La Tierra de Todos. Vicente Blasco Ibanez
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Название: La Tierra de Todos

Автор: Vicente Blasco Ibanez

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ de arpegios. Pero las gentes no podían despegarse de la atracción de la mesa, y permanecieron sordas á los versos de la dueña de la casa, aunque fuesen ahora servidos con música.

      Los invitados de más distinción formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, manteniéndose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo vió en este grupo á los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta. Elena hablaba con aire distraído, pronunciando palabras faltas de ilación, como si su pensamiento estuviese lejos de allí. Adivinando el ingeniero que la molestaba con su charla, fué en busca de Federico, pero éste tampoco se fijó en su persona, por hallarse muy interesado en describir á un señor los importantes negocios que su amigo Fontenoy iba realizando en diversos lugares de la tierra.

      Aburrido, y no dándose cuenta aún de la causa del abandono en que le dejaba la dueña de la casa, se instaló en un sillón, é inmediatamente oyó que hablaban á sus espaldas. No eran las dos señoras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un diván murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.

      La mujer nombró á la esposa de Torrebianca, diciendo luego á su acompañante:

      – Fíjese en sus joyas magníficas. Bien se conoce que á ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pagó un banquero.

      El hombre se creía mejor enterado.

      – A mí me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra poética condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dinero que dió Fontenoy para las verdaderas; ó han vendido las verdaderas, sustituyéndolas con falsificaciones.

      La mujer acogió con un suspiro el nombre de Fontenoy.

      – Ese hombre está próximo á la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quien habla de tribunales y de cárcel… ¡Qué rusa tan voraz!

      Sonó una risa incrédula del hombre.

      – ¿Rusa?… Hay quien la conoció de niña en Viena, cantando sus primeras romanzas en un music-hall. Un señor que perteneció á la diplomacia afirma por su parte que es española, pero de padre inglés… Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ella misma.

      Robledo abandonó su asiento,. No era digno de él permanecer allí escuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos. Pero antes de alejarse sonó á sus espaldas una doble exclamación de asombro.

      – ¡Ahí llega Fontenoy— dijo la mujer— , el gran protector de los Torrebianca! ¡Qué extraño verle en esta casa, que nunca quiere visitar, por miedo á que su dueña le pida luego un préstamo!… Algo extraordinario debe ocurrir.

      El ingeniero reconoció á Fontenoy en el grupo de gente elegante saludando á los Torrebianca. Sonreía con amabilidad, y Robledo no pudo notar en su persona nada extraordinario. Hasta había perdido aquel gesto de preocupación que evocaba la imagen de un pagaré de próximo vencimiento. Parecía más seguro y tranquilo que otras veces. Lo único anormal en su exterior era la exagerada amabilidad con que hablaba á las gentes.

      Observándole de lejos, el español pudo ver cómo hacía una leve seña con los ojos á Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separó del grupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde habían estado al principio Robledo y la condesa.

      Tomaba al paso distraídamente las manos que le tendían algunos, deseosos de entablar conversación. «Encantados de verle…» Y seguía adelante.

      Al pasar junto á Robledo le saludó con la cabeza, haciendo asomar á su rostro la sonrisa de bondad protectora habitual en él; pero esta sonrisa se desvaneció inmediatamente.

      Los dos hombres habían cruzado sus miradas, y Fontenoy vió de pronto en los ojos del otro algo que le hizo retirar el antifaz de su sonrisa. Parecía que hubiese encontrado en las pupilas del español un reflejo de su propio interior.

      Tuvo el presentimiento Robledo de que se acordaría siempre de esta mirada rápida. Apenas se conocían los dos, y sin embargo hubo en los ojos de este hombre una expresión de abandono fraternal, como si le librase toda su alma durante un segundo.

      Vió al poco rato cómo Elena se dirigía también disimuladamente hacia el gabinete, y sintió una curiosidad vergonzosa. Él no tenía derecho á entrometerse en los asuntos de estas dos personas. Pero al mismo tiempo, le era imposible desinteresarse del suceso extraordinario que se estaba preparando en aquellos momentos, y que su instinto le hacía presentir.

      Este hombre había necesitado hablar á Elena con una urgencia angustiosa; sólo así era explicable que se decidiese á buscarla en casa de la condesa Titonius, ¿Qué estarían diciéndose?…

      Se atrevió á pasar, fingiendo distracción, ante la puerta del gabinete. Ella y Fontenoy hablaban de pie, con el rostro impasible y muy erguidos. Sus labios se movían apenas, como si temieran dejar adivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente.

      Robledo se arrepintió de su curiosidad al ver la rápida mirada que le dirigía Fontenoy, mientras continuaba hablando á Elena, puesta de espaldas á la puerta.

      Esta mirada volvió á emocionarle como la otra. El hombre que se la dirigía estaba tal vez en el momento más crítico de su existencia. Hasta creyó ver en sus ojos una reconvención. «¿Por qué te intereso, si nada puedes hacer por mí?…»

      No se atrevió á pasar otra vez ante la puerta. Pero obedeciendo á una fuerza obscura más potente que su voluntad, se mantuvo cerca de ella, aparentando distracción y aguzando el oído. Reconocía que su conducta era incorrecta. Estaba procediendo como cualquiera de aquellos murmuradores á los que había escuchado por casualidad. Sin duda, el ambiente de esta casa empezaba á influir en él…

      Era difícil enterarse de lo que decían las dos personas al otro lado de la puerta abierta. Además, los invitados habían empezado á bailar en los salones y el pianista golpeaba rudamente el teclado.

      Unas palabras confusas llegaron hasta él. La pareja del gabinete levantaba el tono de su conversación á causa del ruido. Tal vez las emociones de su diálogo les hacían olvidar también toda reserva.

      Reconoció la voz de Fontenoy.

      – ¿Para qué frases dramáticas?… Tú no eres capaz de eso. Yo soy el que se irá… En ciertos momentos es lo único que puede hacerse.

      La música y el ruido del baile volvieron á obstruir sus oídos. Pero todavía, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuoso tecleo, pudo escuchar otra voz. Ahora era Elena la que hablaba, lejos, ¡muy lejos! con un tono de inmenso desaliento:

      – Tal vez tienes razón. ¡Ay, el dinero!… Para los que sabemos lo que puede dar de sí, ¡qué horrorosa la vida sin él!…

      No quiso oir más. La vergüenza de su espionaje acabó por vencer á la malsana curiosidad que le había dominado durante unos momentos. Debía respetar el secreto que hacía buscarse á estas dos personas. Presintió además que el tal misterio iba á ser de corta duración. Tal vez durase lo que la noche.

      Cuando volvió á la pieza donde estaba el buffet, vió á su amigo Federico que seguía conversando con el mismo personaje: un señor ya viejo, con la roseta de la Legión de Honor en una solapa y el aspecto de un alto funcionario retirado.

      Ahora era éste el que hablaba, después que Torrebianca СКАЧАТЬ