Название: Episodios Nacionales: Los apostólicos
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Era el campeón juvenil de la idea naciente, y la Providencia habíale dado, entre otras notables prendas, elocuencia, si no brillante, varonil y sobria, con una lógica irresistible.
Los jóvenes de hoy, alumnos aprovechados del eclecticismo y del justo medio, no comprenderán quizás el entusiasmo y valentía de aquellos muchachos que sintiendo en su mente, por la natural índole de los tiempos, una especie de inspiración sacerdotal, hablaban de los déspotas y de la libertad como hablaría un romano de la primera república. Y no se paraban en barras, y aun deseaban martirios heroicos, y se metían en las conspiraciones más absurdas e inocentes, y osaban decir en pleno foro, delante de los consejeros, cosas que pasman por lo valerosas e intencionadas.
Desde que entró Salustiano no se habló más de Miaulis ni del bueno de Kalocotroni. Alejados un tanto del salón principal y reforzado el grupo con otras personas, el librero Miyar, el ingeniero Marcoartú y un comerciante de la calle de Postas, llamado Bárcenas, se despacharon todos a su gusto, siendo Olózaga tan hablador y contundente que no se paraba en pelillos y con su lengua que más bien era un hacha iba dejando muy mal parada a lo que todavía no se llamaba la situación.
D. Benigno que no gustaba de engolfarse mucho en política por los peligros que pudiera traer, dejó a sus amigos para buscar en los balcones la tertulia más grata y segura de las damas. La que vestía de maja se había puesto a bromear con el marqués de Falfán de los Godos, el hombre más mujeriego de aquel tiempo y también el más fino y galante, si bien su persona, hecha ya ruina lastimosa, no le ayudaba nada en lo que él quisiera que le ayudase. A Sola, en tanto, le daba conversación una señora muy impertinente llamada doña Salomé Porreño, y a cada rato ponía los ojos en blanco y echaba suspiros, cual si no tuviera en el mundo otra misión ni empleo que estarse lamentando a todas horas de una cosa perdida. Al lado de ella estaba una joven muy bonita, casada y por añadidura en aquel interesante estado que anuncia la maternidad. La de Presentacioncita, que así se llamaba, debía estar ya muy próxima, según se echaba de ver al primer examen. Era su marido un tal D. Gaspar de Grijalva con más riqueza que buen seso, y muy aficionado a meterse en trapisondas políticas, por lo que Presentación se afligía mucho y estaba siempre sobre ascuas temiendo que le ahorcasen. Esta señora, lo mismo que Sola, parecían tener muy pocas ganas de conversación; pero doña Salomé que estaba entre ellas como una especie de mediador parlante, suplía la desgana de ellas con un insaciable apetito de palique, y así no cesaba de hacer preguntas y observaciones poniendo en el discurso, como se pone la sal en la comida, los suspiros y el incesante revolver de los ojos.
Jenara, que era la maja, volví hacia atrás la cara a cada instante para responder a Falfán de los Godos, y en uno de estos dimes y diretes habló así:
– Sí, hoy mismo he tenido noticias suyas. Pipaón me entregó esta mañana una carta que es de perlas, por las muchas cosas ingeniosas que me dice. Creo que en mucho tiempo no le veremos por acá. Me anuncia que piensa casarse.
Jenara hablaba en voz muy alta; pero como Falfán de los Godos era algo teniente, es decir, sordo, nadie lo extrañaba. Al mismo tiempo la de Porreño daba con el codo a Sola y le decía:
– ¿Pero no me oye usted lo que le pregunto? Tres veces he preguntado a usted que si conoce a aquel comandante que pasa, y no me ha dado contestación… Por lo visto aquí todos son sordos… Se ha quedado usted lela; ¿en qué piensa usted que está tan pálida?… ¿no oye usted?…
– Sí, sí – replicó Sola, como se replicaría a las avispas, si la picada de estas alimañas fuera, en vez de picada, pregunta. – He oído perfectamente.
