Название: Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– Pero para restaurar nuestras fuerzas, señores y señoras mías – dijo Salmón, – venga ese chocolate, que aquí mi amigo D. Roque dice que no se puede pasar sin él.
– Quien no se puede pasar sin él – contestó el aludido, – es su magnificencia reverendísima, que en llegando a estas horas, como no ponga un puntal al estómago, se cae rendido.
– Pues Vd. lo dice, amigo papelista eminentísimo – contestó Salmón dando otra vez rienda suelta a la risa, – así sea, y venga ese chocolate; y pues es más agradable el goce de una amena tertulia que el disputar, dejémonos de discusiones, y pelillos a la mar, y cada uno piense lo que quiera, y ruede la bola, y viva Fernando VII.
– Es lo más conveniente, toda vez que este D. Roque está chiflado – dijo Fernández, – y un día hemos de verle por esas calles con una Gaceta en cada dedo.
– ¡Pero qué graves y circunspectas están mis niñas! – añadió Salmón dando unas palmaditas en el hombro, no recuerdo bien si de la mayor o de la menor de las hijas de doña Melchora. – Y esos piquitos de oro, ¿por que no echan una canción por todo lo alto, para que se nos alegren los espíritus?
– Bueno, bueno.
Y una de ellas rompió al instante a cantar de esta manera:
Con un albañilito
madre, me caso,
porque son de mi gusto
los hombres blancos.
– Eso tiene poca gracia – dijo Salmón. – A ver otra.
– Pues allá va la que está de moda:
Bonaparte en los infiernos
tiene su silla poltrona,
y a su lado está Godoy
poniéndole la corona.
Sus compañeros
van de dos en dos;
Murat, Solano,
Junot y Dupont.
– ¡Bravo, magnífico! Doña Melchora, tiene Vd. dos niñas que envidiaría cualquier princesa. Y qué tal, ¿se gana mucho?
– En estos tiempos, padrito – dijo la madre, – suele caer algún bordado de uniforme; pero ¿dónde se ven aquellos ternos de plata y oro, aquellas estolas, aquella ropa de altar que tanta ganancia nos daban antes de estas malditas guerras? Ya sabe su grandeza que las mejores capas pluviales, las mejores casullas que se han lucido en procesiones, así como las mejores chaquetas toreras que han brillado en plazas y redondeles, pasaron por estas manos. ¡Ay, quién me lo había de decir! ¡La que bordó los calzones que llevaba Pepe-Hillo cuando le cogió aquel enrabiscado toro; la que bordó la capa que llevaba en sus santos hombros el Eminentísimo Cardenal de Lorenzana el día que tomó posesión, está hoy consagrada a miserables letras de cuello de uniforme, y a las dos o tres insignias de consejero, o ropón de Niño Jesús, que caen de peras a higos! ¡Buenos están los tiempos!
– Cuando esto se acabe… – dijo el fraile.
– ¿Cómo, cuando esto se acabe? – gritó de improviso D. Roque interrumpiendo con muy feo gesto a su amigo. – Antes, muy antes de que esto se concluya se reunirá el país en Cortes. ¡Y estos alcornoques no lo quieren creer!
– Que te despeñas, Roque amigo.
– ¿También eso lo dicen los papeles? – preguntó con mucha sorna el Gran Capitán.
– También lo dicen, sí señor. Pues no lo han de decir. Y cómo se me ha de olvidar, si lo sé de memoria y anoche, luego que me acosté, estuve recitando en voz alta aquello de… «Después de tantos años de abatimiento y opresión en que los leales y generosos españoles han sufrido mayores ultrajes y vilipendios que los salvajes africanos, amanecerá el glorioso día en que se reúnan los pueblos por medio de sus representantes para tratar del bien común. Este es el objeto con que se instituyeron las sociedades civiles; no el engrandecimiento de un solo hombre con perjuicio de todos los demás. Reunidas aquellas, es como puede conocerse afondo el estado de una nación, sus recursos, sus necesidades y los medios que deben adoptarse para su bienestar y prosperidad; y donde faltan estas solemnes Asambleas, los monarcas, mal aconsejados, caminarán ciegamente al despotismo, tal vez contra sus buenos deseos».
– ¡Lindísimo sermón! – exclamó el Gran Capitán. – Ayer le contaba a mi compañero en la portería de Cuenta y Razón las extravagancias de mi vecino D. Roque, y me dijo que esto se llamaba el democratismo. ¿Es así, padre?
– Llámese como se quiera – repuso el venerable Salmón, – lo que digo es que este chocolate, que ahora nos trae la señora doña Gregoria, y cuyo olor se adelanta hasta nosotros anunciándonos la nobleza de lo que viene en el cangilón, me parece tal, que sólo podría servírsele semejante al Sumo Pontífice.
– Y a la abadesa de Las Huelgas de Burgos – dijo doña Gregoria; – que ella y el Papa son las dos más altas personas de la cristiandad, y por eso se dice que si el Papa se casara, la única mujer digna de ser su esposa es la tal abadesa de Las Huelgas.
– Así es – añadió Salmón, olvidándose de todo lo que no fuera el cangilón; – y por lo que hace a eso del democratismo, yo le aconsejo a D. Roque que se deje de tonterías y no piense en novedades, pues por ahora que ahora y en muchísimos años para adelante, estamos y estaremos libres de ellas.
– Los españoles guerrean porque no quieren que los manden los franceses – dijo la mayor de las hijas de doña Melchora, – y también para defender los usos y pláticas del reino contra las novelerías que quiere poner aquí Napoleón. Así me lo dice todos los días Paco el plumista, que es sargento de voluntarios.
– Pues a mí me dijo Simplicio Panduro, ese saladísimo paje de D. Gaspar Melchor de Jovellanos – añadió la otra, – que los españoles guerrean por echar a los franceses y por mejorar la mala condición de los reinos, quitando las muchas cosas malas que hay, al modo de lo que dice D. Roque por las noches cuando predica a solas y a oscuras en su cuarto.
Estas dos opiniones dieron pie a una acalorada disputa que no copio porque nada sacarían de ella en limpio mis lectores, toda vez que es público y notorio que en lo que va de siglo, la historia, la grave y cachazuda historia no ha podido dilucidar la cuestión planteada por aquellas dos niñas, y aun hoy andan a la greña eminentes escritores por averiguar si decía verdad la mayor o la menor de las hijas de doña Melchora.
Salmón, consumido su chocolate, dijo:
– Con que, amiguitos, ¿me dan Vds. su venia para retirarme?
– ¿Tan pronto, padre? ¡Que siempre nos ha de tener Vuestra Reverencia con hambre de su compañía!
– Bastante os acompaño, hijitas mías.
– Pues siempre nos sabe a poco.
– Ya sabéis que tenemos en casa desde esta tarde octava misión y solemnes cultos para desagraviar a Jesús Nazareno y a María Santísima, de los sacrílegos insultos que han sufrido en nuestros templos, de los impíos ejércitos franceses, e implorar de la divina misericordia que robustezca y ampare a nuestros soldados y conserve y dirija en todos los negocios a los que nos gobiernan. ¿Pero no lo sabíais, pajaritas volanderas? Por supuesto que no faltaréis el día СКАЧАТЬ