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СКАЧАТЬ lo que los tiempos futuros traigan de calamitoso para nuestro instituto. Pero no es posible contener esta gritería que por todos lados sale en defensa de opuestos intereses, y venga lo que viniere, que si Dios no lo remedia, será gordo y sonado. Entretanto, póngame usía a un ladito estos libros que tratan de la Constitución y el despotismo, pues pienso examinarlos espaciosamente. ¿Pero qué veo? ¿Ha puesto vuecencia en el montón escogido esos cuatro librillos de novelas simples? Parece mentira que en esta época empleen nuestros libreros su tiempo y dinero en traducir del francés tales majaderías… ¿A ver? La marquesa de Brainville, la Etelvina, los Sibaritas, el Hipólito. Vaya toda esta romancil caterva a deleitar al padre Salmón, y si tarda en devolverla, mejor, que así podrá vuestra grandeza entretenerse en mejores lecturas.

      – En esto de novelas andamos tan descaminados – dijo Amaranta, – que después de haber producido España la matriz de todas las novelas del mundo y el más entretenido libro que ha escrito humana pluma, ahora no acierta a componer una que sea mayor del tamaño de un cañamón, y traduce esas lloronas historias francesas, donde todo se vuelve amores entre dos que se quieren mucho durante todo el libro, para luego salir con la patochada de que son hermanos.

      – Pues para mí – dijo Salmón – no hay más regocijada lectura que esa; y vengan todos para acá.

      – Abulta bastante, señora condesa – indicó Castillo, – el apartado de los que defienden la Constitución. Hágame vuestra merced otro con los apóstoles del despotismo que hasta ahora parecen los menos. Pero no; por aquí sale un libelo titulado Gritos de un español en su rincón, que al instante puedo colocar entre los del despotismo.

      – Y aquí hay otro – dijo Amaranta, – que si no me equivoco, también es del mismo estambre. Titúlase Carta de un filósofo lugareño que sabe en qué vendrán a parar estas misas.

      – ¡Magnífico! Desde que oí eso del filósofo lugareño lo diputé por enemigo de los constitucionales. Vaya al segundo montón; y los leeremos a unos y a otros para saber, como dice el encabezamiento, en qué vendrán a parar estas misas. Esta lucha, señora mía, o yo me engaño mucho, o ahora es un juego de chicos comparada con lo que ha de venir. Cuando se acabe la guerra, aparecerá tan formidable y espantosa, que no me parece podrá apaciguarla ni aun el suave transcurso de todos los años de este siglo en cuyo principio vivimos. Yo, que observo lo que pasa, veo que esa controversia está en las entrañas de la sociedad española, y que no se aplacará fácilmente, porque los males hondos quieren hondísimos remedios, y no sé yo si tendremos quien sepa aplicar estos con aquel tacto y prudencia que exige un enfermo por diferentes partes atacado de complicadas dolencias. Los españoles son hasta ahora valientes y honrados; pero muy fogosos en sus pasiones, y si se desatan en rencorosos sentimientos unos contra otros, no sé cómo se van a entender. Mas quédese esto al cuidado de otra generación, que la mía se va por la posta al otro mundo, con más prisa de lo que yo deseo. Y entretanto, guárdeme usía esos dos montones de libros, que todos quiero leerlos. Aquí el departamento de la Constitución, a este otro lado el del despotismo… pero ¡pecador de mí! A vuecencia se le ha ido la mano, dejando que se colara en estas regiones un papelillo, que desde su principio fue destinado al paladar de mi reverendo amigo. Afuera ese desvergonzado intruso.

      – ¡Ah! – exclamó Amaranta riendo. – Es un Retrato poético del que vende santi barati y el sartenero victoreando al primer pepino que plantó un corso en tierra de España, y no ha prendido.