La de Porreño, al ver que por aquella banda no sacaba nada de provecho, se volvió a la otra y a Presentación. Después que la oyó, Presentación, que era muy maligna, dijo así:
– Aguarde usted. Mandaré a casa por la Guía de Forasteros, y con ella en la mano le diré a usted los nombres de todos los comandantes, capitanes y coroneles que hay en España.
La de Porreño miró al cielo, como si quisiera ponerle por testimonio de tanta injusticia. Bueno es decir que no vestía de maja ni de cosa que lo pareciera, sino a la moda pura y neta de 1822, con dulleta que ella misma había trocado en pelliza, aplicándole los restos de un capisayo antiguo. Su tocado era el llamado de turbante, guarnecido de cordones que fueron de oro y unas plumas que más parecían de escribano que de avestruz, como no pudiera aplicarse a uno y otro.
– También a mí me han dicho que piensa casarse – manifestó Falfán de los Godos.
Entonces se oyó un murmullo, una voz sorda y general que sin decir nada, claramente decía: «Ya viene, ya viene, ya, ya…». La multitud se agitó cual una gran culebra que pone en movimiento todas sus vértebras, y en los balcones hubo un hondo suspiro de ansiedad que corrió de un cabo a otro de la calle. Todos los ojos miraban a la Puerta del Sol, por donde sonaba como el mugido de un mar, y al poco rato se vio que se agitaba la superficie de cabezas y que brincaban saltando por encima de la gente penachos de caballos, plumas de morriones y espadas desnudas. El murmullo creció, estalló la marcha real como un trueno, y empezó a pasar la corte.
Sola no veía nada, sino una confusa corriente de colorines y formas, caballos que parecían hombres, hombres que trotaban, y un rodar continuo de formas y magnificencias, todo en tropel y borrosamente al modo de nube formada de la disolución de todas las visiones humanas. Un cerebro que desfallece, permitiendo la alteración de las sensaciones ópticas suele producir desvanecimiento y síncope; pero Sola hizo un esfuerzo, cerró los ojos, dejando pasar la mareante comparsa, y así resistió, fuertemente asida a los hierros del balcón. Cuando, pasada la corriente de abigarrados coches, sólo quedaban los escuadrones de escolta, principió a serenarse; pero todavía su visión estaba perturbada, y las casas y balcones cuajados de damas seguían corriendo juntamente con la caballería.
Principiado el desfile por delante de Palacio, los regimientos de infantería pasaban por la calle.
– Ese, ese coronel, ¿quién es? – preguntó súbitamente la de Porreño.
– Si no me engaño, es el moro Muza – replicó Presentación.
Diciéndolo, el caballo que montaba el teniente coronel señalado por Salomé resbaló, y sin que el jinete pudiera sujetarlo, cayó pesadamente, arrastrando a este. La caída fue tremenda. Oyose inmensa gritería mujeril. Detúvose la gente, arremolinose el regimiento, acudieron soldados y paisanos al infeliz jinete, magullado y aturdido por la fuerza del golpe, y alzándole del suelo le entraron en una tienda para darle algún socorro. Era un hombre de cuerpo largo y flaco, cara morena y varonil. Al ser levantado del suelo hacía recordar involuntariamente la figura de D. Quijote tendido en tierra después de cualquiera de sus desventuradas aventuras.
En los balcones de Bringas agolpáronse todos para ver al caído.
– ¡Pobre hombre! – exclamó Cordero.
– ¡Y qué bien iba en el caballo! – dijo la de Porreño.
– Se parece al de la Triste Figura – indicó Bringas.
– Es el mismísimo D. Quijote – observó Olózaga.
Jenara volviose prontamente, y con cierto tonillo de enfado dijo así:
– Pues no es D. Quijote, señor discursista, sino D. Tomás Zumalacárregui, СКАЧАТЬ