenemos levante la cabeza? Pues si hubiese ferrocarril, cualquiera que él fuese, nada más fácil que poner aquí en dos horas cuatro o cinco mil hombres…

      – En primer lugar, don Máximo, un ferrocarril militar, como usted mismo confiesa que es el de Miramar, no es el que tenemos derecho a exigir de la Nación. Necesitamos un ferrocarril verdadero y adecuado para el fomento de nuestros intereses y que no sirva únicamente para proteger una fábrica. Hágase usted cargo de que es obra para siempre y que, si desde su origen adolece de un vicio grave, este vicio pesará eternamente sobre nuestra villa. En segundo lugar, los carlistas no pasarán jamás de Somosierra. En cuanto a que aquí levanten la cabeza, demasiado comprende usted que no es posible, porque cuentan con muy pocos elementos…, y eso que bien lo trabajan.

      – ¡Ya lo creo que lo trabajan! Hay que estar prevenidos… y no dormirse… Y en último resultado, más vale pájaro en mano… Pero dígame usted, don Mariano, hablando de otra cosa, ¿han terminado ya de arreglar las cocheras?

      Don Mariano, antes de responder, se palpó con aire distraído todos los bolsillos de la ropa, y no hallando lo que buscaba, dirigió la vista hacia un rincón de la sala.

      – Martita, ven acá.

      Una niña que estaba sentada en el extremo de un diván, sin hablar con nadie, llegó corriendo. Podría tener trece o catorce años, pero estaban ya bien señaladas en ella las formas de la mujer: vestía de corto, sin embargo. Era blanca, con ojos y cabellos negros, mas su semblante no ofrecía la expresión provocativa que suele tener esta clase de rostros. Las facciones no podían ser más correctas ni el conjunto más armonioso. Faltaba a aquella belleza, no obstante, un soplo de vida que la animase. Era lo que se llama vulgarmente un rostro parado.

      – Oye, hija mía; ve a mi cuarto, abre el segundo cajón de la izquierda de la mesa de escribir y tráeme la petaca.

      La СКАЧАТЬ