Название: El paraiso de las mujeres
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal, pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas é incansables como en la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeña embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, ó los había tragado el mar durante la noche.
A mediodía descansó para comer. En el bote había abundantes provisiones, así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era una suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantas cosas preciosas.
Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una barrera de obstáculos submarinos, en torno á los cuales se revolvían las aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.
El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución á través de las aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo, se vió en un inmenso y tranquilo circo de agua.
En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas.
Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivinó que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo tenía algunos metros de profundidad.
Media hora después, al volver á hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo. Empezaba á ocultarse el sol cuando llegó cerca de tierra, y fué siguiendo su contorno á unos cincuenta metros de distancia. Iba en busca de una bahía pequeña ó de la desembocadura de un riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.
Como empezaba á anochecer, aceleró su exploración antes de que se extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vió que la costa avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, las aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba cierta profundidad. Llegó á tocar con la proa esta tierra, relativamente alta entre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de la orilla, dió un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.
Lo primero que pensó fué buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza.
Buscando en la penumbra, dió con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban á la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su relativa pequeñez.
Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este fenómeno vegetal, y se limitó á pasar la cuerda en derredor de tres de los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio, metiéndose tierra adentro.
La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir á la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó á descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía á veces hasta la cintura.
Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración. Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidades para su sueño que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo de marchar en varias direcciones se dió cuenta de que estaba completamente desorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sin olas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra la orilla.
Un silencio absoluto envolvió á Edwin. La profunda calma de la noche solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de madera vigorosa.
Al salir á una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo, admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche que en la embarcación. No hacía frío, y además él estaba abrumado por el cansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió varias galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del sueño.
Iba á dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él. Adivinaba la proximidad invisible de pequeños animales de la noche, atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorrales inmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual á un revoloteo de insectos ó un arrastre de reptiles.
– Deben ser ratas – pensó el ingeniero.
Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dió contra los matorrales más próximos, é inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumor medroso de fuga.
Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa. No se había equivocado: eran ratas ú otros roedores del bosque de arbustos.
De nuevo empezaba á adormecerse, cuando un zumbido, que parecía sofocado voluntariamente, pasó varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo le abanicó las mejillas cierta brisa dulce, semejante á la que levantan unas alas agitándose con suavidad.
– Algún murciélago – volvió á decirse.
Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo más obscuro aún que pasaba, flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pájaro de la noche surgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequeños focos de intensa blancura, iguales á unos ojos hechos con diamantes. Un par de rayos sutiles pero intensísimos se pasearon á lo largo de su cuerpo, iluminándole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero, asombrado por el supuesto murciélago, levantó un brazo, abofeteando al vacío. Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de sus ojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizo perderse á lo lejos en unos cuantos segundos.
Esta visita quitó el sueño á Edwin, obligándole á sentarse sobre la pequeña pradera que le servía de cama. Sus ojos pudieron ver entonces por encima de los matorrales varios puntos de luz que se movían con una evolución rítmica, cambiando la intensidad y el color de sus resplandores.
– Indudablemente son luciérnagas – murmuró – ; luciérnagas de este país, distintas á todas las que conozco.
Las había de una blancura ligeramente azul, como la de los más ricos diamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de ópalo, de zafiro. Parecía que sobre el terciopelo negro de la noche todas las piedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en una contradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, se esparcían en distintas direcciones.
Gillespie encontraba cada vez más interesante este desfile aéreo; pero de pronto, como si obedeciesen á una orden, todos los fulgores se extinguieron á un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que los insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con algunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.
Pasó СКАЧАТЬ