Название: Episodios Nacionales: Los apostólicos
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¿Un asunto grave? No será el primero que me consultas.
– Pero es seguramente el más delicado, el más peliagudo. Necesito consejo y ayuda.
– Para eso estoy yo. Vengan esos cinco.
Se estrecharon las manos, y Cordero besó las flacas y temblorosas del anciano fraile con mucho cariño.
– El mal camino andarlo pronto, y pues esto urge, tratémoslo ahora.
– Cuando quieras hijo. A bien que ambos somos toledanos y parientes.
– ¡Viva la Virgen del Sagrario! – dijo Cordero con emoción. – Es temprano: ahora viene poca gente. El chico se quedará en la tienda. Subamos a mi cuarto y hablaremos.
– ¿Es cosa larga?
– Primero una confesión, un secreto, que si no lo suelto pronto, creo que me hará daño; después un consejo sobre lo que se ha de hacer, y por último… a ver si se luce el buen Padre Engarza-credos con una comisión delicada.
– Vamos, por el hábito que visto, que estoy curioso.
Salieron. Media hora después, D. Benigno y su amigo reaparecieron en la trastienda. El comerciante traía el semblante alegre y las mejillas más que de ordinario encendidas. Alelí movía su cabeza con más nerviosidad y temblor que de ordinario, y al despedirse de su paisano, le dijo:
– Me parece muy bien, Benigno de mi corazón. Yo quedo encargado de arreglarlo.
IX
Dulce melancolía inundaba el alma pura del buen Cordero. Parecíale que todo lo de la tienda, incluso el feo hortera, concordaba con el estado de su espíritu, tiñéndose de inexplicable color lisonjero, y que había una sonrisa general en todo lo externo, como si cada objeto fuera espejo en que a sí propio se miraba. Para más dicha, hasta hubo muchas ventas aquel día, que fue, si no estamos mal informados, uno de los de Febrero del año de 1831, al cual se podría llamar, como se verá más adelante, el año sangriento.
Serían las once cuando entró en la tienda una dama y tomó asiento. Era parroquiana y amiga. D. Benigno la saludó y al punto empezó a sacar género y más género, blondas de Almagro, Valenciennes, Bruselas, Cambray, Malinas, en tal abundancia y variedad que no parecía sino que la señora iba a llevarse todo Flandes a su casa.
– ¡Qué carero se ha vuelto usted!… Ya no vuelvo más acá… Me voy a casa de Capistrana… ¿Cincuenta y seis reales?, ¡qué herejía!… Esto no vale nada… Es imitación… Vaya una carestía… No doy más que tres onzas por todo.
– No es sino muy barato… Por ser usted lo llevará en cincuenta duros todo… ¿Capistrana? No hay allí más que maulas, señora… Volverá usted por más… Es legítimo de Malinas… lo recibí la semana pasada. Este encaje de Inglaterra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dinero.
– Lo que pierde usted es la caridad… ¡Santo Dios, cómo nos desuella! Así está más rico que un perulero… Con estos precios que aquí usan, ¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas y más casas.
Tantos dimes y diretes concluyeron con que la dama pagó en buenas onzas y doblones. Mientras Cordero empaquetaba las compras para mandarlas a la casa de la señora, esta le preguntó si era cierto que se había hecho propietario de la finca donde estaba la tienda, y como el encajero le contestara que sí, la parroquiana aparentó alegrarse mucho diciendo:
– Precisamente estoy muy descontenta del cuarto en que vivo y deseo mudarme. ¿No viven en este principal los de Muñoz? ¿No se van de Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.
– Mucho me alegraré – replicó el héroe. – Pero me figuro que mi principal será pequeño para quien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe en sus tertulias.
– ¡Oh!, no… pienso reducirme mucho y vivir más para mí que para los otros – dijo la dama con mucha gracia. – Estoy cansada de poetas, de mazurcas y de chismes políticos. El Gobierno ha principiado a mirar con malos ojos mis reuniones, a pesar de que mi absolutismo pasa por artículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomarde y toda esa gente: van de exageración en exageración… están ciegos. El poder absoluto es como el vino, una cosa muy buena y un vicio, según el uso que de él se haga. No lo dude usted, esa gente está borracha, y mientras más bebe y más se turba más quiere beber. El año comienza mal, y según dicen, las conspiraciones arrecian y el Gobierno no se para en pelillos para ahorcar.
– No faltará tampoco quien amanse y dulcifique – dijo Cordero apoyando sus codos en el mostrador para atender mejor a un tema tan de su gusto. – La Reina…
– ¡Oh!, sí, la Reina… – exclamó la dama con ironía. – Sus dulcificaciones, de que tanto se ha hablado, son pura música. Ya lo ve usted, ha fundado un Conservatorio por aquello de que el arte a las fieras domestica. Me hace reír esto de querer arreglar a España con músicas. Al menos el Rey es consecuente, y al fundar su escuela de Tauromaquia, cerrando antes con cien llaves las Universidades, ha querido probar que aquí no hay más doctor que Pedro Romero. Eso es, dedíquese la juventud a las dos únicas carreras posibles hoy, que son las de músico y torero, y el Rey barbarizando y la Reina dulcificando nos darán una nación bonita… ¡Ah!, me olvidaba de otra de las principales dulcificaciones de Cristina. Por intercesión de ella ¡oh alma generosa!, se va a suprimir la horca para sustituirla ¡enternézcase usted, amigo Cordero!… para sustituirla con el garrote… No sé si en el Conservatorio se creará también una cátedra de dar garrote… con acompañamiento de arpa.
D. Benigno se rió de estas despiadadas burlas; mas lo hizo por pura galantería, pues siendo entusiasta admirador de la joven y generosa Reina, no admitía las interpretaciones malignas de su parroquiana.
– Ello es, querido D. Benigno – añadió esta – que yo he determinado quitarme de en medio. Presiento no sé qué desgracias y persecuciones. Deseo una vida retirada y oscura. No más tertulias, no más versos dedicados a bodas reales, embarazos de reinas y nacimientos de princesas, no más murmuración ni secreto sobre lo que no me importa. Si su casa de usted me gusta, a ella me vengo y en ella me encierro… Decidido, señor de Cordero.
– Como buena y cómoda no hay otra en Madrid.
– Yo quisiera verla.
– Lo haré presente al señor de Muñoz y de seguro me dará permiso para que usted la vea.
– No, no se moleste usted – dijo la dama, observando con atención el rostro de Cordero, por ver si se turbaba. – ¿No son iguales todos los pisos?
– Todos enteramente iguales.
– Pues enséñeme usted el entresuelo donde usted vive… Pero ahora mismo. Tengo prisa. Quiero decidir de una vez.
Levantose resueltamente dirigiéndose a alzar la tabla del mostrador para pasar a la trastienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacía ella todas sus cosas.
– No hay inconveniente, señora – dijo Cordero manifestando más bien agrado que contrariedad. – Pero la señora me permitirá que no la acompañe, porque tendría que dejar la tienda sola. El chico no está.
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