      – ¡Venga acá! – exclamó con gran alegría Salmón. – ¡Y cómo se escapaba esa joya! Al convento me lo llevo junto con este otro, que aunque no trata de la guerra ni de política, parece libro de recreación científica y de honestísimo divertimiento. Es la Pirotécnica entretenida, curiosa y agradable, que contiene el método para que cada uno pueda formarse en su casa los cohetes, carretillas y bombas, etc., con tres láminas demostrativas de todas las operaciones del sublime arte de polvorista.

      – Y ahora, señora condesa de mi alma – dijo el padre Castillo levantándose, – ya que he molestado bastante a usía, y hecho el escrutinio que vuestra grandeza deseaba, me retiro, pues esta tarde celebra solemne rosario la hermandad del Socorro de Nuestra Señora del Traspaso, y me toca predicar.

      – Yo pertenezco a la del Rescate – indicó Amaranta, – y creo que es la semana que entra cuando hacemos nuestra función de desagravios. Y Vuestra Paternidad, padre Salmón, ¿no predica en estas fiestas?

      – Señora, la real congregación y esclavitud de Nuestra Señora de la Soledad, me ha encargado dos pláticas para la semana que entra. Veremos qué tal salgo de ellas.

      El padre Castillo, que sin duda tenía prisa, se fue, y allí quedamos Salmón y yo. Desde que hubo salido su compañero, tomó aquel la palabra, y dijo:

      – Pues, como tuve el honor de indicar a usía, este muchacho sabe todo lo concerniente a don Diego, a sus artimañas, trapicheos y correrías, y él satisfará a vuecencia mejor que cuanto yo, relata referendo, pudiera decirle. Pero ¿será cierto, señora mía, lo que al entrar me ha dicho el señor marqués D. Felipe?

      – ¿Qué?

      – Que usía ha tenido anoche la felicísima suerte de hacer confesar a esa linda niña todo lo que de ella queríamos saber.

      – Así es – dijo Amaranta – Todo me lo ha confesado.

      – La paz de Dios sea en esta ilustre casa. ¿Dónde está ese blanco lirio, que la quiero felicitar por el buen acuerdo que ha tenido?

      – Esta tarde no se la puede ver, padre. Ya que su merced ha tenido la buena ocurrencia de traerme este joven, a quien supone al tanto de lo que quiero saber, tenga la bondad de dejarme a solas con él, para que la presencia de persona tan grave y respetabilísima como Vuestra Reverencia, no le impida decirme todo lo que sabe, aunque sea lo más secreto.

      – Con mil amores obedeceré a usía – dijo el padre Salmón; – y con esto se retiró dejándome solo con aquella estrella de la hermosura, con aquella deslumbradora cortesana, a quien nunca me había acercado sin sacar de su trato el fruto de una gran pesadumbre.

      VII

      – No ha sido una simpleza de este buen religioso lo que te ha traído aquí – me dijo severamente; – esto ha sido obra de tu astucia y malignidad.

      – Señora – le respondí, – por mi madre juro a usía que no pensaba volver a esta casa, cuando el padre Salmón se empeñó en traerme, con el objeto que él mismo ha manifestado.

      – ¿Y qué sabes tú de D. Diego?

      – Yo no sé más sino aquello que no ignora nadie que le trata.

      – D. Diego es jugador, franc-masón, libertino; ¿no es cierto?

      – Usía lo ha dicho; y si lo confirmo, no es porque me guste ni esté en mi condición el delatar a nadie, sino porque eso de D. Diego todo el mundo lo sabe.

      – Bien; ¿y tú querrías llevarme a mí o a otra persona de esta casa a cualquiera de los abominables sitios que el conde frecuenta por las noches, para sorprenderle allí, de modo que no pueda negarnos su falta?

      – Eso, señora, no lo haré, aunque usía, a quien tanto respeto, me lo mande.

      – ¿Por qué?

      – Porque es una fea y villana acción. Don Diego es mi amigo, y la traición y doblez con los amigos me repugna.

      – Bueno – dijo Amaranta con menos severidad. – Pero me parece que tú eres tan necio como él, y que le llevas СКАЧАТЬ